lunes, 25 de abril de 2011

¿La ilusión para qué?


Lo que llama la atención en tanto análisis y reportaje sobre el recién concluido VI Congreso del Partido Comunista de Cuba es la ilusión en la capacidad de los miembros de esta organización.
Se ha analizado la composición étnica, la división por géneros y la edad de los miembros de la cúpula partidista. Nunca como antes se ha destacado el fetichismo de la juventud, condenado al evento por mantener a una serie de octogenarios en la cúspide y alabado el ascenso de algún que otro cincuentón.
Sin embargo, el tanto hablar sobre estos aspectos elude otro fundamental: el camino para el ascenso a esta cúpula es torcido por naturaleza. Para entrar al Partido Comunista de Cuba (PCC) resulta imprescindible hacer tal número de concesiones, mentir tantas veces y prestarse a tantos juegos sucios que su carnet es, más que nada, un estigma.
La mala fama partidista radica, entre otras fuentes, en que identifica a individuos que han convertido en profesión el  estar cerca del poder.
Luego de transcurridos tantos años de la lucha insurreccional, la toma del poder y las acciones verdaderamente transformadoras, por décadas esos hombres y mujeres no han hecho otra cosa que acomodarse. Puede que en  lo individual alguno sea capaz de conducir los cambios necesarios que requiere el país, pero como conjunto el PCC no sirve para gobernar.
Una de las razones que incapacita al organismo para esa función es que sus miembros no son verdaderos servidores públicos. Comenzando por los hermanos Castro. El discurso inaugural de Raúl Castro solo hubiera tenido una validación moral si éste hubiera presentado su renuncia como punto final. El resto se limitó a un ejercicio que algunos consideran de crítica objetiva y otros más agudos de cinismo absoluto. Pero por encima de cualquier tipo de categorías, la pauta se repitió una vez más: señalar los problemas con amplitud y quedarse corto en las soluciones.
Esa impunidad, que es privilegio único del gobernante del país antes Fidel y ahora Raúl permite afirmar que el mandato nacional se ejerce a partir de concebir la república como hacienda. El hacendado puede equivocarse en cosechas, compras y ventas, pero ello no le impide conservar su propiedad si puede evitar la bancarrota.
Es precisamente en evitar la bancarrota donde radica el plan de cambios económicos de Raúl Castro, que hasta el momento no avanza más allá de alejarse un paso del abismo.
Si la república se concibe como hacienda, tampoco los cargos subalternos tienen que regirse por los criterios del servidor público en los países democráticos o asumir las características del burócrata gubernamental de acuerdo a la tipología weberiana (cuya acción se caracteriza por la eficiencia y la racionalidad), sino hacer todo lo posible para no ser excluidos de la relación de compadrazgo, simpatía o afinidad establecida por el hacendado.
Esto lleva a que en Cuba,  la distinción entre funcionario y burócrata venga dada por la simpatía que mantiene el sujeto con el hacendado en funciones de gobernante, y la clase burocrática no constituya el marco racional y legal donde se concentra la autoridad, sino un grupo de seguidores incondicionales sin otra opción que la obediencia formal. Es decir, formar una clase donde tener poder no significa tener autoridad. Es la autoridad central la que proporciona el poder. Visto así,  la clase gobernante es reaccionaria por naturaleza y opuesta a cualquier cambio, por el peligro que ello implica a perder poder  y privilegios.
La conclusión entonces del VI Congreso es el análisis de sus contradicciones, más allá que la simple descripción de unos resultados aparentes ya que hasta el momento de la elaboración de esta columna aún no se habían dado a conocer la redacción final de los famosos Lineamientos― y el enfatizar en la tendencia de tímida apertura hacia la empresa privada que estaba en marcha desde antes.
Dejando a un lado la propuesta de limitación de mandatos, efectista pero poco efectiva en la realidad, y la renuncia anunciada con anterioridad de Fidel Castro a cargo alguno partidista, lo principal que resalta luego de concluido el VI Congreso es lo que mucho que separa al discurso inicial de Raúl Castro de los resultados de la clausura, lo que equivale a un abismo entre el diagnóstico y el tratamiento. Es como si el médico reconociera a un enfermo con un grave padecimiento, que si no se atiende a tiempo puede causarle la muerte, y se limitara a mandarlo a la casa con una dieta líquida.
Cabe entonces la sospecha de si lo único logrado por Raúl es continuar firme en su intento de ganar tiempo ―ahora ya definido en años― y dejar la mayoría de los problemas a su relevo.
El actual presidente de Cuba ha podido mantener esta táctica con total impunidad hasta el momento no solo porque ha logrado consolidarse en el mando de forma sistemática y continua, sino gracias a la incapacidad de quienes lo rodean. Estos carecen de la capacidad de tomar la iniciativa y tampoco cuenta con la voluntad necesaria para hablar con voz propia y caminar con independencia, producto del condicionamiento de años y los criterios de selección, que han llevado a los menos aptos a los círculos más cercanos al poder central. Aquí cabe señalar cuánta ilusión tonta ha alimentado al exilio por años, desde las constantes apelaciones a un levantamiento militar hasta la mitificación de los protagonistas de la Causa No.1.
Desde una visión más descarnada ―y sin temor a ser incorporado a la cofradía de los tomadores de café del Versailles―, el VI Congreso no dejó de tener algo de reunión de familia mafiosa, donde los lugartenientes mantuvieron sus cargos y sus zonas de operaciones, quizá por la intervención del padrino en retirada o como una concesión de momento del nuevo padrino.  En este sentido, asistimos solo al inicio de un nuevo capítulo de la saga.
Esta es la versión completa de mi columna del lunes en El Nuevo Herald. La que aparece en el periódico tuvo que ser reducida por razones de espacio.
Fotografía: delegados al VI Congreso del PCC.

