En septiembre del pasado año escribí un comentario que fue muy criticado por el sector más recalcitrante del exilio de Miami.
Hablaba entonces de la diferencia entre mentir y controlar la información. Traté de aclarar que, en el caso de la salud del gobernante cubano, Fidel Castro, el régimen de La Habana controla la información sobre su salud, la ocultaba, dosificaba, escogía el momento conveniente para brindarla. Nada de esto era nuevo, ya que desde el primer momento ésta había sido declarada “Secreto de Estado”.
Lo que más molestó fue mi afirmación de que no había encontrado pruebas de que el gobierno estuviera mintiendo. “No ha dicho que el mandatario se recuperará rápidamente. No ha aclarado su padecimiento, por lo tanto caben las especulaciones. Especular, por otra parte, no nos garantiza que estemos en lo cierto.
La realidad es que no es fácil refutar lo aparecido en la prensa de La Habana. Esta ha recurrido a parábolas y cursilerías, para esquivar enfrentar la verdad. Pero de nuevo hay que afirmar que no ha tratado de engañar a la población o al mundo con un diagnóstico falso”.
Por entonces, lo que estaba a la orden del día en esta ciudad era afirmar que Castro padecía de cáncer, decir que había muerto y se ocultaba la noticia, empeñarse en presentarlo como un hombre incapaz de hilvanar una oración.
Pese a que aclaraba que hacía una distinción en un caso específico, que no afirmaba que todo lo que aparecía en la prensa oficial cubana era cierto, especificar que no consideraba correcto ese control estricto de la información, me acusaron de vocero del castrismo, repetidor de los temas de la Mesa Redonda cubana. Se llegó a la infamia de acusarme de hablar con anticipación de los mismos temas, y con igual enfoque ideológico, que trataba la televisión cubana.
Hoy está claro quienes fueron los mentirosos, al menos los equivocados.
Si vuelvo a tocar la cuestión no es con afán revanchista, y mucho menos porque espere una satisfacción, que sé nunca va a producirse.
Es porque sigo considerando que si bien la especulación es una práctica necesaria ante la incertidumbre -algo que por otra ejerzo a diario-, mentir con impunidad, repetirle a un sector de la población sólo lo que ésta considera grato escuchar, ver o leer es una contrapartida equivocada, que por lo general se asume tranquilamente y sin reproches aquí en Miami.
Responder a la falta de información con rumores y mentiras es un ejercicio que se practica con demasiada frecuencia en esta ciudad.
Dije entonces que ante la falta de datos objetivos, frente a la imposibilidad de confirmar una fuente o acudir a los organismos gubernamentales para verificar o al menos contrapesar una declaración, se opta por publicarla tal y como la recibimos.
Lo repito ahora: hablar mal del régimen de Castro es sumamente fácil en esta ciudad.
Hay una comodidad casi irresistible en no ir a favor de la corriente. Nada más sencillo y lucrativo que decir lo que todos quieren escuchar, escribir lo que se ansía ver en blanco y negro. Brindar como un testimonio cierto lo que otros esperan que se diga.
Esa fragilidad de la verdad (o de la mentira) ha permitido cosechar triunfos, salarios elevados, puestos envidiables, contratos jugosos y aplausos aquí en Miami.
Ese conocerse a salvo de una refutación, impune a los tribunales, excluido de las leyes de libelo ha servido para fabricar más de una reputación entre nosotros.
Es una lástima que no surja a menudo la duda, la inquietud por estar practicando el oficio de forma desleal.
En este sentido, considero que en especial la radio exiliada —pero no sólo ella— ha cumplido una función más cercana al ambiente familiar que a la sociedad.
Sólo que ese apoyo emocional tiene también su lado malo: hace a los receptores dependientes de un medio complaciente, pero al mismo tiempo engañoso; obliga a refugiarse en el comentario tonto pero amable, la esperanza infundada, la ilusión y el sueño.
Durante años hemos participado de rumores, exageraciones y falsedades sólo sustentadas en el poder que otorga la distancia, el aislamiento, el desconocimiento y la impunidad.
Todos estos factores —y otros— son responsables de que muchos aquí se conformen con una repetición de lo que creen saber.
Recibir a diario falsedades, medias verdades y aceptar omisiones en las noticias ha sido el pan diario de quienes se limitan a fuentes de información limitadas por la ideología de quienes las trasmiten.
Nada mejor para los poderes establecidos —en La Habana y en Washington— que adoptar la actitud de plaza sitiada. ¿Alguien duda de lo conveniente que resulta estar cómodamente instalado, sin preocuparse en los “peligros” de una discusión abierta?
Es por ello que abogo por los encuentros entre profesionales, las visitas sin restricciones a ambos países, el turismo sin trabas, viajes en que las aduanas no censuren la entrada de libros y los funcionarios no metan las narices en las billeteras.
Mientras esto no ocurra, los mediocres tendrán su reino asegurado, aquí y allá
Nada más fácil que llenar los reportajes, crónicas, comentarios y programas radiales y televisivos de frases hechas, de lo que se puede decir y criticar. Lo demás dejarlo fuera, si acaso comentarlo entre amigos, aunque siempre midiendo las palabras.
Ahora que un funcionario de inteligencia norteamericano acaba de rectificar la versión equivocada de que Castro padecía de cáncer, que finalmente se han desechado las declaraciones erróneas de que al gobernante cubano le quedaban “meses, no años” de vida, formuladas por John Negroponte, cuando era director de Inteligencia Nacional, es un buen momento para reflexionar sobre alcance de la verdad, que finalmente termina por imponerse.
No importa si Castro muere hoy. Es posible que ocurra, como puede pasarle a cualquier ser humano. Lo importante es aprender a no rechazar de antemano las opiniones contrarias, a no tratar de impedir que se conozcan, sólo por el hecho de que nos desagraden. Lo que merece el más fuerte rechazo es el apoyándose en el poder para censurar al contrario.
No se sabe a plenitud lo que le ocurrió a Castro en estos meses. Sí se ha dicho que estuvo grave, al borde de la muerte. Hubo fundamento para creer que su fin era inminente. Pero también para dudar, para analizar la poca información disponible y plantear otras posibilidades. El trata de silenciar las opiniones que se apartan de nuestros deseos es, en el mejor de los casos, una demostración de un pensamiento primitivo e infantil.
Sería bueno que todos en esta ciudad comenzáramos a escuchar voces contrarias, ideas divergentes, opiniones opuestas. Nos evitaría más de una frustración.
Fotografías: Javier Galeano/AP