Desde la llegada de Fidel Castro al poder, el cerdo ha sido la gran ilusión de la mesa del cubano. Una tradición sustenta esta esperanza. La cena navideña se organiza alrededor del lechón asado. La boda campesina es el momento obligado en que el guajiro debe ofrecer a los invitados un puerco en púa.
Los puercos vinieron con Cristóbal Colón —los ejemplares viajaron vivos a bordo de las carabelas— y desde entonces su carne ha sido una comida frecuente, el alimento sin barreras étnicas. Del gusto tanto de los españoles como de los negros y chinos que llegaron después. Nunca ha sido considerado un plato de lujo. Tampoco menospreciado por los ricos. El magazine
Lunes de Revolución lo considera “el lujo del ‘gourmet’ criollo” en su número especial dedicado a Cuba.
Una esperanza que se hace realidad. La escasez de carne vacuna se impone desde comienzos de la Revolución. Las reses son confiscadas, censadas y su sacrificio controlado estrictamente por el régimen. El “delito” de matar una vaca se sanciona con la pena de muerte. Con los cerdos hay mucha mayor lenidad. Se convierten en el refugio a que acuden los cubanos, acostumbrados a un consumo excesivo de carne.
La carne de cerdo es también el gran triunfo de la cocina cubana de Miami. Al igual que en Cuba —donde los productos porcinos juntaron a cubanos, españoles y chinos—, en el exilio su carne une a anglos, latinoamericanos y exiliados.
Detrás de cada
sandwiche y medianoche cubanos hay una metáfora agroindustrial y varias fortunas: los criadores de cerdos de Georgia u otros estados, convertidos en proveedores de La Pequeña Habana; los McDonal’s ofreciendo sandwiches cubanos junto a sus tradicionales hamburguesas. El melting pot transformado en el contenido que encierra una flauta de pan picada en porciones generosas.

También una mezcla de sainete y picaresca. Teatro bufo incomprensible para los estadounidenses. La fotografía, decenas de años atrás, en la portada de The Miami Herald. El hombre sorprendido por el fotógrafo con el cuchillo ensangrentado en la mano. La policía que acude ante las llamadas de los vecinos, alarmados por los chillidos insoportables. El exiliado que lleva meses ahorrando para celebrar una nochebuena como añora desde hace años. La compra del cerdo vivo que luego corre por las habitaciones de la modesta vivienda en la “Saguecera”. El animal despavorido que deja un reguero de sangre, tumba los escasos muebles y trata inútilmente de escapar, porque las puñaladas del hombre no han sido efectivas. Un hermano y una hermana que no hablan en inglés, que tratan de entenderse con los policías que ya han esposado al hombre, que lo encierran en el patrullero y que luego pasará las fiestas navideñas entre rejas. Una ilusión que termina en casera exigiendo a la familia que abandonen la casa, que se pierdan del barrio donde siempre ha sido mirados con reserva.