domingo, 17 de abril de 2011

El riesgo de adelantarse a los acontecimientos


Siempre la labor de escribir sobre un evento antes de que este finalice es sumamente riesgosa. Mi columna que aparecerá el próximo lunes enfrenta ese reto y no se cuán ariosa quedará tras la finalización del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba.
Si me atengo al discurso de apertura pronunciado por el presidente Raúl Castro, es muy posible que el evento tenga una importancia mayor que la que le estimé antes del comienzo.
Sin embargo, con los discursos de Raúl Castro siempre hay el peligro de los análisis realistas y objetivos de la situación cubana, mientras que las soluciones se alargan o suspenden sin que realmente los cambios necesarios se produzcan.
Por lo pronto, Raúl Castro ha ratificado algo que planteo en mi artículo.
Dijo Castro: “Se me cae la cara de vergüenza al tener que aceptar en público” que las reformas aprobadas por congresos anteriores del PCC nunca fueron implementadas.
Ese es, precisamente, uno de los temas de mi columna, que reproduzco a continuación:
Un partido de retaguardia
Definido como la vanguardia revolucionaria en la sociedad cubana, el Partido Comunista de Cuba (PCC) nunca ha desempeñado este papel.
Por décadas, fue Fidel Castro el principal obstáculo al funcionamiento normal del PCC. Es muy posible que ahora Raúl quiera cambiar esta situación, pero de forma paulatina y sin que estos cambios pongan en peligro la estructura de poder. Escribo esta columna un día antes del inicio del VI Congreso del PCC, con las esperanzas tan bajas como la mayoría de los cubanos, de que se produzcan eventos de trascendencia en la reunión partidista.
No quiere esto decir que el congreso no sea importante, sino que no se espera que sea todo lo importante que debiera. En primer lugar porque ya de entrada es un cónclave reducido de discusión y análisis, destinado a la aprobación del plan de cambios económicos propuestos por Raúl Castro, cuyas limitaciones ya se conocen. Y en segundo, y más importante, porque la reunión realmente importante no se celebrará hasta más avanzado el año, cuando se lleve a cabo la primera Conferencia Nacional del Partido. Un evento de esta naturaleza no se ha realizado con anterioridad en Cuba, y en la misma de debe aprobar una nueva estructura de gobierno a través del voto secreto.
Más allá, sin embargo, de la aprobación de los Lineamientos modificados tras la consulta popular, y de si se cumplen o no algunas de las expectativas de la población cubana, como la eliminación de algunas restricciones para la venta -y construcción- de casas y automóviles, al tiempo que se implementen mecanismos para que los salarios tengan un poder adquisitivo real y se elimine la doble moneda ―siendo posible que se cumpla la primera y en parte la segunda, pero muy difícil que se implante una sola moneda―, el valor que en definitiva tendrá la reunión solo se conocerá con el paso del tiempo. Y es que hasta el momento eventos y restructuraciones de esta naturaleza solo han tenido un valor nominal.
“Corresponde al Partido ejercer una mayor influencia y elevar su papel de dirección”, publicó el diario Granma el viernes 28 de abril del 2006, al anunciar el restablecimiento del Secretariado del Comité Central, un organismo que desapareció por resolución del IV Congreso del PCC en octubre de 1991.
Sin embargo, la función ejercida por el Secretariado del Comité Central del PCC ―si es que ha sido alguna― ha tenido muy poca relevancia en la vida cotidiana de los cubanos. En el caso cubano —y al igual que ocurre con el resto de las dependencias de poder, desde el Consejo de Estado hasta el propio Buró Político del PCC— la creación y el objetivo de este tipo de estructuras hay que considerarla con una alta dosis de escepticismo.
Por ejemplo, la constitución del actual PCC, en 1965, no marcó el inicio de una etapa de institucionalización partidista y acatamiento del modelo soviético, entonces vigente. Más bien todo lo contrario. Hasta el fracaso de la Zafra de los Diez Millones, en 1970, el país vivió una época de franca divergencia con aspectos fundamentales de la línea económica y política trazada por la URSS, guiado por decisiones personales de Fidel Castro, que en más de una ocasión fueron catalogadas de “aventurerismo” por Moscú. No fue hasta 1975 que el PCC pudo celebrar su primer congreso, establecer un programa y delinear sus estatutos. Los congresos, plenos y reuniones posteriores no modificaron esta forma de actuar, característica del estilo de mando del gobernante cubano, quien funcionaba como el máximo líder de una poderosa organización, cuyas funciones y planes de trabajo se encargaba de obstaculizar en todo momento.
En el caso de Raúl, su prioridad parece ser la creación de instrumentos y estructuras que permitan la permanencia del régimen más allá de la desaparición física de sus creadores. Lo que se traduce en sustituir toda la cadena de mando unipersonal por una jerarquía de poder, aunque manteniendo el poder absoluto.
Fue Raúl quien dijo a fines de 2010 que “el VI Congreso del Partido debe ser, por ley de la vida... el último de la mayoría de los que integramos la generación histórica”, refiriéndose a quienes derrocaron al dictador Fulgencio Batista en 1959.
“El tiempo que nos queda es corto, la tarea gigantesca... pienso que estamos en la obligación de aprovechar el peso de la autoridad moral que poseemos ante el pueblo para dejar el rumbo trazado”, agregó.
Lo que Raúl quiere es pasar de la “legitimidad de origen” del régimen castrista a una “legitimidad de ejercicio”, pero de una forma tan lenta que desaliente cualquier esperanza de un cambio notable a corto plazo.
Franco utilizó igual recurso para mantenerse en el poder por largo tiempo: su victoria en la guerra civil le garantizaba la autarquía. Para quienes gustan de las comparaciones históricas —y entre el régimen que imperó en Madrid hasta noviembre de 1975 y el que sobrevive en La Habana abundan los puntos de contacto—aún falta mucho por recorrer en Cuba para que se inicie una vía hacia la democracia, con el mantenimiento de la elite de gobierno en el poder.
Por lo pronto, los tecnócratas siguen esperando su momento, porque Raúl ha dejado claro, desde que inició su escalonado ascenso al poder total, que quienes hicieron la revolución en las montañas orientales tienen el propósito de continuar en el poder, incluso tras la desaparición de Fidel.
No será entonces el VI Congreso del PCC quien defina por completo el rumbo del Gobierno cubano, sino la Conferencia Nacional del Partido. Pero con la continuación de desfiles militares y otras formas de reafirmación y recordatorio de que fueron ellos quienes ganaron la guerra, queda poco margen para pensar en cambios profundos y una transición a corto o mediano plazo.
Foto: El presidente de Cuba, Raúl Castro, pronuncia un discurso elsábado 16 de abril de 2011, en La Habana durante la inauguración del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba.

