Midnight in Paris es una nueva desilusión en la carrera de Woody Allen. Desde hace algún tiempo, los fanáticos ―no creo que en la actualidad nadie vea una película de Allen que no sea un fanático― nos hemos acostumbrado a una serie de obras menores, como si se tratara de una nueva etapa de su filmografía que ya no tiene marcha atrás. Algunos de esos filmes menores están a un punto de desmentir la clasificación como Match Point y la mayoría de las veces se sitúan entre este y lo más bajo de la escala, acompañando a Hollywood Ending y Small Time Crooks, pero ninguna alcanza el nivel de Sweet and Lowdown, que hasta ahora constituye el canto del cine de un director que se mantiene produciendo, algo que se le agradece porque trasciende los desniveles y las valoraciones críticas.
Uno de los problemas con Midnight in Paris es que uno tiene que aceptarla o rechazarla por completo. No hay términos medios. Por mucho que uno simpatice con la obra de Allen ―y hasta para los que caen en la cursilería de llamarlo Woody― la película no se salva porque se queda corta en los excesos y abandona la aventura a favor de esa misma lógica pequeño burguesa de la que ha parecido burlarse antes. Como en ocasiones anteriores, Allen es un viejo envidiando ya no ser joven pero con los pies muy firmes en la tierra de su fama y fortuna. Ya nos hemos acostumbrado a verlo llenar la pantalla con actores jóvenes, bien cotizados y de moda ―siempre anhelantes de trabajar con él― convertidos en sus alter egos. De esta manera, ahora el cinismo y la lucidez no sobrepasan el chiste de ocasión, y los juicios y las referencias sociales y políticas se sitúan en la pacotilla de relleno. Al punto que en ocasiones solo nos quedamos con la buena música y las actrices atractivas, sin más que agradecerle al director.
En Midnight in Paris son Rachel McAdams y Marion Cotillard quienes logran darle lo que tiene de vida a la película, y compensar en parte la actuación sosa de Owen Wilson, para el que el máximo de expresividad se reduce a poner cara de tonto o fingir asombro. Las películas de Allen se caracterizan por los buenos actores ―estos incluso han logrado en los últimos tiempos apropiarse de la cinta, como en Vicky Cristina Barcelona, algo impensable hace unos años en un filme de Woody Allen― y aquí no faltan, solo que los desiguales papeles llevan a espectador a perderse entre la búsqueda de una buena actuación o simplemente una caracterización.
Uno siente más el fracaso de Midnight in Paris porque sabe que han ido desapareciendo los directores como Fellini, capaces de enfrentarse con un tema semejante: hacer una película sobre la nostalgia, los mitos y estereotipos culturales, y lograr al mismo tiempo trascender el desfile de postales. El propio Fellini lo hizo en más de una ocasión, y una vez más su sombra persigue a Woody Allen, pero ya no es ni homenaje ni copia lo que logra, sino una incapacidad nueva para alcanzar al realizador italiano.
Ya desde el inicio el espectador sabe que la película tratará sobre el París literario, aunque en visión de postcard turística —de la imaginación y el recuento, que reflejan fundamentalmente la obra de Ernest Hemingway, superando cualquier otra realidad—, pero ese París que era una fiesta nunca logra alcanzar la fuerza suficiente para imponerse en la pantalla, mientras se asiste a un desfile de figuras literarias y artísticas nunca creíbles ―no en la realidad sino en la imaginación― y al final todo queda como telón de fondo de una historia de amor más que trillada. Para colmo, el director se cree en la obligación de explicar la película, y los conceptos y emociones simples en ella desarrollados, a los espectadores, esos fanáticos mencionados al inicio que aquí quedan reducidos a la categoría de simples idiotas.
Si algo salva a Midnight in Paris de los ocho euros y los cien minutos gastados son las mujeres. En una cinta de hombres idiotas, pedantes y engreídos, todas las mujeres demuestran lo contrario. No solo MacAdams y Cotillard. Mimi Kennedy nos brinda eaa suegra preferible mantener a distancia―que al igual que su esposo destila la arrogancia de los estadounidenses ricos y no tan ricos en Europa― con un desdén despreciable y deleitoso a la vez, al tiempo que está dispuesto a perdonar la actuación de Kathy Bates, enfrentada a ese papel imposible de representar a Gertrude Stein. Sin embargo, la palma de oro de la simpatía se la lleva Carla Bruni, su rostro fotogénico y su actuación moderada es un respiro en medio de un filme siempre a punto de hundirse en el Sena, sin fotógrafo, pintor o escritor a mano para narrar el hecho.