Los días 17 y 18 de octubre de 1996 el huracán Lili azotó las zonas centrales y occidentales de Cuba. Destruyó 5,000 viviendas y causó extensos daños en áreas de cultivo, líneas eléctricas y de comunicación.
En menos de una semana se produjo una reacción sin precedentes del exilio de Miami: el inicio de una amplia campaña de ayuda que desencadenó una polémica y terminó en frustración y amargura. Pero que también puso sobre el tapete las diferencias entre los miembros de una comunidad que había mantenido el tema de la ayuda a quienes viven en la isla limitado al círculo familiar. A partir de ese momento se convirtió en debate público un hecho que con mayor o menor intensidad ha estado presente desde el paso del huracán Flora en 1963: cada ciclón que pasa por Cuba afecta los vínculos políticos que ésta mantiene con el sur de la Florida y Washington.
Con la llegada de Castro al poder, los huracanes dejaron de ser fenómenos atmosféricos. La retórica militar —repetida una y otra vez para encasillar el paso de la tormenta— evidencia un afán de enfrentamiento opuesto a la sabiduría campesina del ''vara en tierra''agacharse hasta que pasen los fuertes vientos, mientras uno se cubre de la lluvia. Mientras Fidel Castro estuvo de manera visible al frente del país, todo ciclón era un enemigo que si bien no se podía dominar y guiar, al menos había que impedir se convirtiera en protagonista de la historia.
El ex gobernante desplazaba la atención ciudadana: del pronóstico meteorológico y la opinión de los expertos a la palabra del líder. La población debía estar consciente no sólo de que estaba bien informada, sino sentirse además estimulada a depositar su confianza, más allá de los esfuerzos individuales, de los gobiernos locales y el Estado, en la capacidad del máximo dirigente para enfrentar la adversidad, quien permanecía en el puesto de mando como un capitán de navío. En Cuba siempre se ha hecho una gran movilización para reducir en todo lo posible la pérdida de vidas (hay que reconocer la capacidad del gobierno en este sentido), al tiempo que el desastre servía para demostrar la eficiencia del modelo estatal.

Al tocar tierra cubana, un ciclón pasaba a ser un hecho político: una irrupción momentánea que al final se resumía en una reafirmación del poder central. La ayuda internacional —que siempre La Habana ha sustentado el derecho de recibir y rechazar, al igual que hace cualquier gobierno— no podía ser entendida en otros términos, que no fueran la posibilidad de otorgar una ganancia política al régimen.
La caridad y la políticaFueron estas reglas las que los exiliados cubanos trataron de subvertir en 1996. Las consideraciones humanitarias se impusieron sobre las políticas y en poco tiempo se reunieron más de 250,000 libras de alimentos para mandar a Cuba (desde el principio, los organizadores de la campaña excluyeron la posibilidad de enviar dinero). Varias de las principales organizaciones del exilio se unieron al plan de ayuda a los damnificados. La Fundación Nacional Cubano Americana, Hermanos al Rescate, el Movimiento Democracia y el Partido Demócrata Cristiano de Cuba respaldaron las donaciones a través de la Iglesia Católica. Se logró que el gobierno del entonces presidente Bill Clinton autorizara los vuelos directos desde Miami de los aviones cargados de comida, para ser entregados a la organización católica Caritas Cuba. El único requisito impuesto —además de la negativa a mandar dólares— fue que lo recaudado fuera entregado directamente a los cubanos, sin la intervención gubernamental.
Frente a este esfuerzo popular se alzaron las organizaciones de los exiliados de ''línea dura''. Con la Junta Patriótica Cubana al frente, dirigentes de Alpha 66, la Brigada 2506, el Hogar de Tránsito para Refugiados Cubanos y personalidades de la comunidad, junto a los congresistas cubanoamericanos Ileana Ros-Lehtinen y Lincoln Díaz-Balart, se pronunciaron en contra de la campaña de ayuda. Su argumento principal fue la falta de confianza en Castro, la posibilidad de que la comida fuera a parar a las casas de los dirigentes, vendida en las tiendas para extranjeros, destinada al turismo internacional y consumida por los militares.

La ayuda al pueblo cubano a través de Caritas había sido iniciada en 1993, pero ahora Miami estaba dispuesta a poner en práctica un plan popular que utilizaba a la organización de la Iglesia Católica, pero trascendía las fronteras institucionales en un verdadero intercambio de pueblo a pueblo.
Aunque al principio el gobierno cubano dijo que aceptaba con gusto la ayuda proveniente de los cubanos residentes en Estados Unidos y otros países, pronto comenzaron los obstáculos El primer lote sufrió una ''demora temporal'' en La Habana, bajo el pretexto de que algunos productos ''no cumplían las especificaciones''. El desacuerdo radicaba en que algunas cajas de mercancías traían escrito: ''El amor todo lo puede'' y ''Del exilio al pueblo cubano''. Las trabas fueron en aumento, sin que el gobierno cubano mostrara el menor interés en que la comida procedente de Miami llegara a los más necesitados. Más de 30 toneladas de arroz, frijoles y leche esperando almacenadas. La ayuda de esta ciudad fue el primer y mayor envío de alimentos que llegó a La Habana.