sábado, 16 de abril de 2011

Raúl Castro plantea limitar a un máximo de 10 años mandato de cargos políticos y públicos


Bueno, parece que el Sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba va a ser más interesante de lo que esperaba.çAl menos ya hay un cable de la agencia EFE que plantea el deseo del actual presidente cubano, de limitar la perpetuidad en el cargo a un privilegio del que disfrutó su hermano hasta enfermarse:
El presidente de Cuba, Raúl Castro, planteó el sábado limitar los mandatos de los cargos políticos y estatales “fundamentales” del país a un máximo de diez años consecutivos e instó a empezar a trabajar en el rejuvenecimiento de los puestos administrativos y partidistas del país.
“Hemos arribado a la conclusión de que resulta recomendable limitar a un máximo de dos períodos consecutivos de cinco años el desempeño de los cargos políticos y estatales fundamentales”, afirmó Castro en el discurso de apertura del VI Congreso del gobernante Partido Comunista (PCC).
Foto: el presidente de Cuba, Raúl Castro, pronuncia un discurso hoy, sábado 16 de abril de 2011, en La Habana, durante la inauguración del VI Congreso del PCC.

La visión de los vencidos


Lástima que no se aprovechara la celebración del 50 aniversario de la derrota de la Brigada 2506 en Playa Girón/Bahía de Cochinos para realizar una catarsis sobre lo ocurrido.
Desde Cuba no podría esperarse otra cosa que un ridículo desfile triunfalista y el afianzarse una vez más en el pasado para seguir aferrándose al gobierno en el presente y creerse con derecho a dictar el futuro. Pero el exilio, sin embargo, podría haber dado una muestra de madurez con un recordatorio de los hechos que permitiera una visión más crítica y objetiva de lo ocurrido, y un análisis que incluyera no sólo a quienes perdieron la batalla ―en un intento infantil de dejar sin explicar los hechos― sino a los triunfadores del momento, que ahora también están en el destierro.
Porque si de algo debieron haber servido tantos años de exilio ―y los que aún quedan por cumplir― es de nivelador de experiencias, recuento detallado y estudio de causas y efectos. Solo tras un cambio profundo en Cuba se podrá llevar a cabo esa incorporación necesaria, a la valoración histórica nacional, de lo ocurrido en sólo tres días que duró la invasión.
Me refiero más a protagonistas, circunstancias y consecuencias que a los hechos en sí. Los análisis militares y políticos de lo ocurrido están en los libros, la documentación secreta que acompañó a los acontecimientos ha sido publicada y existe un buen número de testimonios valiosos que ya se han divulgado.
Lo que falta es ese paso más allá del conflicto, para entenderlo mejor.
Una invasión preparada, dirigida y subvencionada por un país extranjero, en que los cubanos del exilio solo pusieron la carne de cañón. Una derrota aplastante en menos de 72 horas. Una presentación pública de testimonios de los brigadistas, que en aquel momento se encontraban bajo la amenaza de ser fusilados, transmitida por la televisión nacional cubana y mantenida en estos días en el olvido en Miami. Un cambio por compotas y alimentos, manejada con habilidad por Fidel Castro para infligir el mayor bochorno posible a los expedicionarios. Una falsa promesa, por parte del asesinado presidente John F. Kennedy, de que devolverá la bandera de la brigada en ´´una Habana libre´´. Un sinfín de promesas incumplidas, imaginadas o simples ilusiones de los expedicionarios, de que Estados Unidos participaría directamente en el terreno militar. No es poco para un trauma.
Ese trauma se mantiene vigente y ha salido a relucir con fuerza en estos días, en testimonios, artículos y declaraciones.
Dos elementos claves en ese trauma son echarle la culpa del fracaso al gobierno de Estados Unidos, en especial al expresidente John F. Kennedy y el negar que el gobierno de Fidel Castro contara con un grado de apoyo en la población más fuerte que lo que vaticinaban en Washington y Miami, además de una maquinaria represiva mejor organizada de lo esperado y un aparato militar con un fuerte sustento popular.
En realidad, lo que la derrota significó para el exilio de Miami no fue el fin de una quimera ―que el régimen de La Habana no podría sobrevivir a un enfrentamiento con Estados Unidos y que Washington se lo iba a jugar todo en esa disputa― sino la prolongación de la misma hasta el día de hoy. Basta con revisar los errores, la fanfarronería y los juicios torcidos de entonces, cometidos por quienes militaban en el anticastrismo, y ver que éstos se han seguido repitiendo sin tregua.
Sin embargo, lo peor no es tanto la ceguera sobre lo ocurrido, como contar con la voluntad y los recursos para tratar de imponer esta visión distorsionada. Tal parece que en Miami hay una especie de condena a repetir una historia sin lecciones, más que un deseo de aprender del fracaso.

