El pordiosero le reclama a Rui Ferreira, mientras aprieta un dólar en la mano. Quiere más. Yo le acabo de dar dos dólares, pero no los considera suficientes. Es un hombre joven, que sostiene una hermosa niña negra en el brazo que se agita con el reclamo. El segundo dólar ha desaparecido de su mano y sigue esgrimiendo ese billete único, como si de pronto fuera un funcionario de la Reserva Federal a punto de pronunciar un discurso. Rui le responde que ya se le he entregado suficiente dinero. La discusión ocurre mientras retrocedemos hacia el automóvil, luego de sacar varias fotografías de las ruinas de la catedral haitiana en Puerto Príncipe, y observar como otros pordioseros —niños, mujeres, adolescentes, ancianos, una embarazada y un hombre que ha perdido una pierna y avanza ágil con sus muletas— se dirigen hacia nosotros. En Haití, una situación de este tipo puede tornarse de pronto peligrosa, y en ocasiones muy peligrosa.
Los términos misericordia y violencia penden, como tantas cosas en este país, de un hilo muy delgado. Yo no me detengo, pero veo que Rui se para y busca entre dólares, euros, yuanes y reales hasta encontrar un par de billetes haitianos. No sé cuál es su valor, si veinte, cien, doscientos o cuatrocientos gourdes y se los entrega al mendigo.

―¿Qué te reclama el hombre, no estaba conforme con los dos dólares?, le pregunto a Rui.
―Es que me dijo que era muy poco, que prefería las limosnas en gourdes. Que con la depreciación del dólar, cuando llevaba éstos al banco, le daban muy poco a cambio.
Las fotos son de Rui Ferreira, salvo la que él aparece, que la tiré yo.
Las fotos son de Rui Ferreira, salvo la que él aparece, que la tiré yo.