viernes, 21 de marzo de 2008

Sacrificio, corrupción y nacionalidad


Tres aspectos conforman el desarrollo de Cuba, desde la Colonia hasta nuestros días. Una actitud intelectual y antidogmática, que antecede y anuncia los primeros afanes independentistas y siempre se ha propuesto la creación de un país libre de los males que afectan las naciones vecinas. Una capacidad empresarial y pragmática, capaz de sacarle provecho a cualquier situación, la cual ha sabido vadear las situaciones de inestabilidad social e inexorablemente obtiene provecho de ellas. Una vocación emocional terca, dispuesta a la acción, que se guía por principios o prejuicios pero siempre alienta la inmolación y el abandono personal.
A esta última, se deben las páginas más heroicas y los errores más costosos de nuestra historia.
Las tres confluyen en las dos situaciones paradigmáticas, repetidas una y otra vez, que a partir de los años forjadores de la nacionalidad con mayor fuerza caracterizan y encubren los acontecimientos históricos: la corrupción política y económica y el sacrificio individual visto como ideal y ejemplo.
Desde la colonia la corrupción se expresa en dos formas determinantes. Son los ejes sobre los que va a girar el conflicto independentista.
Corrupción económica, dada por la necesidad de explotar una fuerza de labor esclava, que realice la tarea fundamental, sobre la que se fundamenta la vida del país. Al mismo tiempo que la metrópoli hace todo lo posible por mantener a los naturales del país al margen de la escena nacional, éstos participan, como explotadores y explotados, de forma decisiva en la creación de la nación. Corrupción administrativa, derivada del rígido control económico y de una situación de virtual bancarrota.
En última instancia, y a lo largo del proceso pero sobre todo en los años que culminan con la expulsión del gobierno español, la batalla contra la corrupción colonial va a confundirse con los afanes independentistas.
El proceso de independencia cubano no es nunca una lucha contra los españoles, al estilo de las guerras anticoloniales de América Central y del Sur. Más bien se define como un combate por la purificación del país y la abolición de los frenos al desarrollo económico. En la lucha política se ensayan diversos métodos, pero termina por imponerse el sacrificio heroico como único medio para alcanzar ese estado de pureza. Aunque este ideal fracasa en la práctica, queda como aspiración y bandera de lucha. Entre los cimientos de una nación que va elaborándose con los recursos a mano, al igual que en cualquier otra parte, queda una superestructura idealizada.
En los códigos ideológicos, en la retórica política y en el aburrimiento de los textos de historia escolar se impone esta república ilusoria, frustrada para algunos, alcanzada para otros, a medio edificar para la mayoría, con sus héroes y escenas conmovedoras, sustituyendo éstas una realidad mucho más compleja.
Este aparente encantamiento, con la leyenda de patriotas perfectos, mártires de todo tipo y caudillos convertidos en paladines de la libertad y el progreso, encuentra una repetición incansable en libros, artículos periodísticos, programas radiales, series de televisión y alguna que otra película. Nunca aceptado como simple entretenimiento ni como monótono ejercicio escolar, el ideal patriotero aspira, y consigue en muchas ocasiones, formar parte del pan nuestro de cada día. En muchos casos sustituye y limita los verdaderos estudios históricos, suplanta los esfuerzos de alcanzar patrones más elaborados de instrucción a través de los medios y amenaza a los aspirantes a un análisis más adecuado de la realidad nacional, ya sea a través de la ficción o el ensayo. Los logros que contradicen esta tesis no son más que las muestras de una labor tesonera, salvados por los valores de los textos, pero a contrapelo de las esferas gubernamentales de cualquier época y en casi todas las ocasiones del gusto popular.
Esta campaña sistemática, que abarca más de un siglo, hace que la inutilidad del sacrificio no se reconozca aún como un medio inadecuado para lograr la plenitud como nación, sino como frustración republicana, traición revolucionaria o determinismo geopolítico.
Los primeros intelectuales cubanos del siglo XIX alientan la necesidad de un cambio, pero al principio no aprueban la vía armada. Realizan su labor en dos grandes frentes: el análisis social y la enseñanza. Su labor es admirable en ambos. Aspiran a una evolución no a una revolución. Al final, son empujados al independentismo por la incapacidad de renovación de España, pero tendrán que arrastrar su propia culpa: la incapacidad de asimilar en toda su plenitud el papel del negro en la formación de la nación. En su derrota sucumbe también la racionalidad del proceso, en favor de la exaltación emocional.