La bolsa o el Medicare


Hay muchas cosas que no me gustan de los actuales republicanos, pero creo que la principal es esta: siempre quieren quitarle el dinero al gobierno para dárselo a las corporaciones privadas. Ese es su principal empeño y nunca lo dicen. Una es porque son hipócritas por naturaleza su filosofía es la ley de la selva y jamás lo declaran― y otra es que saben que ese instinto de Robin Hood a la inversa no les facilitaría ganar votos. Por ello se empeñan en explotar ese rechazo casi congénito que hay en este país hacia el Estado, para hacerse pasar por protectores del ciudadano de a pie. En este aspecto los republicanos tienen sus aliados naturales en buena parte de lo que se conoce como “exilio histórico”, donde muchos de sus miembros hicieron sus fortunas ―y continúan incrementándolas― gracias a favores políticos y privilegios de todo tipo.
Lo peor para todos, menos para los republicanos, es que estos son buenos vendiendo sus ideas, y cuando llegan al poder cumplen a la perfección con su plan de arrancarle la mayor cantidad de dinero posible al presupuesto nacional y dárselo a las corporaciones, especialmente a las grandes corporaciones.
Para ello nada mejor que las guerras,  y por eso son tan belicistas y amantes del poderío militar. No por patriotismo. Pero no hay que negarles esa habilidad casi innata en sacar el dinero de aquí y ponerlo allá. Los demócratas, al contrario, son torpes.
Se empeñan en que el gobierno funcione y por lo general les sale mal, desperdician recursos y acaban haciéndolo todo más grande y peor.Sin embargo, siempre me quedaría con la ineficiencia demócrata antes que con la habilidad republicana.
Por ejemplo, desde hace años los republicanos de la Florida están empecinados en destruir el sistema de enseñanza pública. Cuando era gobernador, Jeb Bush hizo todo lo posible para lograrlo. Ahora Rick Scott está empeñado en terminar con la tarea iniciada por Bush. Mientras tanto, y durante años, hemos oído y leído a columnistas neoliberales repitiendo la bazofia de que estamos en medio de una “guerra cultural”, que nuestros centros de enseñanza no son más que una cueva de adoctrinadores izquierdas que le quieren lavar el cerebro a los alumnos.
¿La solución para todo ello? Coger millones de fondos del estado y ponerlos en manos privadas. Por ejemplo, darle unos cuantos millones a las escuelas del delincuente convicto Demetrio Pérez Jr.
Me dirán que el ejemplo de Pérez Jr. es un caso extremo, pero puedo responder que los millones otorgados a sus guarderías y escuelas son muy concretos, peso sobre peso.
Ahora está en marcha otro plan de tomar millones del Estado y dárselo a las grandes corporaciones, pero este plan es de una magnitud tan enorme que todavía tengo alguna esperanza de que no se pueda llevar a la práctica, al menos de que el electorado norteamericano no haya perdido la poca cordura que le queda. 
Desde hace años los republicanos quieren destruir también el seguro social y los dos programas de seguro médico existentes en el país (el Medicare y el Medicaid).
Lo que desean hacer es bien sencillo: tomar el dinero (la enorme cantidad de dinero) que el gobierno gasta al actuar como compañía aseguradora y dárselo a las aseguradoras privadas, que de esta forma se convertirían en compañías de seguro subsidiadas por el Estado.
Esto, en términos económicos, no es capitalismo de libre empresa, sino mercantilismo, el sistema en el cual determinados grupos se benefician de las arcas del Estado, y lo inició hace mucho tiempo atrás Luis XIV en Francia.
Lo más cínico es que la propuesta de plan de presupuesto, aprobada por la Cámara de Representantes —dominada por los republicanos— busca recortar los beneficios de Medicare y Medicaid, y al mismo tiempo mantener los recortes fiscales que se aprobaron en la era de George W. Bush para los ricos y las corporaciones. Un claro ejemplo de lo que llamo Robin Hood a la inversa.
Resulta insólito que los estadounidenses voten por un grupo de políticos que quieren quitarles sus derechos más elementales en lugar de botarlos a todos del Capitolio y la Casa Blanca―, pero es una de las grandes paradojas del sistema democrático en Estados Unidos, donde la demagogia y el dinero por lo general se imponen en las elecciones.

miércoles, 13 de abril de 2011

¿Quién tiró la bomba, quien tiró?


