En febrero de este año llegó a la categoría de noticia provinciana que con el voto unánime de sus siete miembros, el Concejo de Hialeah acordó solicitar al Congreso de Estados Unidos que prohíba la entrada de artistas y músicos cubanos procedentes de Cuba.
Hasta el momento, la repercusión nacional o internacional de los alegres censores de Hialeah ha sido nula, aunque sospecho que no pierden las esperanzas.
Sin embargo, la resolución del Concejo de Hialeah es un buen ejemplo de una confusión cotidiana en Miami y sus alrededores, que se manifiesta a diario con la invocación de un par de nombres de artistas locales.
“Gloria Estefan no ha ido a cantar a la isla, mientras que Silvio Rodríguez ya se ha presentado en Estados Unidos.”
En lugar de Estefan, puede colocarse el nombre de Willy Chirino o de otro artista local. No hay diferencia alguna.
Este argumento parte de una premisa falsa. Cuando Washington habla de intercambios culturales entre Cuba y Estados Unidos, se refiere precisamente a que artistas y grupos culturales de las dos naciones realicen visitas, sin incluir necesariamente la actuación de artistas exiliados.
La política de embajadores culturales, típica de la guerra fría, nunca fue concebida como una forma de confrontación, sino todo lo contrario.
A Moscú fue Benny Goodman y Dave Brubeck, no una orquesta de balalaikas de inmigrantes rusos. Louis Armstrong se convirtió en embajador musical ―y viajó a diversos países tras el fin de la II Guerra Mundial y en plena guerra fría, incluso a varias naciones africanas que estrenaban su independencia―, no Nina Simone, una excelente cantante y pianista de marcada participación en el movimiento de los derechos civiles. La neutralidad se prefiere en estos casos. No siempre ocurre, tampoco es un punto de vista o una conducta que hay que aprobar, es simplemente la norma establecida.
El exilio cubano comete el error de juzgar los intercambios culturales bajo la ilusión de Miami como nación. En Hialeah parecen existir iguales sueños de grandeza. Creen que cualquier aspecto de la política estadounidense hacia Cuba debe funcionar de acuerdo a sus intereses y que ellos representan a Estados Unidos en cualquier aspecto de la relación entre Washington y La Habana. Nunca ese sector del exilio se ha repuesto del golpe que debía haberlos devuelto a la realidad: la salida del niño Elián.
Reconocer no solo que fue un error político batallar por la permanencia del niño en Miami, sino fundamentalmente un acto de arrogancia del exilio, continúa a la espera del necesario debate.
En el caso de los intercambios culturales entre Cuba y Estados Unidos, estos ni siquiera llegan a la categoría de un programa del Departamento de Estado, sino que todo se ha limitado a la facilitación de visas de entrada y permisos de viaje por parte de Washington. El rechazo con el cual se ha recibido esta flexibilización, por parte de los legisladores cubanoamericanos y el sector más reaccionario de la comunidad exiliada, es simplemente otra muestra de esa visión que predomina en esta ciudad, entre aquellos que viven encerrados en su frustración e intransigencia, de cara al pasado y no al presente o el futuro.
Durante años, dos tendencias han conformado las reacciones ante los artistas e intelectuales procedentes de Cuba, que acuden a Miami. La primera es de franco rechazo, de oposición abierta, desprecio y odio. La segunda, una búsqueda pasiva de un espacio abierto que permita el encuentro. Ambas han demostrado sus limitaciones, una pobreza de imaginación y la carencia de la fuerza necesaria para echar abajo los obstáculos, colocados por los empecinados en el pasado.
Apocalípticos e integrados bajo las categorías de la tolerancia y la intolerancia, en el exilio se ha desaprovechado la oportunidad de definir una posición que evite la manipulación del régimen castrista. La incapacidad de arrojar el lastre de un nacionalismo provinciano ha hecho que, junto al hostigamiento contra un supuesto enemigo llegado de la isla, se incremente la sobrevaloración de la nación existente antes del primero de enero de 1959. Un fenómeno con culpables no sólo en La Pequeña Habana.
El cierre de puertas, para no ver lo que ocurre en la otra orilla fue por años la norma. Ocurrió de ambas partes, pero no con igual significado. En Cuba ha sido un gobierno que censura por decreto. En el exilio, un grupo de vocingleros que intenta imponer sus criterios. A 90 millas se optó por omitir o reducir al mínimo la labor cultural, que en condiciones adversas se ha desarrollado en Miami y otras ciudades de la diáspora. Se censuraron nombres, todavía en algunos casos se censuran. Se han producido cambios en Cuba en este sentido, si se compara con el vacío existente décadas atrás. Pero no sólo se deben reconocer los avances, sino llamar la atención sobre lo mucho que queda pendiente. No hay comparación, en cuanto a resultados y alcance, entre las prohibiciones en Miami y en Cuba, pero sí en lo que respecta a las intenciones torcidas.
Ahora bien, este es un problema entre cubanos. Protestar por la llegada a esta ciudad de un artista o intelectual procedente de la isla puede ser un acto legítimo, cuando se realiza acorde a las normas establecidas por la democracia. Tratar de censurar, de prohibir un concierto o impedir una charla no es sólo es comportarse igual que el régimen castrista, sino ignorar de forma soberbia a quienes conviven y soportan a los gritones de siempre en esta ciudad.
Este artículo es en parte variaciones sobre un mismo tema, que he tratado con anterioridad en Cuaderno de Cuba. Este empecinamiento no es más que la otra cara de uno igual, aunque en dirección contraria, manifestado por un sector del exilio cubano empeñado en detener cualquier avance hacia la democracia, tanto en Miami como en La Habana.
Este artículo es en parte variaciones sobre un mismo tema, que he tratado con anterioridad en Cuaderno de Cuba. Este empecinamiento no es más que la otra cara de uno igual, aunque en dirección contraria, manifestado por un sector del exilio cubano empeñado en detener cualquier avance hacia la democracia, tanto en Miami como en La Habana.