En Cuba la presencia de esta carne es incluso mayor. Porque también hay una historia de horrores. Antes de 1959, cuando las familias sacrificaban un puerco en sus hogares buscaban un carnicero experto, que produjera la puñalada precisa en el corazón del animal para que muriera inmediatamente y no sufriera. Que los vecinos o los miembros de la familia tuvieran que escuchar los chillidos del agonizante era considerado —en el peor de los casos— una muestra de descortesía, y transformaba a la celebración: el sacrificio jubiloso pasaba a ser un acto de una crueldad innecesaria. Luego fue necesario callar los chillidos. No por piedad ni por consideración a otros, sino por miedo. La muerte del cerdo providencial, que aliviaría la mesa durante semanas y era capaz de brindar manteca para algunos meses, si se administraba correctamente, convertida en un asesinato clandestino.
Cuando durante el llamado “período especial” se intensificó la cría de cerdos en ciudades y pueblos, sus propietarios recurrieron a conductas bárbaras, impelidos por las circunstancias del momento. De entonces son las historias de veterinarios que acudían a las casas para cortar las cuerdas vocales del animal, a fin de que no se escuchara en el barrio. Familias que con frecuencia bañaban a su puerquito con kerosene, y evitaban así que su olor se extendiera a las casas vecinas. Cerdos criados en bañaderas y en lugares aún más estrechos, que al ir creciendo sus cuerpos desarrollaban llagas por el roce de la piel contra las paredes o las tablas que definían el encierro.
En La Habana, una familia se enfrentó al dilema de si sacrificar el lechón que poseían, y aliviar su hambre, o conservarlo hasta Nochebuena, afrontando el riesgo de que muriera o fuera robado antes. Fue también un veterinario, amigo de la familia y en busca de un pedazo de carne, quien resolvió el problema. Una solución cruel, pero también una salida al conflicto entre la necesidad del momento y la ilusión de una cena navideña. Con un bisturí realizó una cuidadosa operación, en la que le amputó un pernil al pobre animal. Este sobrevivió lastimosamente, con una torpe muleta de palo amarrada al cuerpo, hasta que fue sacrificado en diciembre.
Durante una Mesa Redonda, celebrada el 25 de febrero de 2002, el gobernante cubano se refiere al tema. Antes aclara que no le va a dedicar mucho tiempo. “Fidel —dice una carta que lee el propio Fidel Castro— vela por la salud del pueblo, y son tan mal agradecidos que no quieren quitar las casuchas que hay detrás de los edificios con crías de puercos en Ciudad de La Habana”. El mandatario se refiere al problema en televisión, y luego envía una nota al diario Granma, que la publica en su edición del 11 de marzo. Fidel dice más. Dice que “la cría de cerdos en la ciudad es una desvergüenza”.

El hombre que para entonces se había reunido con centenares de jefes de Estado, que obstinadamente resistía a que la vida o sus enemigos lo matasen, que prosiguió y continúa con igual obstinación de sobrevivencia hasta nuestros y fue capaz de un juego político astuto que le aseguró la permanencia en el poder durante casi medio siglo, estaba detenido en el tiempo aquella tarde habanera, analizando el problema de la cría de puercos en la capital del país con la mentalidad de un abuelo pequeño burgués.
Fue benévolo entonces. Explicó al país que a los criadores de cerdos en las viviendas “se les puede dar un tiempo”. Pero también los advirtió: que se “busquen algún amigo por algún lugar para que los críe”. Luego pasó a recordar que la actividad estaba “reñida con la más elemental higiene”. Recordó que la industria turística podría “perjudicarse con una mala imagen de nuestras ciudades”.
Años después, con un país a la espera y un líder que no se recupera, dos boxeadores intentan saltar al profesionalismo en Brasil y terminan devueltos a Cuba. Ya en La Habana, uno de ellos lucha por asimilar las torpezas cometidas y como los millones de dólares prometidos y las ilusiones y la vida que tenía por delante se han reducido a unas pocas acciones y palabras: mira a su puerquito y lo toca, como aferrándose a una última esperanza.
Fotografía superior: varios hombres asan un cerdo en púa en un portal de La Habana Vieja de diciembre de 2007 (Alejandro Ernesto/EFE).
Fotografía derecha: José Bencomo (derecha), sacerdote de la religión afrocubana Yoruba, compra una cabeza de cerdo en una calle de Centro Habana, el 31 de diciembre de 2001 (Niurka Barroso/AFP).
Fotografía izquierda: Vecinos de la calle Aguila en Centro Habana observan como Pedro González (izquierda) y Jacinto Pérez (segundo a la derecha) limpian el 28 de diciembre de 2000 un cerdo que han alimentado durante todo el año para comerlo en la cena familiar de fin de año (Niurka Barroso/AFP).
Fotografía derecha: un hombre carga un pequeño cerdo para la cena familiar de fin de año, cuando pasa frente a una vidriera sobre la cual se encuentra un cartel con el saludo del gobernante Fidel Castro relativo a esta fecha, en Centro Habana, el 28 de diciembre de 2000 (Niurka Barroso/AFP).
Fotografía inferior: el boxeador cubano Guillermo Rigondeaux, deportado por Brasil tras desaparecer durante los Juegos Panamericanos de Río, posa con un cerdo el 8 de agosto de 2007 en su casa en La Habana (Alejandro Ernesto/EFE).