La absolución de Luis Posada Carriles es la mayor derrota moral que ha sufrido la rama radical y violenta del exilio histórico, radicada en Miami y New Jersey. Si no lo han reconocido así es por muchos años transcurrido desde sus primeros enfrentamientos con el régimen de La Habana, que han transformado su beligerancia en comentario radial, declaración de esquina, palabra altisonante entre buchito y buchito de café.
En tres horas, el jurado reunido en El Paso, Texas, decidió que el acusado que tenían frente a sí no era un combatiente anticastrista, sino un anciano al que inmigración había tendido una trampa; un viejo indocumentado que era víctima del gobierno norteamericano. Con un predominio de miembros de origen hispano ―es decir, mexicano―, no fueron doce hombres en pugna sino hombres y mujeres dispuestos a pasarle la cuenta a la Migra.
Que un “luchador anticastrista” aprovechara esa circunstancia es normal en cualquier tipo de enfrentamiento ante un enemigo poderoso. Que con anterioridad empleara tácticas y medios terroristas para conseguir su objetivo es condenable, pero consecuente con una tradición imperante durante el siglo pasado. Que por muchos años se sirviera de otros países como base para preparar y lanzar ataques no fue más que una repetición de gestos y conductas llevadas a cabo por muchos otros antes que él. Que se sintiera incomprendido y rechazado por un país que lo había utilizado en más de una ocasión para trabajos sucios no debió extrañarle nunca. Todo esto cae dentro de la mentalidad y la actuación de cualquier terrorista internacional, desde los anarquistas italianos a los fundamentalistas islámicos. El ser considerado patriota por unos y asesino por otros parte del oficio.
Pero al jurado validar las declaraciones de Posada, de que no tuvo nada que ver con los atentados dinamiteros contra la industria turística en Cuba, el exilio se queda de pronto sin un “héroe”. Porque el plan de atentar contra el turismo extranjero en Cuba fue un ejemplo clásico de una forma de actuar respaldada y propagada por ese sector del exilio que siempre ha reclamado la exclusiva de mantener una actitud combativa frente al régimen de La Habana.
Si Posada agradeció al sistema de justicia norteamericano y al jurado “que encontró la absolución”, no hizo más que ratificar su argumento de que él no tuvo nada que ver con los atentados. Entonces, cuáles han sido sus acciones contra el Gobierno cubano en la última década.
Ahora el plan de los atentados a los centros turísticos queda reducido a dos o tres extranjeros, que por dinero pusieron las bombas y a causa de ello asesinaron a un turista italiano.
Sería bueno que los benefactores de Posada Carriles publicaran una lista de “hechos de guerra”, con resultados efectivos, de justificara su “trayectoria anticastrista”. De lo contrario, su militancia y dedicación es algo parecido a la virginidad de la Virgen María: cuestión de fe.
En sus últimas declaraciones, Posada parece más dispuesto a integrarse a los Cuerpos de Paz que a otra cosa.
“La lucha sigue por Venezuela, por Cuba y por América” mientras la gente viva en la “miseria y sin pan”, expresó al leer un escrito de una página que presentó al abrir la rueda de prensa hoy miércoles en Miami.
Mientras tanto, la lucha contra el hambre se inicia con el estómago lleno. Esta noche Posada será recibido como un héroe en el Big Five Club para una recepción y cena. El cubierto cuesta cuarenta dólares. No se aclara si los pobres de Latinoamérica están invitados, o si también tienen que pagar por el cubierto.
Foto: Luis Posada Carriles (c) habla en una rueda de prensa junto a sus abogados Arturo Hernández (i) y Felipe Millán (d) en El Paso, Texas, el viernes 8 de abril de 2011.

martes, 12 de abril de 2011

Cuando el silencio es oro


En ocasiones es mejor callar. Más aún si se trata de un escritor famoso ―sería mejor decir premio Nobel superfamoso, pues aunque maltrata al idioma refleja la realidad― y se agrega que lo de ensayista, periodista y analista político célebre. Por ello es que la declaración de Mario Vargas Llosa es puro rencor peruano.
El novelista aseguró el martes en Santiago que en determinadas circunstancias votaría por el nacionalista Ollanta Humala en la segunda vuelta presidencial peruana pero que en cambio jamás lo haría por Keiko Fujimori.
Había dicho en 2009 que esa combinación era como elegir entre el sida y un cáncer terminal.
En la actualidad parece que no lo mueven razones de supervivencia sino una herida vieja y profunda: su derrota por Alberto Fujimori en las elecciones presidenciales de 1990 en Perú.
Llama la atención que ahora esté dispuesto a concederle un margen de duda a Humala, incluso una esperanza:
“Por Humala quiero ver lo que va a pasar; cuáles son realmente las condiciones en las que él va a establecer alianzas. Vamos a ver. El tiempo lo dirá y cuando llegue el caso pues explicaré las razones por las que tomaría esta decisión”, aseguró Vargas Llosa en una entrevista con la Televisión Nacional de Chile (TVN).
En cambio, Vargas Llosa no admite igual margen a Keiko Fujimori.
Al escoger a Keiko Fujimori, hija de su más férreo adversario político, el ex presidente Alberto Fujimori (1990-2000), “los peruanos reivindican una de las dictaduras más atroces que hemos tenido, cuyos responsables están además en las cárceles, cumpliendo condenas de 25 años, empezando por Fujimori por los crímenes horrendos que cometieron y los robos espantosos”, dijo el escritor.
“Yo por eso no votaría jamás”, agregó.
No hay defensa para Alberto Fujimori, y en este caso no es que la hija arrastre los pecados del padre sino que los comparte en una unión estrecha ―no en la práctica, porque era muy joven, pero sí en una alianza que trasciende el amor filial―, aunque tampoco hay justificación para estas declaraciones, salvo el odio.
No es que el juicio de Vargas Llosa vaya a influir mucho en los peruanos a la hora de ejercer el voto. Diría que no va a influir nada. Se trata más bien de prestigio intelectual, de dificultad en admitir la realidad del país y sus ciudadanos.
Vargas Llosa parece estar pasmado ante la posibilidad de que salga electa la hija de su peor enemigo político en Perú, en un triunfo que si ocurriría ―lo cual hasta hoy parece muy difícil― sería un espaldarazo al padre.
Sin embargo, como analista debería ser consistente, y recordar al menos que Humala representa todo lo que él ha combatido y rechazado en los últimos 40 años.
Tras recibir el premio Nobel el pasado año, Mario Vargas Llosa se ha dedicado principalmente al tedioso ejercicio de recibir distinciones, títulos honoríficos y homenajes. Eso alivia en parte la condena por una declaración tan frágil.