Luego de indecisiones y demoras, el 2 de noviembre
Granma publicó un editorial en que dictaminaba que la ''cooperación procedente de Estados Unidos es prácticamente insignificante en relación con los recursos y los enormes esfuerzos que realiza el país para ayudar a los damnificados con sus propios recursos y algunos otros procedentes del exterior''. Agregaba
Granma que la ayuda desde Estados Unidos no se quiso rechazar ''para no lastimar los sentimientos de muchas personas que de buena fe en aquel país hicieron sus modestos, aunque nobles, aportes a esta donación''. El documento también especificaba la devolución a Caritas de los productos con ''consignas políticas y mensajes contrarrevolucionarios''.
Un segundo y último vuelo Miami-La Habana partió a finales de diciembre con unas 76,000 libras de aceite de soya, arroz y harina de maíz sin los mensajes que habían molestado al gobierno cubano y que también fueron criticadas por figuras de la Iglesia Católica. En vez de ser distribuidos en paquetes familiares, los alimentos fueron servidos en comedores de beneficencia y refugios. Parte de la ayuda no aceptada por Cuba terminó siendo enviada a otros países afectados por la tormenta, como Bahamas.
El esfuerzo humanitario se perdió en parte víctima de la manipulación política. En ambas costas del Estrecho de la Florida no se pudo evitar el mezclar la caridad con las posiciones ideológicas. Cuba vio como un obstáculo la práctica usual de identificar la procedencia de los envíos. Por otra parte, los mensajes incluidos en algunas cajas de ayuda fueron más allá de una simple identificación. Figuras de la Iglesia en Cuba y Miami coincidieron en señalar que había sido un error enviar donaciones con ''mensajes políticos'', ''frases provocadoras y hasta ofensivas''.
Esta manipulación casi inmediata de una campaña surgida de un espíritu humanitario fue acompañada de una polémica en que una vez más se demostró la existencia en Miami y La Habana de actitudes similares para lograr objetivos opuestos. Una declaración de diversas organizaciones anticastristas, encabezadas por la Junta Patriótica Cubana, dejó en claro que para sus miembros el ayudar a los damnificados pasaba a un segundo plano frente a las consideraciones políticas. En el documento se calificaba a los envíos como ''el primer paso de un plan o conjura internacional'' para romper el embargo, detrás del cual se encontraría el entonces presidente Clinton y el Vaticano.

La polémica por la ayuda a Cuba tras el paso del huracán Lili demostró que había un grupo numeroso de exiliados dispuesto a solidarizarse con el pueblo cubano más allá de la política, pero también el arraigo de la oposición a este tipo de intercambios. El padre Francisco Santana —uno de los principales promotores de los envíos— denunció a la prensa haber sido víctima de insultos cuando transitaba por las calles de la ciudad. Además, la policía tuvo que acudir en varias ocasiones a la Ermita de la Caridad, uno de los centros de recepción de donaciones, en respuesta a una docena de amenazas telefónicas de bombas en ese templo. En su documento, la Junta patriótica Cubana rechazó cualquier ''vil imputación de que la Iglesia Católica en el estado de la Florida es blanco de insultos y amenazas de atentados por parte de grupos anticastristas''.
No se puede entender el carácter encarnizado que tomó esta polémica en Miami sin considerar dos aspectos básicos. La radio anticastrista se dividió en dos bloques básicos, uno a favor y otro en contra de la ayuda. Una división de este tipo no se había escuchado nunca antes. Fundamental también para apreciar la trascendencia del debate fue que figuras religiosas muy queridas por la comunidad participaron en la campaña de ayuda, lo que no impidió que fueran insultadas por los elementos extremistas. Al igual que ocurrió con el padre Santana, los epítetos e insultos cayeron sobre el obispo auxiliar y guía espiritual de los exiliados católicos, monseñor Agustín Román, y sobre el reverendo Thomas Wenski, quien viajó en el avión que llevó el primer cargamento de alimentos, quien por años venía auxiliando tanto a los exiliados y para esa fecha había extendido su labor de ayuda a los niños enfermos en la isla, con el envío de medicinas a la isla.
En una especie de desagravio tardío, al morir el padre Santana en enero de 2004, recibió muestras de reconocimiento por su labor humanitaria de toda una vida, de parte de la comunidad exiliada y de políticos cubanoamericanos.
