
AHORA RESULTA QUE algunos personajes de Miami están organizando de nuevo “conferencias de prensa” y reuniones para pedir la expulsión de El Nuevo Herald de varios de los periodistas que trabajamos en este diario.
No es algo nuevo, pero destaca su persistencia. Los nombres de los participantes en el esfuerzo no me dicen nada. Quizá le he pasado la vista por encima a algún comentario en internet, pero carezco de tiempo para leer los “periodiquitos” que circulan en esta ciudad y menos para oír la radio del exilio, sobre todo en horas de la mañana.
Por lo demás, cuando uso el diminutivo para referirme a esas hojas impresas no sólo lo hago por su limitada circulación sino por la cantidad de tonterías que publican. Desde hace años, se sabe que muchas de esas publicaciones sobreviven a duras penas de los anuncios políticos en tiempos de elecciones y las demás se nutren de la publicidad que no puede costearse medios más amplios. En todo caso, nada tengo en contra de que algunas personas se ganen la vida escribiendo en esas páginas rudimentarias, que se distribuyen gratuitamente y se colocan en cualquier esquina.
Lo que sí me llama la atención es que los “periodistas” (no me puedo ahorrar las comillas ante su falsa de profesionalismo) y los doctores y doctoras de pacotilla —que con tanto énfasis gritan para que nos boten— no traten de dirigir su labor hacia la típica competencia e intenten hacer algo mejor que lo que hacemos nosotros, un grupo de columnistas, editores y reporteros de mesa a quienes ellos quieren desaparecer del mapa de Miami.
Esa es su equivocación mayor. Todos estos conspiradores de croqueta —que prefieren reunirse en el restaurante Versailles para expresar sus quejas con los estómagos llenos— no son muy diferentes de quienes al principio de la revolución cubana abogaron y participaron en la nacionalización de la prensa en Cuba.
En este país estas diferencias se resuelven a través de la competencia y no de las intervenciones o la expulsión de quienes manifiestan un criterio contrario. Lo demás es tratar de importar los vicios que sirvieron para implantar el régimen castrista en Cuba.
Estas personas, pese a declararse opositoras del régimen cubano, manifiestan una actitud similar a la existente en la prensa de La Habana: “con nosotros o contra nosotros”, las opiniones e informaciones contrarias a sus puntos de vida son consideradas un ataque y no un criterio divergente. Actúan igual que los que en la Isla organizan y participan en actos de repudio.
Estas manifestaciones de intransigencia de un sector de la comunidad exiliada reflejan el ideal totalitario, que manifiestan a diario una serie de personajes de la pequeña prensa escrita, la radio y la televisión por cable. No se trata de rebatir una idea, sino de suprimirla.
No se trata sólo de estos esfuerzos torpes por suprimir a rajatabla las opiniones contrarias. Bajo el argumento del respeto a la comunidad, el “dolor del exilio” y la necesidad de no “hacerle el juego” a La Habana, ciertos personajes de esta comunidad intentan imponer un código de lo que se debe o no se debe informar.
No estoy dispuesto a que Ninoska Pérez Castellón me dicte los temas que puedo o no puedo hablar, ni tampoco a tomar nota de lo que dice Armando Pérez Roura.
Trabajo en una compañía norteamericana, que cumple las leyes laborales norteamericanas, y en un periódico de Estados Unidos, del que espero una aplicación de los mismos estándares éticos, de objetividad y balance que pautan la labor informativa y editorial tanto en Ohio como en Nueva York. Miami no es una “república independiente”, ni existe al margen del resto del país. Espero que los hechos futuros no me convenzan de lo contrario.