Mientras el anticastrismo tradicional de Miami ve al populismo de izquierda latinoamericano como uno de sus peores enemigos, saluda entusiasmado a cualquier movimiento en Europa, con iguales características de movilización popular, pero de ideología derechista.
Esta inversión de tácticas y consignas hace que en Miami se apoyen las concentraciones del Partido Popular en Madrid y se alabe a Silvio Berlusconi, al igual que en su momento se expresara admiración por el gobierno de los hermanos Kaczynski en Polonia y se saludara con entusiasmo el triunfo electoral francés de Sarkozy. Eso para no remontarse a décadas atrás, cuando igualmente se mostraba entusiasmo por las dictaduras militares latinoamericanas.
El bolchevismo derechista europeo encontró su aliado natural en el trotskismo neocon norteamericano —que llevó la invasión de Irak— y ambos fueron vistos en esta ciudad como avanzadas de un futuro, cuando en realidad no eran más que movimientos políticos, que se imponen o cesan de acuerdo al cambio democrático.
Sólo que aquí los vaivenes políticos se ven desde una óptica más tremendista, acorde a una visión que es en esencia totalitaria y que necesita de la presencia de un ''hombre fuerte'' para manifestarse. Y ese es precisamente uno de los problemas que enfrenta el exilio más derechista de Miami: la falta de un caudillo.
Por supuesto que la otra cara del espejo está representada por la izquierda tradicional, que igualmente postula como Socialismo del Siglo XXI lo que no es más que una añoranza de un modelo estatal caduco.
Precisamente lo que tienen en común los populismos de signos ideológicos opuestos es su carácter reaccionario, que se disfraza de una acción revolucionaria para intentar un retroceso. Pero en Miami se toma partido por el populismo de derecha, no sólo sin criticar a ambos, sino también con una ilusión acorde al viejo deseo de imaginar el futuro de Cuba como una vuelta al pasado.
Claro que el resto del mundo sigue por otra vía, y cada vez aumenta más la distancia entre un sector del exilio de Miami y la realidad internacional.
El anuncio de que posiblemente la Unión Europea abandone la llamada ''posición común'' es un nuevo golpe para quienes no entienden o no quieren ver que se impone un nuevo enfoque sobre el caso cubano.
El momento de mayor acercamiento de las estrategias europeas y norteamericanas para lidiar con La Habana ocurrió en diciembre de 1996, cuando promovida por el gobierno español de José María Aznar se adoptó la ''posición común'', que La Habana considera un ''obstáculo fundamental'' para el avance de las relaciones.
Si se recorren las fechas de los hechos, queda claro que dicha ''posición común'' fue en cierta medida la excusa perfecta que el gobierno de Bill Clinton buscaba para no poner en vigor el ahora famoso acápite o capítulo III de la ley Helms-Burton, que permite a los norteamericanos demandar a las firmas extranjeras cuyos negocios con Cuba implican alguna forma de participación de propiedades o empresas confiscadas por el gobierno de la isla, desde un inmueble hasta una fábrica.
Este vínculo entre una ley norteamericana y una medida de la Unión Europea (UE) no se menciona o se ha olvidado en esta ciudad, donde por lo general las acciones políticas que llevan a cabo las naciones se reducen a un juicio fundamentado en la simpatía o el rechazo hacia los gobernantes de los países respectivos.
Así Aznar es considerado casi como un héroe de la reconquista española, mientras no se menciona que siempre ha estado opuesto al embargo norteamericano contra Cuba. Zapatero es por lo menos hijo de Satanás y Obama un comunista que quiere destruir Estados Unidos. Por su parte, el ex presidente Clinton recibe una y otra vez las peores valoraciones, y nadie recuerda que su gobierno desempeñó un papel en lograr que la UE adoptara esa ''posición común'' que ahora algunos lamentan pudiera desaparecer.
Durante los últimos tres años, han estado debatiéndose dos tendencias, una que busca una vuelta a la tradicional política europea hacia Cuba y otra más cercana a la postura norteamericana, que hasta hace unos meses estuvo representada por el gobierno de George W. Bush. No resultaba extraño que las naciones europeas más alineadas con Washington apoyaran el mantenimiento del status quo. En igual sentido, es claro que con el cambio de gobierno en Estados Unidos cabe esperar que su posición se haya debilitado. Son estos factores los determinantes en el hecho de que ahora se valore un paso más allá en la política de acercamiento. Por supuesto que se le otorga una importancia mucho menor —o no se toma en cuenta— la situación de los derechos humanos, que ha mejorado muy poco.
Lo que ocurre es que tanto el asumir el principio de condicionar la colaboración con la isla a un avance de la democracia, como la posterior imposición de sanciones tras la ola represiva de la ''Primavera Negra'' de 2003 han resultado poco efectivas, al tiempo que en la formación de la estrategia intervinieron tanto consideraciones comerciales y económicas como la voluntad en favor del respeto de los derechos humanos en la isla. Se puede argumentar que la actitud de la UE ha tenido una buena carga de hipocresía, a lo que la respuesta más evidente —y también quizá más cínica— es que ello no resulta nuevo en Europa, para bien y para mal de las naciones del continente.
Lo peor, para ese exilio tradicional de Miami, es que malgasta sus limitadas energías en un ejercicio constante de lamentaciones y resentimientos, cuando en realidad lo que debería hacer, para su beneficio, es enfrentar su principal problema: la dependencia excesiva en factores externos para lograr sus objetivos.
Tanto Europa como Estados Unidos tienen puntos de contacto y diferencia en sus posiciones hacia La Habana. En los dos casos, el comercio, mayor o menor, se mantiene más allá de las diferencias políticas. Por supuesto que no es similar la participación española en la economía cubana a la norteamericana. Pero en ambas naciones, los intereses empresariales se han impuesto sobre los políticos.
De forma limitada, también instituciones norteamericanas mantienen vínculos con la isla. Es cierto que en todos las instancias —desde ventas agrícolas hasta encuentros religiosos—, el gobierno cubano ha intentado politizar los eventos. Pero esto no debe extrañar a nadie: es parte de la naturaleza del sistema.
En igual sentido, un sector del exilio de Miami ha tratado de imitar el modelo cubano, y politizar tanto un intercambio de ajedrecistas como una visita de legisladores: cortar cualquier tipo de vínculo, desde el diplomático hasta el cultural. Tuvieron éxito en los años de Bush, pero la corriente política, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, no les resulta favorable
Lo que resulta muy difícil es dejarse guiar por un enfoque populista y al mismo tiempo carecer de líder. Y eso es lo que le ocurre al llamado ''exilio de línea dura'' de Miami. No tiene capacidad de movilización. Tras la derrota en las urnas de su candidato presidencial, su nivel de influencia ha quedado limitado a los legisladores cubanoamericanos de ambos partidos y la labor de sus cabilderos. Pese a mantener una capacidad relativamente fuerte para presionar en ambas cámaras del Congreso, si se compara con otras minorías nacionales, la realidad es que cada vez resulta más claro que se diluye el poder de un grupo de exiliados para imponer sus criterios. Protestas con media docena de ancianos, organizaciones millonarias que de pronto quedan sin fondos otorgados por el gobierno norteamericano, disidentes a los que la radio de Miami cierra los micrófonos, son simplemente algunas de la muestras de su decadencia.
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