Vientos de ventas
El 4 de noviembre de 2001, el ciclón Michelle causó cinco muertes en la isla y dejó cuantiosas pérdidas. Según cifras oficiales, 100,000 casas fueron dañadas y unas 10,000 destruidas. Estados Unidos ofreció ayuda humanitaria, pero La Habana declinó el ofrecimiento. Sin embargo, Castro declaró que Cuba estaba dispuesta ''de forma excepcional, por una sola vez'' a comprar alimentos y medicinas norteamericanas por valor de unos $30 millones, y a pagar al contado.
La venta de productos agrícolas y medicinas a la isla había sido autorizada en julio de 2000, pero había transcurrido un año sin que se realizara una sola transacción comercial. El propio gobernante había declarado que no tenía intención de comprar ''ni una aspirina''.

Tanto Cuba como Estados Unidos se apresuraron a indicar que no había un cambio de política. ''No hay levantamiento del embargo, no hay una nueva era, nuestras preocupaciones respecto a Cuba siguen siendo las mismas'', dijo a la prensa un funcionario norteamericano. ''Es un hecho aislado, no tenemos ninguna razón para verlo como un cambio de política, sino que ocurre en ocasión de un ciclón, y no pasará uno todos los meses por Cuba'', afirmó el vicepresidente Lage, al ser interrogado al respecto en Lima.
Lo que se inició como una compra ocasional creció a un intercambio comercial que se mantiene en nuestros días.
El huracán DennisCada ciclón que pasa por Cuba provoca una reacción diferente por parte de Castro. La situación internacional y dentro de la isla es la que determina la respuesta, no el fenómeno meteorológico en sí.
Lili ocurrió el mismo año del derribo de las avionetas de Hermanos al Rescate, la aprobación de la Ley Helms-Burton y en medio de las negociaciones para el viaje de Juan Pablo II a la isla. Desde la década de los años 60, la Iglesia Católica había pedido el establecimiento de Caritas en la isla, pero el gobierno no la aceptó hasta que la caída de la Unión Soviética, en 1991, produjo una severa crisis económica en la isla. Además de la misión humanitaria, la Iglesia de Miami vio la posibilidad del establecimiento de un puente entre dos feligresías con características específicas. Los pronunciamientos del Vaticano en contra del embargo y la Ley Helms-Burton —y el lógico papel de protagonista que tiene la Iglesia de la isla y no la del exilio, respecto a los asuntos cubanos a los ojos de Roma— fue otro factor, además de los enunciados, que contribuyó a hacer más vehemente el rechazo a cualquier ayuda, por parte del exilio de ''línea dura''.
Por su parte, el gobierno de Fidel Castro reconoció la amenaza que significan toneladas y toneladas de alimentos entrando gratuitamente procedentes de Miami. Se trataba de un momento crítico para la economía cubana, ya que La Habana había solicitado asistencia humanitaria a Naciones Unidas, en un gesto sin precedentes que luego fue interpretado como una salida para “reabastecer sus almacenes” (diplomáticos acreditados en la isla manifestaron a la prensa extranjera sus sospechas de que el gobierno exageraba). Pero el temor estaba fundamentado no sólo en el papel desinteresado del exilio, y su influencia sobre la población del país, sino en la posibilidad de que la Iglesia lograra ampliar sus funciones en una sociedad controlada con vigor por el Estado. Una vez más, el exilio de “línea dura” y Castro contribuyeron de mutua diferencia a impedir la posibilidad de nuevas opciones en la sociedad cubana.
Michelle abrió expectativas diferentes —en un principio mucho más cómodas— para el gobierno cubano: operaciones comerciales con dos objetivos, uno comercial, al adquirir artículos de calidad, a precios competitivos en un mercado cercano, y otro político de minar el embargo desde la perspectiva de los granjeros y legisladores estadounidenses. El éxito en este empeño ha sido limitado: por una parte, con altas y bajas, el intercambio comercial se ha mantenido, aunque han aumentado las restricciones a los envíos y encuentros familiares, y por la otra La Habana no ha podido avanzar en sus esfuerzos por aliviar o echar abajo el embargo. Los factores decisivos al respecto han el presidente George W. Bush, el dominio republicano en el Capitolio durante seis años de su mandato, la eficiente labor de cabildeo del sector llamado de “línea dura” del exilio, así como sus estrechos vínculos con la Casa Blanca y la presencia de varios legisladores cubanoamericanos en Washington.