José Martí es en este sentido el paradigma y la excepción. El luchador como mito; la nación arquetípica que no se realiza.
Frente a la agudeza de los intelectuales del siglo XIX y el heroísmo de los combatientes, los intereses comerciales. Los dueños de grandes plantaciones e ingenios azucareros colocan con acierto sus fondos aquí y allá, impidiendo en la primera contienda que la guerra se extienda al occidente de la isla. Logran también que nunca la zafra azucarera se interrumpa por completo en la segunda.
Las apariencias son buenas para la literatura y el arte, pero no para la historia. La independencia es un largo proceso, en que a la población le toca la peor parte. La guerra se nutre de sacrificios, pero no se gana a cambio de ellos. Sirve para el enriquecimiento de la oligarquía peninsular, por las emisiones de bonos. Es financiada principalmente no por el aporte de los tabaqueros, seducidos por la elocuencia martiana, sino por los grandes intereses azucareros, cuyo principal mercado no se encontraba en España sino en Estados Unidos.
Es una lucha en que las tropas españolas sufren enormes bajas. Pero el logro en diezmar las fuerzas enemigas se alcanza gracias a una singular capacidad que demuestran los generales cubanos. Capacidad cuyo objetivo y alcance mayor no es enfrentar la tropa enemiga, sino rehuirla. Grande el talento mambí de lograr que el agotamiento y las enfermedades acaben o saquen del campo de batalla al contrario. Como siempre, una guerra sucia. Una contienda en que la heroicidad mayor fue conquistar una vulgaridad cotidiana: seguir con vida.
La república no surge de la imaginación martiana, no nace sólo del escritor, sino es en parte consecuencia de su voluntad patriótica. La nación ideal martiana no es más que la mistificación de varios de sus pensamientos, muchos valiosos —otros simplemente bonitos—, que constituyen una obra abierta, hasta ahora víctima de todo tipo de tergiversaciones. Esto no disminuye el valor de documentos como el Manifiesto de Montecristi o los discursos y cartas. Simplemente, a Martí no le dieron tiempo para contribuir a plasmar su ideal en una guía imperecedera y práctica, como es una constitución.
Martí es, en este sentido, el paradigma y la excepción. El líder político que lanza la lucha independentista bajo una plataforma de participación popular, con plena integración de los negros y mulatos. El patriota que logra organizar la insurrección en el exilio y que crea las bases de un cabildeo eficaz en Washington. El escritor que abandona la labor literaria por la lucha armada, para en esos momentos realizar el Diario de Campaña, que es su mejor libro. El guía que concibe la lucha con astucia y sagacidad, y luego se lanza al combate y muere con inocencia torpe; el intelectual que hace estallar el molde de la espera y la lucubración teórica, y emprende una febril labor conspirativa. El héroe que desde su muerte nos entregan todos los días, en forma de molde estrecho, y que en realidad es una figura escurridiza como pocas. El luchador como mito: la nación arquetípica que no se realiza.
Fue la voluntad de Martí, como aglutinador de fuerzas lo más valioso del quehacer político martiano. Su honestidad a toda prueba y su lucha a muerte por impedir que cayera sobre Cuba el peor de los peligros, que no era el “Imperialismo Yanqui”, como se ha tomado de bandera, sino el caudillismo, que conocía era el mal de los países de América Latina independizados muchos años antes. Desgraciadamente, varias balas tempranas detienen la voluntad creadora. Parte de su genialidad fue agrupar en una sola persona al pensador y al hombre de acción. Su grandeza es a la vez su tragedia: Martí muere como soldado, luchando no sólo por la libertad de Cuba, sino para evitar que los militares se apoderen del poder. Lo que los generales y coroneles lograron sólo de forma parcial, un Comandante en Jefe hizo definitivo. Junto a este afán de partero, la audacia innovadora y la temeridad, que van a servir de excusa a los aprovechados.
La corrupción no desaparece cuando desciende la bandera española del Morro. Florece con la segunda intervención estadounidense. Expresa mejor que cualquier otro tipo de injusticia la frustración nacional, que posibilita el surgimiento de las revoluciones del 30 y del 59, y mantiene vivo el ideal ilusorio del sacrificio heroico. Se adapta con nuevos rostros, por encima de la ejemplar constitución del 40. Reina a sus anchas en los gobiernos auténticos y en la dictadura batistiana. Resurge con más fuerza que nunca desde las primeras medidas revolucionarias. Rige actualmente el destino de Cuba. Se traslada a Miami y actúa de chivo expiatorio, para ocultar las formas propias de la corrupción norteamericana, al tiempo que se adapta y enriquece con los nuevos recursos que encuentra a su paso. Es la peor amenaza en el futuro de la isla.