lunes, 11 de abril de 2011

Luis Ortega


Contaban viejos periodistas, hace unos 20 años en Miami, que Luis Ortega era el creador de al menos dos géneros mercantilistas dentro del oficio, ya que le había dado dos vueltas ingeniosas a  la vieja ocupación de escribir una reseña o artículo favorable a cambio de dinero.
 Una era cobrar por escribir una pieza negativa sobre alguien. Luego, antes de publicarla, presentarse en casa del injuriado y enseñarle lo escrito. A partir de la reacción del calumniado ―podemos limitarnos a un escrito malicioso, pero las denuncias podían ser ciertas también― se habrían varias posibilidades, desde pedir más dinero por no publicarlo que el que le habían pagado porque lo hiciera, hasta conseguir una suma lo suficiente alta que permitiera invertir los términos, y que el promotor (mejor decir patrocinador) de la calumnia inicial pasara ser calumniado.
Más agudo aún era el cobrar por la reseña no escrita. Por ejemplo, un autor publicaba una obra. Ortega iba y compraba el libro, marcaba los párrafos más débiles, descubría errores o contradicciones o simplemente desarrollaba el esquema sobre el cual sustentar una crítica demoledora. Sin escribir aún una palaba, iba a visitar al autor o la autora, le explicaba en detalles cómo tenía pensado “hacer polvo” a la obra recién publicada y concluía su argumentación con una línea demoledora: “Si me pagas tanto no lo publico”.
No sé cuánto hay de verdad en esas fábulas, que parecen salidas de una película de los hermanos Marx, y que en más de una ocasión me las contaron como un oficio meritorio y no como ejemplo de amarillismo y chantaje, pero sí es cierto que durante décadas Ortega fue un periodista temido.
Sería injusto limitar la trayectoria de Ortega a ese periodismo sensacionalista y amarillista que se desarrolló con fuerza en la isla durante varias décadas de la primera mitad del siglo pasado, hasta la llegada de Fidel Castro al poder.
Ortega desarrolló análisis valiosos sobre el papel fundacional de la violencia en la política cubana y por años publicó una columna en el diario La Prensa en que criticaba a figuras del exilio y a los exiliados en general. La ironía incisiva que desplegaba en ellas hacía que en Miami tuviera un buen público. Sin embargo, nunca publicó en El Nuevo Herald como columnista. Solo recuerdo una columna suya a la muerte de su esposa, pero aquí primó un gesto de solidaridad humana del periódico. Creo que Álvaro Vargas Llosa ―durante su paso fugaz como director de Opiniones― estuvo considerando el ofrecerle un espacio, pero la idea, el interés o intención no llegó a materializarse.
Quizá pocos saben que Luis Ortega no solo fue la inspiración sino el fundamento de la trama, las descripciones  y la atmósfera de un cuento de Guillermo Cabrera Infante: “Un jefe salvado de las aguas”. La anécdota que da pie al relato es más conocida: un pacto suicida homosexual que el periodista no cumplió, y que terminó con Ortega regresando a La Habana, salvado de las aguas por el lanchón de la basura que en esos momentos atravesaba la bahía.
Ya en el exilio, Ortega habló y escribió en contra de Cabrera Infante, y fue la razón o el pretexto que dio motivo para una agria pelea entre Agustín Tamargo y Cabrera Infante.  La presencia de Ortega hablando mal de Cabrera Infante en el programa radial de Tamargo desencadenó lo que no fue una polémica sino un pleito desagradable, que puso fin a una amistad de toda una vida, y continuó hasta la muerte de ambos.
Es posible que las condiciones del pleito estuvieran dadas desde que Cabrera Infante divulgó la inclinación homosexual de Tamargo. El tema de los periodistas homosexuales cubanos ―como por ejemplo el propio Tamargo o Carlos Castañeda―, que mantuvieron esa característica personal dentro de un ámbito más o menos secreta (el famoso closet) continúa siendo tabú, tanto en Cuba como en el exilio, cuando en realidad debería ser tratado como una característica más de la personalidad o el personaje y no como un chisme o un chiste, aunque tanto chisme como chiste atraen lectores.
En su narración Cabrera Infante también hace referencia a las simpatías fascistas de Ortega —aquí también éste no estaba solo, hay un paso breve por el fascismo de Carlos Franqui y otro no tan breve de Tamargo—, y a ese poder que tenía con su columna en Cuba, donde se creyó (Ortega) que podía poner y quitar presidentes, fue un delirio político que, según Cabrera Infante, no era más que un odio profundo hacia la democracia.
Con el exilio todo fue menos dramático para Ortega. Cambió en varias ocasiones de posición política, no tanto respecto al exilio como al gobierno cubano. Esos zigzagueos —que muchos en Miami especulaban que obedecían a intereses o necesidades económicas— carecieron de importancia, salvo en lo que respecta al chisme de aldea. El sitio Cubadebate lo recuerda con palabras cálidas. Eso me confirma que este párrafo  no anda desacertado.