Gustav y IkeEl ciclón Ernesto fue el primero en muchos años que no tuvo que enfrentar la abatida informativa y la presencia de Fidel Castro. En XX de 2006, los cubanos se enfrentaron al “hecho insólito” de sufrir un ciclón que era simplemente un ciclón. José Rubiera comenzó a verse menos tenso durante las presentaciones en televisión. El jefe del Centro de Pronósticos del Instituto de Meteorología se vio libre de interrupciones y rectificaciones por parte del jefe de Estado. A partir de entonces se pudo comprobar que el gobierno cubano contaba con la capacidad para poner en acción una maquinaria que podía prescindir del líder. Si bien el huracán ha sido fuente de una mitología en la isla, hasta ahora se ha pasado por alto este simbolismo: no hace falta la presencia constante del líder, si la “gran maquina” de conservar el poder funciona. La terminología militar a la hora de enfrentar un ciclón en Cuba es —y ha sido siempre dentro del gobierno castrista— mucho más que retórica. Como acaba de quedar demostrado, y tomando en cuenta la información disponible hasta el momento, el ejercito cuenta con la preparación, organización y recursos para actuar con eficiencia en una situación de crisis. Si bien ahora la atención de los residentes de la isla puede concentrarse libremente en el último pronóstico meteorológico, está en pie la organización militar que en última instancia mantiene la estabilidad del gobierno. Aunque no se reconoce aquí en Miami, y se corre el riesgo de un juicio anticipado, más allá de la Defensa Civil, el desempeño de las fuerzas armadas cubanas durante el paso de estos dos últimos huracanes ha contribuido en gran medida a salvar vidas y acelerar las labores de recuperación.
Vale la pena destacar otros dos aspectos que marcan ligeras pero significativas diferencias en la forma de enfrentar un fenómeno atmosférico de esta naturaleza, por parte del gobierno cubano. Uno es que la retórica de enunciar el paso de un ciclón y sus consecuencias como una prueba de la eficiencia del modelo político continúa a cargo de Fidel Castro, pero en buena medida reducida a los recursos que en la actualidad utiliza para expresarse, “reflexiones” y cartas. El otro es que por primera vez en años la prensa cubana destaca un papel individual y una solidaridad humana, del familiar, amigo o vecino que brinda refugio a otros, que trasciende las funciones estatales y la militancia política. Es cierto que la magnitud del último desastre ha requerido la colaboración ciudadana a un nivel mucho más doméstico, pero en general en Cuba, por definición ideológica, el Estado estaba supuesto no sólo a asumir esa labor, sino también a cargar con la responsabilidad y la gloria: un vecino no ayudaba a otro vecino, sino un compañero revolucionario a otro compañero revolucionario.
Está por verse si dentro de esta línea de continuidad y pequeñas diferencias cabe, por parte del gobierno cubano, la posibilidad de aceptar una mayor participación a grupos e instituciones que sin desempeñar una función política directa cumplen una labor social que hasta el momento el Estado ha monopolizado. Creo que en buena medida la difícil situación por la que atraviesa la isla obligará a cierta flexibilidad, pero que también existe un espíritu más pragmático al frente del gobierno, que facilitará este cambio. Esto, por supuesto, no significa un cambio de posición, respecto a aceptar que el exilio de Miami —al menos como se le entiende aquí y allá— juegue un papel en las condiciones existentes en Cuba, que permita modificarlas en alguna media, y muchos menos un intento de acercamiento con un gobierno norteamericano que está en la recta final de su mandato.
Por otra parte, la comunidad exiliada tiene la posibilidad de intentar —una vez más— un avance en el establecimiento de vínculos no definidos por las diferencias políticas y el afán de influencia mutua, sino de colaboración ciudadana. Quiere esto decir que vale la pena intentar recobrar el espíritu que en buena medida imperó durante la campaña de ayuda llevada a cabo en 1996, tras el paso del huracán Lili. El riesgo de una nueva frustración es grande, la esperanza también.
Fotografía superior: una mujer frente a un espejo roto hoy, 11 de septiembre de 2008, en el poblado de Paso Real de San Diego, en la provincia de Pinar del Río, que fue desvastada hace dos días por el paso del huracán Ike (Rolando Pujol/EFE).
Fotografía izquierda superior: una anciana permanece hoy, 11 de septiembre de 2008, en su casa sin techo en el poblado de Paso Real de San Diego, en la provincia de Pinar del Río , que fue desvastada hace dos días por el paso del huracán Ike (Rolando Pujol/EFE).
Fotografía derecha superior: un policía custodia el acceso a un edificio derrumbado hoy, 11 de septiembre de 2008, en La Habana, luego del paso del huracán Ike hace dos días por el occidente del país (Alejandro Ernesto/EFE).
Fotografía izquierda inferior: autoridades locales inspeccionan un edificio derrumbado hoy, 11 de septiembre de 2008, en La Habana, luego del paso del huracán Ike hace dos días por el occidente del país (Alejandro Ernesto/EFE).
Fotografía derecha inferior: un obrero trabaja en una línea de alta tensión para restablecer el fluido eléctrico hoy, 11 de septiembre de 2008, en La Habana, en una zona que permanece sin electricidad luego del paso del huracán Ike hace dos días por el occidente del país Alejandro Ernesto/EFE).