EL PRESIDENTE DE la Asamblea Nacional del Poder Popular, Ricardo Alarcón, es un pesimista.
Descartó que ocurran cambios notables en la política estadounidense hacia Cuba mientras el mandatario norteamericano George W. Bush esté en el poder.
“No debemos creer que se registrará cambio alguno importante mientras sea presidente Bush y exista el actual equilibrio político en Estados Unidos”, dijo Alarcón el martes, durante una jornada de trabajo de las comisiones permanentes de la Asamblea, previa a la sesión del viernes, según informaron las agencias cablegráficas.
Alarcón fundamentó su análisis en dos puntos claves: el veto presidencial a cualquier cambio en la actual política norteamericana y la poca importancia que representa la Isla frente a asuntos de mayor prioridad e importancia, como la situación en Irak, los problemas que afectan a los planes de salud y de retiro y la economía.
Creo que el análisis de Alarcón es en buena parte correcto. Me atrevería a darle de un 70 a un 80 por ciento de que se cumpla. Lo que me llama la atención es ese 20 por ciento que deja fuera.
Este 20 por ciento tiene que ver no sólo con el interés de importantes legisladores en modificar una estrategia que consideran desacertada y el recuerdo que guardan de los años de fracaso en sus intentos para lograrlo.
Alarcón considera que no se ha alterado el equilibrio político norteamericano. Pero la realidad indica lo contrario. Con el Congreso en manos de los demócratas, Bush tiene muy pocas posibilidades de ampliar su política hacia la Isla. Ya de por sí esto es un cambio importante.

Hay además un factor que Alarcón no mencionó, y que puede alterar toda la ecuación: Cuba ocupa un lugar bajo en las prioridades políticas norteamericanas, mientras se mantenga la estabilidad del régimen.
El temor de una situación inestable en la Isla ya ha despertado suficientes inquietudes en Washington. De momento, el único factor que puede alterar el equilibrio en Cuba es la muerte de Fidel Castro. Detrás de todo el razonamiento de Alarcón está el convencimiento de que el gobernante cubano no está agonizando.
Este hecho no debe ser tomado a la ligera, porque el régimen de La Habana se ha preocupado en brindar pruebas de que Castro vive, cuando los rumores han llegado a una intensidad que ellos consideran comienzan a afectar la confianza nacional e internacional en su gobierno.
Pero sin que llegue a ocurrir el final del gobernante cubano, el nuevo Congreso que comenzará a funcionar en enero contiene el número suficiente de demócratas en posiciones claves para mantener la esperanza de que se produzcan variaciones en la política que hasta el momento ha mantenido la actual administración.
Entre ellos se encuentran los representantes Charles Rangel, en la Comisión de Medios y Arbitraje, John Conyers en la Comisión Judicial y David Obey en la Comisión de Apropiaciones.
En el Senado, de mantenerse el liderazgo demócrata, Joe Biden dirigirá la Comisión de Relaciones Internacionales y Max Baucus la de Finanzas.
Todos estos legisladores se oponen o mantienen una posición muy crítica hacia el rumbo adoptado por Bush en la política hacia Cuba.
Lo anterior no quiere decir que la vía del cambio está abierta sin problemas. Según los cálculos, no hay los votos necesarios para anular un veto presidencial. Tampoco se conoce cómo van a reaccionar los nuevos congresistas y figuras claves de ambos partidos, como el líder de la mayoría demócrata en el Senado, Harry Reid, y el republicano Mel Martínez y los también demócratas Bob Menéndez y Albio Sires se oponen a una disminución de las restricciones.
Así que se trata de una batalla por definir, donde el poderoso cabildeo de los exiliados de “línea dura” y las alianzas políticas jugarán un papel fundamental.
Nadie espera un levantamiento del embargo el próximo año —de mantenerse las condiciones actuales en Cuba—, pero tampoco se puede descartar un levantamiento de las últimas restricciones impuestas por Bush o al menos cierto alivio respecto a los viajes de los académicos y los intercambios culturales y científicos e incluso facilidades a las ventas de productos agrícolas. De producirse esta flexibilidad sería un cambio importante.
Por lo tanto, sigue en pie la pregunta: ¿Por qué Alarcón fue tan pesimista? En primer lugar, para que los parlamentarios cubanos no se hagan ilusiones. Su presidente les está diciendo antes de comenzar el último período de sesiones del año que el tema de un mejoramiento de las relaciones con Estados Unidos está a la vuelta de la esquina.
Sólo que esta posición contrasta en cierta medida con la actitud expresada en dos ocasiones por el gobernante en funciones. Raúl Castro se ha referido dos veces a la disposición del gobierno cubano para conversar con Estados Unidos.

Es cierto que la propuesta de Raúl no contiene elementos nuevos y que éste no recibió a la delegación de congresistas norteamericanos que recientemente visitó la Isla. Pero para un gobernante que habla tan poco y lleva apenas unos meses de sustituto de su hermano, la reiteración en el tema no debe ser ignorada.
Si Alarcón es el asesor principal del régimen en el tema de las relaciones con Estados Unidos, ¿no hubiera sido mejor que el gobernante en funciones obviara el tema, ya que el principal analista del país considera que no existen las condiciones para llegar a un entendimiento?
Con ese énfasis en la imposibilidad de un cambio, ¿no estaba Alarcón también cuestionándose las palabras de Raúl en una fecha tan importante como el dos de diciembre, cuando reiteró la voluntad de sentarse a negociar con su tradicional enemigo?
Es posible que para el presidente de la Asamblea Popular, lo mejor que hubiera hecho el jefe de las fuerzas armadas revolucionarias fuera dejar el tema a un lado. Hablar sólo del poderío de la revolución y recordar las hazañas del pasado.