El lugar de la pistola


Pekín- Está vacío el lugar que debe ocupar la pistola que Fidel Castro regaló a Mao Zedong, en la sala que muestra los más diversos obsequios, hechos por diferentes mandatarios a los gobernantes chinos. Las grandes vidrieras atesoran decenas de objetos, en el Museo Nacional de China, al este de la plaza de Tiananmen, pero la pistola no está.
No es la única arma que falta en esa galería, que recoge esa costumbre típica de dictadores y jefes de Estados totalitarios durante la guerra fría, de intercambiar pistolas en el más puro estilo gansteril. Pero la ausencia libra al visitante de la única presencia cubana en un museo recién renovado, donde es posible encontrar hasta una fotografía en que aparece George W. Bush durante una reunión cumbre.
El pequeño detalle de la falta de la pistola es casi un ejemplo nacional: si se busca alguna huella de la revolución cubana por Pekín solo se encuentra la conocida imagen del Che ―en gorras, bolsas y camisetas―, algo que por otro lado ocurre en cualquier parte del mundo. Además, la imagen del Che siempre aparece asociada a esa zona del arte y el consumo que ha convertido a la ideología en mercancía.
China es un buen ejemplo de lo mucho que se puede avanzar en el terreno del fetichismo revolucionario, o específicamente comunista, convertido en pieza de adorno. En el mercado de antigüedades de PanJia Yuan se venden fotografías de las humillaciones a que sometían a las víctimas de la Revolución Cultural, y además figurines de porcelana que representan a ciudadanos con carteles colgados al cuello o “gorros de burro” en la cabeza, como representaciones típicas de la época. No solo la retórica revolucionaria convertida en pequeña pieza de exhibición, sino la represión también.
La ausencia de referencias a Cuba o al gobierno de La Habana es también un indicador de lo diferente que son estos vínculos a los que por muchos años la isla mantuvo con la Unión Soviética. Ahora la influencia está determinada por inversiones y comercio, no por un modelo económico y político a exportar.
Porque lo fundamental en este sentido es que ni a China le interesa, ni tiene un modelo que exportar. Puede citarse como ejemplo ―y es posible que no solo Vietnam sino incluso el gobierno cubano, en algunos aspectos, siga sus pasos― lo que ha hecho el país al permitir la inversión extranjera y la banca internacional. Sin embargo, siempre hay que hablar de momentos concretos, de medidas específicas. La nación asiática es un rompecabezas demasiado complejo para atraer fácilmente a quienes tienen el poder en Cuba. Y no solo porque siempre está presente el fantasma de Tiananmen. El difícil equilibrio entre represión, censura y libertad empresarial y económica no es fácil de alcanzar. Además, da la impresión que el país es como una pelota a la que han ido agregando parche tras parche para que siga rodando, pero que en ocasiones asombra por la distancia enorme que hay de un añadido a otro.
Por ejemplo, en los museos impera el criterio de la exhibición como una forma de propaganda: abundan las lagunas en las biografías, las explicaciones todavía abusan de los adjetivos al peor estilo estalinista y en todas partes impera la retórica al uso, de por ejemplo hablar de una “repliegue estratégico” a la hora de mencionar una retirada o un retroceso. Los criterios conservadores predominan en las selecciones de pinturas e imperan las estatuas del más puro realismo socialista a la hora de escenificar batallas o mostrar acciones heroicas.
Sin embargo, en el Distrito de Arte el ambiente es completamente opuesto. La mirada y el modelo a imitar es Nueva York. Si Andy Warhol convirtió ―más que en ícono― en estereotipo a Mao, los tataranietos del Gran Timonel son la caricatura cotidiana de Warhol. La mayoría de ellos no llegarán a artistas, y tendrán que conformarse con ser camareros o empleados de banco, pero ahora viven su momento mejor: la adolescencia convertida en la representación del mundo de la revista de moda norteamericana.
Precisamente de revistas están llenos los estanquillos pekineses, que poco tienen que enviarle a los de Madrid, salvo el hecho de que no tener publicaciones extranjeras. Las principales revistas norteamericanas ya tienen su publicación en chino, desde National Geographic hasta Elle.
Pero los rostros de las modelos chinas conforman una muy pequeña parte de la historia de la transformación de la nación asiática. Junto a las inversiones internacionales hay un rostro de trabajo duro y constante. Es cierto que en algunos establecimientos, sobre todo los que aún pertenecen al Estado, da la impresión que hay un exceso de personal, pero no se encuentra a nadie inactivo. Las jornadas en los sitios que brindan servicio al público son por general de 10 horas, dividas en dos turnos de cinco. En tiendas pequeñas, puestos de verduras y frutas, trabajos de construcción y otros similares, se come en cuclillas de un pozuelo ―casi siempre arroz con algún vegetal―, sin soñar siquiera con el clásico break norteamericano y mucho menos con la siesta española. La costumbre, el hábito o la obligación llega al extremo de que hace unos días un reportero informaba de choferes con la (mala) costumbre de comer mientras manejaban.
Esa disciplina de trabajo desde hace años está ausente de Cuba, y en cierto sentido nunca existió. La isla siempre dependió de fuerza de trabajo importada para las labores más duras, especialmente de haitianos para el corte de caña y también de chinos en varias ocasiones. No quiere decir que el cubano no sea trabajador por naturaleza. El ejemplo de Miami abunda en lo contrario. El problema es cómo lograr una intensa motivación laboral cuando persisten formas marginales de lucrar, como la bolsa negra. El gobierno de Raúl Castro está apostando a la represión en este sentido, pero con resultados aún dudosos.
Para cualquier cubano de la isla, es lógico que el modelo chino resulte atractivo si tiene una oportunidad por un segundo, de mirar las vidrieras de los grandes establecimientos. Aunque tras esas vidrieras hay bajos salarios y largas horas de trabajo, es un paso más allá del estancamiento económico y la sensación de pobreza.
Fotos: © Rui Ferreira

domingo, 10 de abril de 2011

Admiradores

Fotos: © Rui Ferreira.

