Parece que aún no ha llegado el momento de que todos, en Miami y en Cuba, le pidamos perdón a Elián González. Al cumplirse 10 años del asalto a la vivienda de los familiares del niño en La Pequeña Habana, se han repetido muchos de los argumentos típicos del exilio, no ha faltado la nostalgia e imperado los factores políticos, pero la reflexión y el balance crítico continúan ausentes.
Reconocer no sólo que fue un error político batallar por la permanencia del niño en Miami, sino fundamentalmente un acto de arrogancia del exilio, continúa a la espera del necesario debate.
Una aclaración preliminar. Hubiera preferido otra solución. No me resultó agradable ver la imagen del adolescente convertido en un cadete, en su papel de delegado del IX Congreso de la Juventud Comunista, y no cabe duda que ni Elián ni su familia pueden moverse libremente en la isla. Ciertos privilegios y beneficios de que disfrutan han estado acompañados de un control estricto y una vigilancia que el gobierno cubano debe justificar por la fama alcanzada por el niño y su valor simbólico, pero que también es un reflejo de la sociedad totalitaria en que vive.
Lo que pasa es que esta reacción emocional se contrapone al hecho de conocer a suficientes ex miembros de la Seguridad del Estado, ex pilotos de Migs, ex alumnos de las Escuelas Militares Camilo Cienfuegos y ex militantes del Partido Comunista de Cuba y la Unión de Jóvenes Comunistas, que viven en Miami, para no ver este hecho como algo transitorio. Quienes desearon sinceramente que lo mejor para el niño era criarse fuera de Cuba tienen por delante mucho más que la resignación y el disgusto de verlo asimilado por completo al sistema imperante en la isla.
¿Qué hubiera sido mejor para Elián? ¿Permanecer en Miami o ser enviado a Cuba? Tengo más dudas que una respuesta clara. Rechazo las escuelas militares cubanas, pero también creo que estudiar en un centro de enseñanza propiedad del delincuente convicto Demetrio Pérez Jr. no es muy atractivo. Es seguro que iba a tener la ventaja de conocer un mundo más amplio que los límites de permanecer en la isla. Pero hasta dónde pueden ser valoradas estas ventajas materiales en el desarrollo emocional del niño. Porque lo que sí resulta fundamental y definidor --en éste y otros casos-- es la presencia del padre. Y a partir del momento en que Juan Miguel González llegó a este país con su familia, debió haber quedado claro que no quedaba otra opción que la entrega del niño al padre.
Hay algo primordial en este sentido, y es reconocer que todos los que de alguna forma participamos en el caso de Elián --y en Miami la lista se extiende a la mayoría de la comunidad cubana exiliada-- teníamos el derecho de expresar nuestras opiniones pero no a otorgarnos la facultad de poder decidir su destino. Que éste era un asunto familiar y que la prioridad al respecto la tenía el padre. Es en este sentido que considero que hay que pedirle perdón a Elián. No hay justificación ante la imprudencia de inmiscuirse en la vida del niño.
El Servicio de Inmigración y Naturalización cometió el error de no devolverlo lo más pronto posible, en momentos en que la dimensión política de la tragedia estaba presente, pero dentro del contexto de la situación cotidiana cubana. Luego trató de enmendar su error --pero por razones legales y locales no pudo hacerlo con la suficiente prontitud--, y lo entregó al padre cuando ya la custodia del niño se había convertido en una causa política de gran magnitud, en Cuba y en el exilio. El gobierno de Bill Clinton actuó como le correspondía hacer, de acuerdo a las leyes, y el ex mandatario ha hecho bien al reconocer que no tiene nada de que arrepentirse.
El arrepentimiento debe venir de quienes nos opusimos a la deportación, que nos dejamos seducir por diversos factores, desde la esperanza de creer que éramos capaces de decidir un futuro mejor para Elián --lo que no fue más que un acto de arrogancia-- hasta la dimensión casi mítica que acompañó al niño.
Las palabras y los argumentos se convirtieron en un laberinto de detalles unos importantes y otros intrascendentes, donde resultó muy difícil deslindar lo valioso de lo superficial. Al final, el mito se trivializó, y en última instancia la realidad cubana fue rezagada por el entonces rostro fotogénico de Elián.
La mayor de las paradojas fue la insistencia del exilio de echar a un lado la importancia de la familia, y dar prioridad a los argumentos políticos frente a los familiares.
¿Cómo resultó tan difícil comprender, por parte del exilio, que en un país que por filosofía otorga precedencia a los valores familiares, era seguro el rechazo a una actitud en que estos derechos pasaran a un segundo plano, desplazados por criterios políticos y la posibilidad de disfrutar de una infancia con mayores comodidades y privilegios en Estados Unidos y no en Cuba? ¿Quién pudo imaginar que se viera con simpatía la opción de que el niño no permaneciera junto a su padre sino con unos familiares lejanos?
