Phillip Peters, vicepresidente del Lexington Institute, escribe sobre la distancia que existe entre el análisis de los problemas económicos, bajo el gobierno de Raúl Castro, y las soluciones que se intentan poner en práctica. Pese a la brevedad del trabajo, que merece no sólo un análisis mayor sino todo un seminario al respeto, el análisis de Peters sirve como preámbulo para enfocar los varios problemas por los que en la actualidad atraviesa la isla.
El primer hecho que nos pone por delante el texto en que ya han transcurrido casi tres años desde que el actual mandatario está al frente del gobierno cubano, en lo que a la administración de los asuntos cotidianos se refiere. Primero de forma interina, a partir de julio de 2006, y luego de manera oficial, desde febrero de 2008. No es poco tiempo, si se considera que un período de gobierno norteamericano se extiende por cuatro años, y por lo tanto es plausible y necesario analizar los logros y deficiencias del gobierno de Raúl Castro.
En este sentido, cabe señalar dos bloques, que por una parte definen la distancia entre las aspiraciones y realidades del gobierno raulista y por la otra las diferencias entre la situación en que vivían los cubanos antes de la llegada del menor de los Castro al poder y el momento actual.
En el primer caso, hay un marcado contraste entre un diagnóstico claro —con frecuencia “brutal”, dice Peters— y las soluciones tardías y a medias llevadas a cabo por el actual gobierno cubano. En este sentido, un notable paso de avance es el hecho de que la prensa oficial ha avanzado, de la simple complacencia y el ocultar la realidad, a la publicación de reportajes y artículos que presentan los problemas actuales del país. Si bien aún puede reprocharse a esta prensa la no presentación de la totalidad de los problemas existentes en el país —algo que, por otra parte, puede decirse también de la existente en otras partes del mundo— no por ello se debe negar que ésta ha comenzado a desarrollar su verdadera función de divulgación y crítica de los problemas nacionales. En otras palabras, en la actualidad la prensa cubana, en especial el periódico Juventud Rebelde, permite conocer mejor la realidad del país que lo que se le reconoce en Miami, donde se publican sin el menor recato los cables de los corresponsales extranjeros que en muchos casos son un simple refrito de lo aparecido en las páginas del diario, mientras se sigue repitiendo que el periodismo que se hace en la isla se limita a una sarta de omisiones, tergiversaciones y mentiras. Este cerrar los ojos ante la realidad cubana es parte de la atmósfera dominante en el sur de la Florida, donde el mirar hacia otro lado impide en muchas ocasiones conocer, al menos de forma superficial, lo que ocurre en la isla, al tiempo que limita el aprovechamiento de los recursos disponibles para el análisis.
Sin embargo, este reconocimiento al planteamiento real de los problemas, por parte de algunos órganos de la prensa oficial cubana, debe ir también acompañado del señalamiento de que por lo general éstos omiten o no enfatizan el corto alcance de las soluciones adoptadas hasta el momento. Es decir, que no basta el planteamiento del problema cuando no se dice también lo poco que se hace para resolverlo. En este sentido, el recordatorio puntual de los tres años transcurridos, hecho por Peters, es de una importancia fundamental.
El segundo aspecto, y que hasta cierto punto —por el espacio dedicado dentro del texto— es secundario en el trabajo del Lexington Institute, tiene una importancia fundamental, en lo que se refiere a la percepción que en estos momentos pueden tener quienes viven en Cuba: pese a una serie de pequeñas reformas, la situación real es y se está tornando mucho peor que antes de la llegada de Raúl al poder: menos productos agrícolas, la amenaza de la vuelta de los “apagones”, precios más elevados, menores ingresos del Estado y un déficit comercial cada vez más elevado, que repercute negativamente en el nivel de vida de la población en general. Es cierto que la dura temporada de huracanes del año pasado en buena medida responsable de este hecho, pero la incapacidad del gobierno para lograr un avance en este sentido pesa tanto como los ciclones.
En este sentido, es oportuno el señalamiento de Peters, de que el fin de una serie de restricciones, consideradas excesivas por el propio presidente Raúl Castro, han significado apenas la posibilidad de adquisición de una serie de artículos y productos que la mayoría de los cubanos no cuenta con el nivel adquisitivo necesario para comprar. Si a esto se une que en buena medida la prensa mundial, en su momento, dedicó una cobertura hasta cierto punto exagerada al hecho, también aquí se manifiesta la distancia que existe entre la realidad que a diario se vive en la isla y la percepción que se mantiene en el exterior. De mantenerse esta distancia, no hay que dudar de más de una sorpresa que nos depare el futuro.
Dos son los aspectos básicos, que constituyen la diferencia más marcada entre el relativamente breve gobierno de Raúl Castro y los largos años bajo el mando de su hermano mayor.
Uno tiene implicaciones ideológicas, refleja una concepción opuesta sobre el individuo y sus valores, y encierra incluso una cuestión filosófica. Donde Fidel Castro veía supuestas limitaciones individuales, una ausencia de cualidades revolucionarias y un afán natural hacia la avaricia y el enriquecimiento que el Estado debe reprimir, Raúl Castro ve una condición humana, un mecanismo y una forma de motivación que la sociedad debe aprovechar para su desarrollo: una paga sin restricciones, la posibilidad de tener más de un empleo y la existencia de estímulos económicos que permitan la utilización del dinero como motor impulsor de una mayor productividad. En este sentido, Raúl Castro no sólo apoya lo postulado por Marx en la Crítica del Programa de Gotha sino la célebre frase de Bujarin a los campesinos rusos: ¡Enriqueceos! Más acorde con un socialismo de transición (ya a estas alturas, esta transición parece perenne) que al pensamiento semi feudal de su hermano mayor, Raúl parece apostar por un socialismo como dinero, aunque sin llegar al modelo chino que muchos le han querido achacar. Puede afirmarse, en este sentido, que su visión está más cercana a un precomunismo ruso que a un postcomunismo chino.
El otro aspecto básico tiene un fundamento más práctico, y es donde hasta el momento se evidencia la mayor limitación de un posible plan raulista, y es el énfasis en la transformación agrícola como una forma de superar en buena medida las limitaciones económicas por las que atraviesa la isla.
Hay una lógica válida en este proyecto, si se tiene en cuenta que en buena medida el déficit comercial obedece principalmente a un aumento de las exportaciones agrícolas, y al hecho de que Cuba es presa de la paradoja de que al tiempo de que es un país fundamentalmente agrícola y con tierras fértiles tiene que importar la mayoría de los alimentos.
A partir de este hecho, el gobierno de Raúl Castro ha tratado de estimular la agricultura a través de formas diversas, desde lograr que el Estado pague sus deudas a los campesinos hasta un aumento de los precios que paga por los productos agrícolas y la entrega de tierras improductivas en usufructo a quienes quieren cultivarlas. Hasta el momento, los resultados de tales planes han sido pobres. Es aquí donde radica, hasta la fecha, la muestra más clara de lo que apunta a ser un fracaso del gobierno de Raúl Castro.
De continuar esta tendencia, el mandatario actual dependerá cada vez más, para su legitimidad, de la herencia revolucionaria legado de su hermano y no de una eficiencia pretendida y no alcanzada. El estar consciente de esta limitación es patente en la formación de un gobierno que depende en gran medida de figuras “históricas” de vieja militancia e historial revolucionario, y con poco margen para los tecnócratas, pero que al mismo tiempo lleva inevitablemente a una disolución biológica. Esto, al mismo tiempo, deja poco margen para la transición paulatina que parecía posible hace apenas un par de años.
Para leer el informe de Phillip Peters, pulse aquí.
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