Cheesecake en Pekín


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Pekín- Poco más de 200 metros separan a las dos Chinas. Al salir de la Ciudad Prohibida  y enfrentar la Plaza Tiananmen uno tiene varias opciones. Dejar a la derecha el lugar donde un enorme cartel de Mao avisa y advierte que ese fue el sitio desde el cual el Gran Timonel declaró la republica socialista china y dirigirse al paso subterráneo que permite el acceso a la plaza. Luego de atravesar un punto de control donde los nacionales, pero no los extranjeros, son revisados al igual que sus pertenencias y atravesar por debajo la  Dongchang’an Jie que recuerda a las amplias avenidas moscovitas comienza una especie de rito de pasaje.  Ya En la plaza, rodeado de grandiosos edificios que también recuerdan la arquitectura estalinista y entre los cuales está precisamente el Mausoleo a Mao apenas hay tiempo para imaginar las paradas militares, los desfiles gloriosos y el despliegue de banderas. Unas enormes pantallas tratan de llamar la atención del visitante, pero lo que se percibe con mayor fuerza es la presencia de un aparato disuasivo donde la represión no solo es una presencia inmediata sino también un espectáculo: militares en patrulla marchando alrededor del sitio; policías en vehículos motorizados personales recorriendo el área; ciudadanos vestidos de civil que no ocultan que son otra cosa y soldados aislados, que marchan y se detienen en atención a los pocos pasos, como si de pronto se les hubiera agotado una cuerda breve. Todos son jóvenes, la mayoría de una altura no común en China y de una marcialidad que intenta borrar cualquier dulzura en el rostro. Por  todas partes, rodeándolo a uno, cámaras y más cámaras instaladas en postes.
Pero si se camina a lo largo de esa misma avenida, y se llega a la Wangfuing Dajie, el panorama cambia por completo. El emblemático restaurante McDonald no es una puerta ni un puente, como los que han quedado atrás tras pabellones y dioses guardianes, sino la entrada a un mundo con la ilusión de transpirar lo contrario a prohibición y censura. Uno comienza entonces un largo recorrido, donde establecimiento tras establecimiento define la imitación mayor de Times Square que hay en el mundo y que a veces incluso  se aproxima a superarla como si el único objetivo fuera construir tiendas de lujo mayores a las de París y Nueva York.
Hasta cuándo estos mundos mantendrá una coexistencia pacífica es imposible predecir, pero sí se puede afirmar que la economía de mercado ha penetrado todos los rincones de la ciudad, incluso en la propaganda revolucionaria, y que el lugar desde el cual el Gran Líder declaró la revolución es un sitio en que se impone el  respeto, pero donde la veneración queda, si acaso, a cargo de los turistas.
Desde el arribo a la nueva terminal del Aeropuerto de Pekín para vuelos internacionales construida para los Juegos Olímpicos y en la actualidad la mayor del mundo la arquitectura define una ciudad que desde hace décadas adoptó modelos soviéticos y luego occidentales de edificios, y donde únicamente los letreros y la limitada iluminación señalan que se está en China. Una gran ciudad de tráfico caótico y polución extendida, expresa su singularidad en ese coexistir constante entre el pequeño negocio privado la tienda estrecha con buena parte de la mercancía colocada a las puertas y las sedes corporativas internacionales, con edificios que compiten en tamaño y despliegue de nombres. Una mezcla de fachada del primer mundo con una profusión de hombres y mujeres que luchan a diario dentro de una estructura económica nacional que todavía está en vías de desarrollo. El uso limitado de las tarjetas de crédito, la ausencia de algunos mecanismos de eficiencia y el exceso de empleados en negocios grandes y pequeños marcan una diferencia con Estados Unidos y Europa que todavía llevará  unos pocos años superar.
Si lo anterior suena a discurso neoliberal es en parte porque China es un excelente ejemplo de los efectos de la globalización. Y Pekín es su ventana. Se sabe que las diferencias entre el campo y la ciudad siguen en aumento, que hay una población pobre que no se encuentra en las calles de la capital donde no se ven mendigos, como en Roma, Madrid o Nueva York y que el crecimiento sostenido, la venta al mundo de mercadería barata construida con sueldos de miseria no es una vía perfecta, pero el país ha logrado una acumulación de capital que le ha permitido adquirir tanto una buena parte de la deuda de Estados Unidos  como invertir en todo el mundo. China depende de la inversión extranjera para existir, pero el mundo occidental y en desarrollo depende igual o más de la inversión china para sobrevivir. 
¿Ha tenido consecuencias favorables, para la libertad de pensamiento, esta avanzada mercantil de Occidente? La tienda de libros extranjeros en la calle Wangfujing Dajie es el mejor lugar para desplegar el discurso neoliberal de la libertad tras la Pepsi. Pese a lo limitado del muestrario, en lo que a pensadores contemporáneos se refiere, se encuentran obras que permiten afirmar un avance en las posibilidades de lectura para una clase intelectual y académica. Años atrás algo tan simple como dos libros del personaje de comics francés Tintín estaban prohibidos en China, El lotus azúl y Tintín en el Tibet, hoy no solo se encuentran en los estantes sino en ediciones hechas en China. Nada de esto anula los casos conocidos y divulgados hasta el cansancio de represión intelectual, pero la vida se hace de pequeños gestos. Para alguien que siempre sospecha de los gestos heroicos y las posiciones altisonantes tras las declaraciones a favor de la democracia, es un paso de avance.
La música de Miles Davis llega hasta las mesas del exterior de un restaurante en el Distrito de Arte de Pekín. El camarero se acerca con un cheesecake. Un acto de hedonismo vulgar del  turista de paso. Sí, ¿por qué no? Pero también un acto de libertad.
Esta es mi columna del lunes 4 de abril de 2011 en El Nuevo Herald. No la había podido colocar antes en mi blog porque China no admite la plataforma blogspot.
Foto: La Ciudad Prohíbida. © Rui Ferreira

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...