lunes, 1 de junio de 2009

La banalidad en el altar



Es un sacerdote joven, pero el sainete de Alberto Cutié tiene algunos de los condimentos de la novela costumbrista del siglo XIX, aunque sin valor literario. Oír de forma inevitable la vida sentimental de un cura de barrio siempre tiene una pátina rancia.
Lástima que en los últimos 50 años se ha retrocedido en los valores y el pensamiento. Las normas del espectáculo más pueril rigen incluso en el destino de las órdenes religiosas. Las distintas iglesias compiten en atraer feligreses, como cualquier marca de jabón en ganar clientes, y a un mentiroso se le escucha más que a cualquier persona sensata.
En el caso de Cutié, la Iglesia Católica actuó de forma pusilánime hasta que este decidió abandonarla. No se entiende que una institución tan sólida —y hablo de la organización social, no de las creencias que representa— demorara tanto una respuesta. Porque lo que ha hecho quien sigue considerándose sacerdote es poner en ridículo el orden administrativo al que pertenecía y al cual había jurado fidelidad.
Resulta inconcebible que un organismo social cuyos fundamentos son no solo la supuesta salvación de las almas —algo que en última instancia descansa en el grado de certeza o ingenuidad que cada cual tenga al respecto— sino los valores morales, haya actuado más que con cautela de una forma cobarde. Porque en cualquier trabajo —un empleado que violara los principios de la empresa como ha hecho el sacerdote— habría sido despedido de inmediato.
Poco importa que Cutié esté enamorado y piense casarse. En la mayoría de los casos, esto cae en el terreno personal. Aquí no y por dos razones. La primera es que es un sacerdote. La segunda —y que ha resultado decisiva en todo momento— es que se trata también de un ejemplo que cae dentro de  esa especie que puede catalogarse de invento moderno: el cura se había convertido en una “estrella” de los medios de comunicación masiva.
Que una institución de siglos ampare y cultive el que algunos de sus miembros entren en el grupo selecto de quienes no hacen noticia desde el púlpito o la doctrina, sino son noticia de la calle y la escena (otro tipo de noticias: tontas, vacías, atractivas) no es un índice de modernidad, más bien de decadencia.
Como sacerdote, Cutié ha resultado un engaño. Desde que decidió entablar una relación sentimental debió renunciar al sacerdocio. A partir del mismo momento en que inició su amorío, empezó también a reírse de sus feligreses, a burlar los dogmas que forman parte de su oficio, a no creer lo que predicaba y escribía.
Creo que quien se confesó, comulgó y asistió a una misa de Cutié no puede sentirse de otra forma que ultrajado, a menos de que sus creencias sean tan endebles como las de este. Porque lo que el sacerdote católico ha hecho al presidir cualquier ceremonia religiosa —mientras luego se escapaba a sus encuentros amorosos— es rebajar el sacrificio de la misa a diversión dominical, ocasión para el encuentro entre amigos, momento oportuno para el estreno de un vestido nuevo.
Sin embargo, como estrella mediática Cutié ha actuado con sagacidad y entusiasmo, propiciando entrevistas con los medios de prensa —especialmente la televisión— de forma escalonada y en ambos idiomas, encamisando el “elemento humano” de la historia: respondiendo a las preguntas de entrevistadores complacientes, más interesados en la audiencia de sus programas que en poner en claro la farsa que ha escenificado un hombre que dividía su tiempo en escuchar pecados ajenos y cometer los suyos.
Con fotografías y detalles, el escándalo del Padre Alberto estalló al igual que cualquier otro de la farándula, con la única diferencia de una sotana de por medio. En este sentido al menos, ha tenido poco que envidiarle (de este pecado está a salvo) a cantantes y estrellas de cine.
Lo que debe llamar la atención es que la Iglesia Católica permitiera que la popularidad del Padre Alberto lograra imponerse por encima del sacerdocio. Una institución plagada de escándalos sexuales por abusos de menores, que en países como Irlanda ha llegado incluso a ocultar el valor de sus riquezas para no pagar las compensaciones económicas adecuadas, ha actuado con hipocresía. Una vez más.
Es cierto que en los últimos años la competencia en el campo de la salvación y el consuelo espiritual se ha intensificado, tanto en este país como en el resto del mundo. Primero fueron las cruzadas de salvación, con los desmayos del participante y los paralíticos soltando la muleta y el bastón. Luego los evangelistas radiales y de televisión, que han multiplicado canales y estaciones hasta en los más remotos parajes, compitiendo en misión redentora. Después las líneas telefónicas síquicas, que por un tiempo tomaron por asalto los programas de televisión después de la medianoche.
El hombre ha inventado mil formas de paliar la condena de poseer una conciencia y al mismo tiempo estar inmerso en el enorme caos de un mundo regido por el azar. No por gusto la fe católica, derivada del judaísmo, creó la confesión siglos antes de que un judío concibiera el sicoanálisis y también otro judío declarara que “la religión es el opio de los pueblos”, una frase que en su contexto adecuado se refiere principalmente a las propiedades analgésicas del opio y no solo a su capacidad de producir letargo y dependencia.
Ernest Hemingway tiene un cuento en que el protagonista enuncia varios de los mejores opios de los pueblos, entre los cuales está la televisión, para terminar preguntándose qué hay de malo en ellos, mientras escucha La Cucaracha, el corrido de la revolución mexicana. Señala entonces que una revolución es algo peor que el opio: es la catarsis, el éxtasis que sólo puede prolongarse mediante la tiranía.
Que en buena medida la audiencia del Padre Alberto esté formada por quienes están de vuelta de una revolución ayuda a explicar esa capacidad para el perdón y el olvido; ese aceptar fácilmente que una figura simpática ayude a entretenerlos todos los domingos.
Esta es mi columna semanal, que aparece en la edición del lunes de El Nuevo Herald.
Fotografía: Alberto Cutié durante su primer sermón en la Iglesia Episcopal de la Resurreción en Miami, el 31 de mayo de 2009 (C.M.Guerrero, Pool/AP).

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