La situación en Irak es un problema que debe enfrentar Estados Unidos como nación. No es una responsabilidad sólo del partido en el poder y mucho menos del presidente. En la democracia los gobiernos se suceden, se modifican las leyes y la sociedad cambia de rumbo, pero sin echar a un lado sus fundamentos.
Con lenguaje sencillo y rostro simpático, durante casi ocho años el presidente George W. Bush trató de esconder el fanatismo que lo impulsaba, al tiempo que recurría a la demagogia para justificar sus acciones. Bush llevó a esta país a una guerra apoyado en el argumento de que Sadam Husein poseía armas de exterminio masivo. Estas nunca aparecieron. Han muerto más soldados norteamericanos luego de la caída del dictador iraquí que en los combates para derrocarlo. No se encontró nunca un vínculo entre Husein y Al Qaeda. El régimen secular de éste no propiciaba el fundamentalismo islámico. Todo lo contrario, lo reprimía. La mayoría de los que participaron en los atentados terroristas eran sauditas. No había un solo iraquí.
Las raíces del terrorismo hay que buscarlas, por una parte, en las ciudades de Occidente. En los núcleos de inmigrantes, quienes enfrentan la discriminación y la pobreza al tiempo que ciertos líderes religiosos le alimentan los odios y les inculcan una fe ciega con la que enfrentar la pérdida de valores y superar la crisis de identidad. También en los países que amparan y nutren a los grupos de fanáticos, como Arabia Saudí, Pakistán, Irán y el Afganistán del régimen talibán. Son hechos, datos, cifras.
El presidente norteamericano cometió un error al desviar la lucha contra los terroristas hacia una guerra que terminó convertida en un despilfarro de millones de dólares y un sacrificio inútil de miles de vidas. No se trata de amparar a Husein. Pero la forma en que se logró la caída de su dictadura fue un empeño personal. No una necesidad nacional.
Contra estos hechos se alzó la demagogia. Resultó efectiva en la misma medida que el irracionalismo cobraba fuerza. No hay recurso más fácil que alimentar el miedo. Por años Bush repitió el argumento de que gracias a su mandato todos los países sabían que Estados Unidos apoyaba sus palabras con acciones. Pero esta determinación no impidió el valorar si las acciones eran las adecuadas. Al final los hechos, no las palabras, ni siquiera los análisis, demostraron —muchas veces mediante el caos, la violencia y la miseria— que las decisiones de la Casa Blanca eran erróneas, en el terreno nacional e internacional, en lo político y lo económico. No se trata de que el resto del mundo tema a esta nación. Hay que buscar la cooperación, no el sometimiento. Es imposible someter al mundo entero a los designios de Washington. Así lo indica el sentido común. Y sólo los fanáticos no toman en cuenta el sentido común.
Ningún gobernante está libre de equivocarse. El problema es cuando no lo reconoce. En las limitadas conferencias de prensa que ha ofrecido durante sus dos períodos presidenciales, las respuestas de Bush se limitaron a esquivar la realidad y hablar en términos generales. Apelar a ciertos valores fundamentales —la libertad, por ejemplo— y así apartar su discurso del aquí y ahora, moverlo libremente en el reino de lo ideal. A lo largo de su primer término y los primeros años del segundo, Bush se vistió con el ropaje del cruzado, pero no era más que un disfraz para ocultar errores.
Como el más fiel de los seguidores, aunque a diario proclame su independencia, el senador John McCain es un abanderado del mismo estilo político e igual rechazo a enfrentar la realidad del país. Al presentarse una y otra vez como un héroe guerrero —un mérito que no ha sido disputado por la campaña demócrata ni en general por los electores, pero que merece ser colocado en su justa dimensión—, McCain ha mirado al pasado para no darle la cara al presente. Por desconocimiento y falta de voluntad, se mantuvo renuente hasta hace pocos días a entrar de lleno en el debate económico. Cuando no le quedó más remedio que enfrentar el problema, su discurso se ha limitado a la conocida receta republicana de bajar los impuestos y a lanzar durante el último debate una idea vaga —mal presentada por el candidato y no desarrollada por su campaña— de ofrecer otro plan de rescate multimillonario, mediante la compra de hipotecas para salvar las viviendas en peligro de los contribuyentes. Aparte de que de pronto los republicanos han descubierto la máquina impresora de dólares —que parece andaba perdida en algún sótano de la actual administración— y amenazan con inundar al país con billetes sin valor y hundir a varias generaciones en una deuda enorme, poca esperanza brinda a los norteamericanos este plan inverosímil.
No se puede mirar hacia otro lado frente a la realidad. Aferrarse a un esquema preconcebido llevó a esta administración a justificar una guerra contra Irak, permitir el enriquecimiento sin límites de los ejecutivos de las grandes corporaciones financieras, echar por el suelo las regulaciones bancarias y sentar las bases que trajeron como consecuencia la crisis en los mercados bursátiles de todo el mundo, así como propiciar el alza sin freno de los precios del petróleo, que sólo han comenzado a bajar cuando el mundo está al borde de una depresión —si es que no se desliza ya por ese abismo— y esta nación a pocos días de unas elecciones decisivas. Sin embargo, el daño producido por el elevado precio del crudo, que ha disparado los precios de la mayoría de los artículos y servicios, se sigue sintiendo en los bolsillos del norteamericano promedio.
“Los expertos son peligrosísimos”, dijo en una ocasión, el 14 de abril de 2004, el legislador Mario Díaz-Balart en Radio Mambí. Este rechazo a la inteligencia y el saber caracteriza plenamente a un sector del Partido Republicano. Esa burla a la cultura —en su sentido más amplio— y el conocimiento forma parte del discurso diario de la populista gobernadora de Alaska, la estrella en ascenso de un partido que ha tenido que refugiarse en la demagogia de la peluquería y el alarde de la lata de cerveza. El conocimiento no es un peligro. El fanatismo, la incapacidad y la ignorancia sí.
Fotografía: una multitud saluda al candidato presidencial republicano, senador John McCain, y a su esposa Cindy, quienes descienden de su avión (Straight Talk Airline) para un mítin político en Mosinee, Wisconsin, el 9 de octubre de 2008 (Jim Watson/AFP/Getty Images).
3 comentarios:
Una duda,sera esa la democracia que desean para Cuba?
Y porque Obama quiere pasar tropas para Afganistan si ya desea la sim patica OTAN ponerse a hablar con los Taliban?
Y como tu colocas en su justa dimension el heroismo de McCain?
Yo creo que para heroes, algunos de la 2nda Guera Mundial. De ahi pacá...
Publicar un comentario