
La posible desaparición de los periódicos impresos, un asunto que se debate cada vez con mayor preocupación en todo el mundo, es un tema al que la revista The New Yorker viene enfatizando desde hace algún tiempo. En su sitio en internet, hay algunas opiniones y sugerencias interesantes, que no aparecen recogidas en la edición en papel del semanario.
Creo que en gran parte en el origen de este problema no está una crisis del periodismo sino todo lo contrario. La cantidad de información periodística que se lee a diario es mayor que nunca. Sólo que por una parte ha cambiado la forma en que esta se lee y se ha afianzado el criterio de adquirir de forma gratuita, en ambos casos a consecuencia de la internet. Por la otra, las que sí están en crisis son las organizaciones periodísticas, dominadas en la actualidad por contadores públicos, acciones y ejecutivos que durante años, y con una mentalidad no superior a la de los vendedores de baratijas, hicieron lo posible por sacar más invirtiendo menos, mientras diversificaban sus ganancias —en los mejores momentos bastantes elevadas— en sectores por completo ajenos al ramo.
Sin embargo, de nada vale proclamar que el oficio no ha perdido valor cuando es imposible evitar que los dinosaurios nos arrastren en su caída. Más allá de historias aisladas de éxitos en determinados portales de internet y blog, no sólo está en peligro la función social de la prensa, como órgano de vigilancia y denuncia, sino también la existencia de reportajes e investigaciones de fondo, que en muchos casos sirven precisamente para sacar a la luz violaciones de derechos, casos de corrupción y situaciones críticas, pero otros tienen el objetivo fundamental de aumentar nuestro conocimiento.
El problema es—y lo sabemos todos— que en este tipo de labor la relación costo/ganancia no está a la altura de las exigencias del mercado, no importa si catalogar éstas hablamos de eficiencia, productividad o avaricia, al menos en términos de resultados inmediatos. Es una de las consecuencias de vivir en una sociedad de cara única y exclusivamente al presente: lo que no rinde frutos de inmediato se desecha, como si solamente nos alimentáramos de helado, que si no se come en poco tiempo se derrite.
Lo que tampoco hay que dudar es que esa caída, cada vez más inminente, de las grandes organizaciones periodísticas, afectará a todos. No importa si se encuentra un nicho, de nada vale refugiarse en un programa radial, un sitio en internet, incluso un blog que por puro milagro se convirtiera en rentable: la calidad del producto que se ofrece se verá fuertemente disminuida cuando no se pueda ir a buscar información a los grandes medios de prensa, para analizar, copiarla o simplemente señalar su existencia.
Es por ello que el tema del apoyo del Estado a los medios de información está adquiriendo una intensidad que algunos años atrás nadie se hubiera atrevido a predecir. Considerado algo tabú en las democracias liberales, particularmente en Estados Unidos, ahora algunos estados de esta nación han comenzado a hablar del asunto. Y en Europa aún con mayor fuerza. Ya en Francia está planteado conceder un paquete de ayuda económica a la prensa.
En Estados Unidos se habla además de otra fuente de ayuda, que no estatal sino mediante la creación de corporaciones lucrativas, con fondos millonarios, logrados mediante donaciones, operados para contribuir al financiamiento de determinados periódicos. Y de esto es lo que trata un comentario colocado en The New Yorker.
La idea en principio no es mala, pero indudablemente abre un camino que algún momento llevará a un enfoque que tenga que lidiar con los vínculos y dependencias adquiridos a través de las fuentes de financiamiento. Un periódico, por ejemplo, ya no podrá decir, con igual tranquilidad, que se debe sólo a sus lectores. Como se señala en The New Yorker, en un futuro no muy lejano veremos dos tipos de periódicos no lucrativos. Unos que han asumido este carácter de forma deliberada y otros que lo son porque no les queda más remedio.
Por supuesto que hay algunos puntos fundamentales que no pueden eludirse, o de lo contrario la discusión se puede tornar hipócrita. En la actualidad es ilusoria la afirmación de que determinado periódico se debe sólo a sus lectores, cuando hay una junta de accionistas que determina el tipo de ejecutivos que coloca al frente de la empresa. El modelo reducido a un propietario o familia propietaria (más o menos ignorante, siempre rico) que batalla o apoya a un director de periódico, encargado de trazar el difícil y justo equilibrio entre la ganancia, la integridad, la denuncia y la información valiosa es ahora sólo parte de la trama de las viejas películas que se ven después de medianoche por televisión.
Tampoco se pueden equiparar el Estado con las instituciones no lucrativas, que particularmente en Estados Unidos forman parte de esa famosa sociedad civil, encargada de funciones y objetivos que en otros países son cumplimentados en gran parte por organizaciones estatales.
Lo fundamental radica en que no es tanto la fuente del dinero como la transparencia en su uso lo que debe definir la independencia de un medio de prensa. Y en este sentido, las universidades norteamericanas tienen normas muy estrictas, que en la mayoría de los casos constituyen un paradigma a tener en cuenta: la libertad académica.
No hay duda que la tendencia actual —sin freno hasta el momento— representa un mayor peligro para la prensa que cualquier plan de ayuda, ya sea por parte del Estado o de organizaciones no lucrativas privadas. Desde los grandes periódicos para abajo, el recurso más socorrido en este país ha sido y sigue siendo el cerrar las oficinas en el extranjero, reducir el número de corresponsales y colaboradores en otros países, cortar páginas y secciones, suprimir servicios cablegráficos y de fotografías y despedir editores, redactores e investigadores. Este círculo vicioso sólo contribuye a que en general los periódicos sean cada vez más malos, se compren menos y se produzcan menos reportajes investigativos, para beneficio de políticos y empresarios corruptos.
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