Claro que no resultaba correcto considerar a Juan Miguel González un simple padre luchando por recuperar a su hijo, pero reducir su papel al de un monigote del régimen fue un error de un exilio concebido y desarrollado en la defensa de la patria potestad. Lo peor de todo es que, una vez más, la política del avestruz se ha impuesto, y muchos siguen sin reconocer tal torpeza.
Reconocer no sólo que fue un error político batallar por la permanencia del niño en Miami, sino fundamentalmente un acto de arrogancia del exilio, continúa a la espera del necesario debate.
Una aclaración preliminar. Hubiera preferido otra solución. No me resultó agradable ver la imagen del adolescente convertido en un cadete, en su papel de delegado del IX Congreso de la Juventud Comunista, y no cabe duda que ni Elián ni su familia pueden moverse libremente en la isla. Ciertos privilegios y beneficios de que disfrutan han estado acompañados de un control estricto y una vigilancia que el gobierno cubano debe justificar por la fama alcanzada por el niño y su valor simbólico, pero que también es un reflejo de la sociedad totalitaria en que vive.
Lo que pasa es que esta reacción emocional se contrapone al hecho de conocer a suficientes ex miembros de la Seguridad del Estado, ex pilotos de Migs, ex alumnos de las Escuelas Militares Camilo Cienfuegos y ex militantes del Partido Comunista de Cuba y la Unión de Jóvenes Comunistas, que viven en Miami, para no ver este hecho como algo transitorio. Quienes desearon sinceramente que lo mejor para el niño era criarse fuera de Cuba tienen por delante mucho más que la resignación y el disgusto de verlo asimilado por completo al sistema imperante en la isla.
¿Qué hubiera sido mejor para Elián? ¿Permanecer en Miami o ser enviado a Cuba? Tengo más dudas que una respuesta clara. Rechazo las escuelas militares cubanas, pero también creo que estudiar en un centro de enseñanza propiedad del delincuente convicto Demetrio Pérez Jr. no es muy atractivo. Es seguro que iba a tener la ventaja de conocer un mundo más amplio que los límites de permanecer en la isla. Pero hasta dónde pueden ser valoradas estas ventajas materiales en el desarrollo emocional del niño. Porque lo que sí resulta fundamental y definidor --en éste y otros casos-- es la presencia del padre. Y a partir del momento en que Juan Miguel González llegó a este país con su familia, debió haber quedado claro que no quedaba otra opción que la entrega del niño al padre.
Hay algo primordial en este sentido, y es reconocer que todos los que de alguna forma participamos en el caso de Elián --y en Miami la lista se extiende a la mayoría de la comunidad cubana exiliada-- teníamos el derecho de expresar nuestras opiniones pero no a otorgarnos la facultad de poder decidir su destino. Que éste era un asunto familiar y que la prioridad al respecto la tenía el padre. Es en este sentido que considero que hay que pedirle perdón a Elián. No hay justificación ante la imprudencia de inmiscuirse en la vida del niño.
El Servicio de Inmigración y Naturalización cometió el error de no devolverlo lo más pronto posible, en momentos en que la dimensión política de la tragedia estaba presente, pero dentro del contexto de la situación cotidiana cubana. Luego trató de enmendar su error --pero por razones legales y locales no pudo hacerlo con la suficiente prontitud--, y lo entregó al padre cuando ya la custodia del niño se había convertido en una causa política de gran magnitud, en Cuba y en el exilio. El gobierno de Bill Clinton actuó como le correspondía hacer, de acuerdo a las leyes, y el ex mandatario ha hecho bien al reconocer que no tiene nada de que arrepentirse.
El arrepentimiento debe venir de quienes nos opusimos a la deportación, que nos dejamos seducir por diversos factores, desde la esperanza de creer que éramos capaces de decidir un futuro mejor para Elián --lo que no fue más que un acto de arrogancia-- hasta la dimensión casi mítica que acompañó al niño.
Las palabras y los argumentos se convirtieron en un laberinto de detalles unos importantes y otros intrascendentes, donde resultó muy difícil deslindar lo valioso de lo superficial. Al final, el mito se trivializó, y en última instancia la realidad cubana fue rezagada por el entonces rostro fotogénico de Elián.
La mayor de las paradojas fue la insistencia del exilio de echar a un lado la importancia de la familia, y dar prioridad a los argumentos políticos frente a los familiares.
¿Cómo resultó tan difícil comprender, por parte del exilio, que en un país que por filosofía otorga precedencia a los valores familiares, era seguro el rechazo a una actitud en que estos derechos pasaran a un segundo plano, desplazados por criterios políticos y la posibilidad de disfrutar de una infancia con mayores comodidades y privilegios en Estados Unidos y no en Cuba? ¿Quién pudo imaginar que se viera con simpatía la opción de que el niño no permaneciera junto a su padre sino con unos familiares lejanos?
Claro que no resultaba correcto considerar a Juan Miguel González un simple padre luchando por recuperar a su hijo, pero reducir su papel al de un monigote del régimen fue un error de un exilio concebido y desarrollado en la defensa de la patria potestad. Lo peor de todo es que, una vez más, la política del avestruz se ha impuesto, y muchos siguen sin reconocer tal torpeza.