En los años republicanos, la lucha contra la corrupción vuelve a expresarse en pensadores como Enrique José Varona, pero la mayoría de sus abanderados alientan la necesidad de entregar sus vidas. Más allá de los combatientes y terroristas, la justificación de la aniquilación personal, como forma de redención nacional, cristaliza en la figura histriónica de Eduardo Chibás. Su “último aldabonazo” fue un llamado a la conciencia, pero entre sus ecos tocó a la puerta del Palacio Presidencial el general Fulgencio Batista, tirano cruel y dictador a medias.
Entre la salida emocional del disparo de Chibás y la entrada calculada de Batista media la tragedia cubana.
A partir de entonces, los intelectuales se refugian en sus obras, las hazañas heroicas (reales o inventadas) se hacen cotidianas y los intereses económicos caen víctimas de su propio juego. El heroísmo es en muchos casos sólo la salida desesperada ante la mediocridad y la estulticia, pero un gesto condenado a consumirse en su propio esplendor, incapaz de dejar huella duradera en la vida nacional, salvo en el reino de lo anhelado y ausente.
Unas de las tantas falacias que pueden aguardar en el futuro cubano es que a alguien —a una organización o a un grupo— se le ocurra hacer un llamado o una súplica a los escritores, a fin de que conciban un proyecto de república ideal, para que los demás la lleven a cabo. No hablo de intelectuales, en el sentido del término que comprende a profesionales como economistas e ingenieros, sino de seres simples y complejos que se dedican al oficio de la palabra. Otra es que se quiera poner en práctica el ideal martiano, con rigor y torpeza. En el primer caso, se confundiría la labor del escritor con la del político. En el segundo, se pondría en práctica un fundamentalismo arcaico o un oportunismo despiadado. No cabe duda que Martí, incluso en la distancia, sería en parte responsable de ambos males. Quizá ese es el destino inevitable de quien es a la vez nuestro mejor escritor y nuestro héroe nacional.
Con su vida fundamentada sobre el principio de la escasez, tanto económica como sicológica, luego del primero de enero de 1959 el cubano vive presa de la corrupción, que detesta y practica con igual fuerza. De los primeros fusilamientos a la Causa No 1 es justificación y escape, motivo de envidia y rencor. El gobierno de La Habana ha logrado, como ninguno anterior, explotar la dicotomía falsa entre sacrificio y corrupción.
Nunca al cubano se le ha dado la posibilidad de no tener que sacrificarse para no ser corrupto. La historiografía cubana se reduce en la mayoría de los casos a un afán desmedido de relegar las vicisitudes cotidianas como necesarias y carentes de valor. Al mismo tiempo, se exaltan las virtudes del martirologio. La galería de héroes se traduce en un llamado a dejar a un lado la disciplina mediocre, para justificar la indisciplina heroica. Cuba es una isla que vive —siempre ha vivido— bajo un cielo de mártires y héroes, cuya sombra oculta la ineficiencia e injusticia que crea y alimenta la corrupción. Cuando se abandona la mítica del héroe, sólo queda abrazar el cinismo, la amoralidad y el oportunismo.
Luchar contra la corrupción no es sólo un deber moral, sino nuestra razón de supervivencia. Rechazar el sacrificio, como valor social, político y económico, debería ser el principio fundamental de la nueva república, si ésta llega a construirse algún día.
Fotografía primera superior: un cubano labora en una empresa estatal (Javier Galeano/AP).
Fotografía segunda izquierda: un trabajador por cuenta propia repara un neumático (Stringer/AFP/Getty Images).
Fotografía tercera derecha: un cuentapropista vende flores a una anciana en La Habana (Stringer/AFP/Getty Images).
Fotografía cuarta centro: un hombre trabaja en una carnicería en La Habana (Javier Galeano/AP).
Fotografía quinta izquierda: un barbero por cuenta propia en La Habana (Stringer/AFP/Getty Images).
Fotografía sexta derecha: un reparador de radios por cuenta propia trabaja en su taller en La Habana (Stringer/AFP/Getty Images).
Fotografía séptima centro: hombres utilizando machetes abren cocos en el Convento de Santa Clara de Asís, en La Habana (Javier Galeano/AP).
Fotografía octava derecha: una niña juega en la ventana de una casa en el popular barrio de Centro Habana (Alejandro Ernesto/EFE).



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