No será en la galería del horror en Miami, sino en la del error, donde aparecerá Miguel Saavedra de forma definitiva, y será una suerte. El presidente de Vigilia Mambisa no pierde oportunidad alguna para mostrar la imagen más fea y estereotipada del exilio cubano en Miami, esa que el gobierno de la Isla o cualquier enemigo de la comunidad cubana quiere que se proyecte. Su persistencia ―acaba de realizar una protesta contra el concierto que ofrecerá Pablo Milanés― casi ya aterra por su constancia. Su ignorancia sepulta cualquier esperanza de simple payasería. Saavedra acaba de lanzar un ataque a los alcaldes de Miami y del condado de Miami-Dade, Carlos Giménez y Tomás Regalado, respectivamente, por permitir el uso de los “servicios públicos en los negocios de publicidad del régimen de la Habana”. Tanta estulticia puede provocar risa además de desprecio, pero no deja de causar recelo la idea de un mundo donde Saavedra tenga un poco de poder.
Hace algunos años, el 12 de septiembre de 2003 publiqué esta columna en El Nuevo Herald, gracias al apoyo de su director de entonces, Humberto Castelló, y por encima del temor de quien también por esa época tenía a su cargo las páginas de Opiniones, Araceli Perdomo:
Imagine por un momento: ¿un oso bailarín por las calles de la Pequeña Habana? ¿Unas strippers audaces o inocentes cheerleaders? Nada de eso necesita Miguel Saavedra para captar la atención de las cámaras.
Siempre presente con su reducido grupo de agitadores, Saavedra es un personaje que nos representa para bien y para mal. ¿Por qué la comisión de la ciudad no se ha reunido y bautizado una calle con su nombre? Se lo merece. Si en una época resultó imposible hablar de La Habana sin mencionar al Caballero de París, hoy ocurre lo mismo con él y Miami. Finalmente hemos logrado tener un apellido ilustre que simboliza nuestro peor destino. Falta el Cervantes, aunque el otro Saavedra no se detiene ante la dificultad de un párrafo, la sumisión ortográfica y el apego a la palabra, pero no importa. Los objetivos de este nuevo hidalgo son más amplios: no hay protesta innecesaria que lo encuentre impasible. Donde la gritería impere, donde la estupidez amenace, allí estará Saavedra: el manifestante errante.
Pertenecer a la breve troupe de Vigilia Mambisa no es un destino carnavalesco. Uno no puede dejar de admirar el espíritu de este grupo de infatigables voceadores. Basta que aparezca una cámara en el horizonte, para que renazcan los rostros maltratados por los años, para que las gargantas se entusiasmen. Su organización nos recuerda la necesidad de la libre expresión. Nadie mejor que él para poner a prueba nuestra sinceridad ante el principio de que cualquier voz tiene el derecho a proclamar lo que piensa quien la emite, aunque resulte un eufemismo hablar de pensamiento en este caso.
El problema con Saavedra es que no creo que sus acciones estén guiadas por igual criterio libertario. Durante años, las variadas manifestaciones organizadas por Vigilia Mambisa han sido la expresión más vulgar de las diversas campañas atemorizadoras llevadas a cabo en esta ciudad. Cosa curiosa. El principal objetivo de la mayoría de estas campañas han sido artistas: pintores y músicos. ¿Por qué preocupa tanto el arte a este hombre poco ilustrado? No es simplemente un empeño personal. No hay exposición, concierto o puesta en escena que involucre la participación o el vínculo con artistas procedentes de Cuba en que no esté presente. Su rostro aparece en las pantallas y su nombre en la prensa local y nacional. Nadie se detiene en sus palabras, pero ningún periodista pasa por alto sus gestos a la hora de informar sobre los diversos actos culturales de esta ciudad, los que con frecuencia hacen titulares.
Saavedra no representa una posición más en el debate de ideas que se lleva a cabo todos los días, tampoco una de las tantas opiniones propias de un exilio diverso: es una caricatura, la imagen estereotipada siempre al auxilio de cualquiera que quiera presentarnos como una comunidad ignorante, irracional y torpe. En este sentido le hace daño al exilio, aunque pretenda todo lo contrario. Es por ello que vale la pena criticarlo: por la utilización que se hace en el exterior de las labores de una organización y un hombre que apenas logran reunir una veintena de seguidores, cuando la generosidad sustituye a la aritmética a la hora de contar.
¿Por qué ese empeño contra los artistas procedentes de Cuba? La respuesta es sencilla. Economía de medios y amplia cobertura. No es que estos artistas estén libres de culpa, es que Vigilia Mambisa convierte al debate cultural y la disparidad de criterios en escándalo callejero. El afán de protagonismo, el interés en "robar cámara", tergiversa una confrontación saludable.
Hay quienes consideran que no vale la pena detenerse en las labores de un grupo cuyas actividades apenas producen comentarios risibles e indiferencia: la carencia de seguidores es la mejor justificación de la existencia de Vigilia Mambisa. Sin embargo, no hay que considerar inofensiva a una organización que en las pasadas elecciones presidenciales [me refiero aquí a la contienda entre George W. Bush y Al Gore] se destacó por su labor intimidatoria durante el recuento de votos en el sur de la Florida. Si Vigilia Mambisa no ha logrado convertirse en una fuerza organizadora capaz de lanzar una turba peligrosa a la libertad ciudadana es porque vivimos en una sociedad democrática, no por la falta de interés de sus miembros. La diferencia entre las manifestaciones que realiza esta agrupación y los actos de repudio ejecutados por el régimen de Fidel Castro se debe al poder que le confiere a los segundos un Estado totalitario. Nada los aparta en el apego a la irracionalidad, la intolerancia y la simplicidad de los medios.
Saavedra es un hábil titiritero siempre dispuesto a mostrar su espectáculo. A veces actúa por cuenta propia, otras no es más que un instrumento de intereses mayores, como ocurrió durante el recuento electoral. Tiene todo su derecho. Pero no debe ser ignorado. Es la mejor manera de proteger la misma libertad que le permite mostrarse, irritado y vehemente, ante el fotógrafo de turno.