Más allá del mal uso y la falta de control sobre los millones de dólares que desde hace años viene destinando Estados Unidos para hacer avanzar la libertad en Cuba, fortalecer la sociedad civil y favorecer el respeto de los derechos humanos, hay varios aspectos que llaman la atención, en lo que hasta el momento no ha sido más que un gran derroche de fondos.
En primer lugar hay que señalar el desconocimiento y la prepotencia que subyace en ese esfuerzo ―aparentemente democrático y siempre generoso― que hasta el momento a lo único que ha conducido es a la impresión de miles de ejemplares de diversos textos dedicados a señalar la importancia de los derechos humanos. Lo que en un primer momento pudo haber sido una labor educativa, se ha convertido en el pretexto perfecto para justificar costos de imprenta, compras en librerías y elevados gastos de distribución. El fundamento que ha determinado tal colosal botadera de dinero es, en el mejor de los casos, de un paternalismo grosero, por no decir que constituye una muestra de racismo: quienes viven en la isla no han exigido mayores libertades porque las desconocen, nunca han leído que existen y ante todo hay que civilizar a los nativos.
El camino del aprendizaje —de acuerdo a esta estrategia— abriría las puertas de una mayor conciencia ciudadana, con la consecuencia de un aumento en las protestas y una mayor exigencia hacia el respeto de los derechos humanos. No solo se desconocen las características esenciales de la naturaleza represiva del régimen de La Habana; se sobrevalora la función de la propaganda.
Durante el gobierno de George W. Bush, la ilusión de lograr el avance de la democracia en Cuba llegó al despilfarro de crear una oficina con un presupuesto de 59 millones de dólares, y un despiste total sobre lo que ocurre en Cuba. A su cargo estaba Caleb McCarry, un hombre que desempeñaba una labor que por su suavidad debe haberle producido estrés. McCarry debe haberse aburrido mucho. Es posible que todavía esté aburriéndose.
La labor de McCarry y su oficina eran “acelerar el fin de la tiranía” de Fidel Castro. Sin embargo, nunca pudo exhibir ni un pequeño logro. Pero a nadie pareció preocuparle entonces. Ni al Congreso ni a los contribuyentes. Ahora se reclama diariamente un recorte de los gastos federales, pero nadie recuerda la contribución de esa oficina al déficit nacional.
McCarry también parecía obsesionado con el envío de información:
“Lo que estamos haciendo es cumplir con el pueblo de Cuba brindando información independiente, estrechando la mano con apoyo como, por ejemplo, con materiales de lectura que no son accesibles dentro de Cuba, que es una sociedad controlada por las autoridades”, afirmaba.
El gobierno de Barack Obama ha mostrado un rostro más sensato, en lo que podría ser la formulación de una política hacia el régimen cubano, pero una renuencia casi absoluta a dar los pasos necesarios para el establecimiento de un trato más racional.
Hasta el momento, la detención del subcontratista Alan Gross se ha convertido en la principal barrera para lograr un avance en el diálogo entre ambas naciones. En este sentido, el gobierno de La Habana debe cerrar el episodio. Un proceso transparente y la repatriación de Gross resultan indispensables en este sentido.
Al mismo tiempo, Washington debe ―de forma unilateral y sin exigir nada a cambio― enmendar una serie de errores de los gobiernos estadounidenses anteriores, a la hora de tratar con La Habana.
Hay que avanzar mucho más allá de la derogación de las sanciones a los viajes familiares y el envío de remesas, y de una tímida ampliación de los contactos personales y el envío de dinero. Ante todo, el gobierno de Obama debe poner fin a la política de cambio de régimen, que mezcla el unilateralismo en el terreno internacional con la utilización selectiva de los opositores residentes en el país, y realiza una evaluación de la situación cubana en la cual desprecia el pragmatismo, en favor de un juicio ideológico sobre los factores y protagonistas que supuestamente tienen la capacidad de influir sobre el proceso, con el fin de imponer un modelo de transición.
De igual forma, eliminar la entrega de fondos con fines de propaganda, tanto a las organizaciones fuera de la isla ―que dicen apoyar a la disidencia― como a Radio y TV Martí, cuya labor debe limitarse a la información verificada y el análisis noticioso de temas diversos, desde la política hasta la cultura. Esto implica poner fin al periodismo de barricada y el proselitismo político en favor de determinadas figuras, desde legisladores hasta supuestos líderes del exilio. Ello, por supuesto, implicaría llevar a cabo una revisión de los fines y modelos que llevaron a la creación de ambas emisoras.
Se impone el asumir hacia Cuba una política respetuosa, que acepte la realidad, pero que al mismo tiempo sea capaz de condenar las violaciones de los derechos humanos que ocurren en la isla. En otras palabras, no limitar la política internacional hacia un país vecino al campo de los derechos humanos y los reclamos del exilio de Miami. Es imperioso que Washington y La Habana conversen para crear los mecanismos que permitirían una labor conjunta en caso de un derrame petrolero que afecte a ambos países. ¿Y esa coordinación necesaria debe estar limitada por las declaraciones exaltadas de los congresistas cubanoamericanos, los reclamos justos de las Damas de Blanco o la vocinglera radio de Miami?
La actual administración debe establecer las prioridades más acordes a este país, a la hora de establecer su política hacia Cuba. De lo contrario, es probable que en el futuro no veamos una nueva marcha del exilio en Miami, sino las manchas de crudo en sus costas.
Esta es mi columna semanal, que aparecerá en la edición del lunes 28 de febrero en El Nuevo Herald.
Fotografía: Estación de servicio de ExxonMobil en Nueva York.