Era a mediados de la década de 1970 y ese día me había tocado ir a la microbrigada. ´´El es buena gente. Yo he estado en su casa´´, dijo de pronto uno que trabajaba a mi lado. Se refería a quien era entonces ministro del Trabajo, un sujeto desagradable y distante, de baja estatura, que siempre asistía a las reuniones enfundado en una chaqueta de cuero negro, para que a ninguno de los asistentes le quedara duda de que vivía en un clima refrigerado.
´´¿Y que tu hacías en casa del ministro?´´, le preguntó otro, mientras la capa de relleno en la pared seguía aumentando de volumen innecesariamente (´´A mí que me importa, no voy a vivir aquí´´, había respondido antes, cuando le advirtieron que todo ese cemento y arena, mal mezclado y acumulado terminaría rajándose a los pocos meses).
´´Fuimos a hacer un trabajo´´, y no había orgullo, pero tampoco pena o bochorno en sus palabras.
´´Así que el ministro mandó a hacer una reparación en su casa a miembros de la microbrigada. Yo jamás hubiera ido´´, afirmó el que seguía tirando mezcla contra la pared, aunque la mitad de cada paletada caía al suelo.
´´No fue un arreglo, fue una ampliación´´, dijo el primero, que comenzaba a arrepentirse de sus palabras.
Lo peor, lo verdaderamente malsano, es que ninguno de nosotros, de los que esa mañana hacíamos labores de construcción― muchos sin saber nada de cómo se levantaba una pared o se hacía un encofrado― estábamos realmente asombrados de lo escuchado. Que un ministro utilizara una fuerza laboral, que supuestamente llevaba a cabo la labor ejemplar de edificar viviendas para ellos y sus compañeros de trabajo (´´los gloriosos cascos blancos´´, como los había llamado Fidel Castro), era una prerrogativa más que podían permitirse los que estaban por arriba en la jefatura de mando, como vivir encerrados en habitaciones con el aire acondicionado al máximo y tener a su disposición una flotilla de automóviles, mientras afuera, en la otra realidad del país, lo único disponible eran ómnibus viejos y destartalados que nunca llegaban a tiempo y calor, mucho calor.
¿La estará emprendiendo el gobierno de Raúl Castro con los miles de pequeños corruptos que existen en Cuba? No sé si dispone de la fuerza necesaria para ello. Ojalá y así sea, pero lo pongo en duda. En primer lugar porque los procesos que se conocen hasta el momento tienen que ver con algunos desmedidos, que en un momento dado pensaron que podían obrar ´´por la libre´´. En segundo, porque la corrupción es inherente al sistema implantado en la isla: algo endémico, pero que a la vez trata de aparecer como ajeno, impostado.
Más que un gobierno propiamente dicho, Fidel Castro estableció una forma de mando, que en buena medida aún se mantiene en pie en el país, donde logró aunar una apariencia protofacista en lo ideológico, las consignas, las grandes concentraciones y marchas y los discursos del líder con una administración nacional ―casi doméstica―, más cercana a un estilo mafioso, gansteril, donde el reparto de cuotas de poder a determinadas familias quedaba siempre supeditado a la voluntad del jefe, que era a la vez padrino y líder; dispensador de prebendas y castigos. Así, durante su mandato, el destape de un corrupto era más bien una pérdida de la gracia otorgada por el jefe (´´cayó en desgracia) que el resultado de una verdadera operación de rastreo, denuncia y castigo de lo mal hecho.
Al parecer Raúl Castro ha modificado esta ecuación, y el perseguir los diversos tipos de corrupción es una prioridad de su gobierno. Pero más allá de la consideración ―que no debe pasarse por alto― de que estas investigaciones son en primer lugar una fórmula para sacar del camino a los partidarios de su hermano mayor, queda la interrogante de si el sistema administrativo que se quiere mantener en Cuba es capaz de existir sin la corrupción, si ese mecanismo de desvío de recursos, latrocinio y desorden no es también una fuente de estabilidad para el gobierno.
Lo que resulta muy difícil, casi imposible, es eliminar toda esa corrupción imperante en la isla sin dar al mismo tiempo formas alternativas de obtención de recursos, ingresos e incluso de enriquecimiento.
Ofrecer esa lista menguada de ocupaciones ―más bien propia de un feudo que de un país subdesarrollado― no alimenta las esperanzas de que en un futuro cercano surja en la isla un sector privado legal, que por su propio beneficio combata, en lo individual y lo nacional, una corrupción que limite su desarrollo.
Uno de los aliados que por décadas ha empleado el gobierno cubano es la escasez. La falta desde alimentos hasta una vivienda o un automóvil ha sido utilizada, tanto para alimentar la envidia y el resentimiento, como en ocupar buena parte de la vida cotidiana de los cubanos. En tal situación, la corrupción y el delito han reinado durante más de cincuenta años del proceso revolucionario.
Ya los ministros no pueden utilizar a los microbrigadistas para arreglar o ampliar sus viviendas, sencillamente porque las microbrigadas han desaparecido. Ello no le impide a cualquiera que tiene un puesto más o menos importante en Cuba el buscar alguna forma de obtener beneficios de forma fraudulenta. Le va la vida ―o al menos la vida fuera de la cárcel― cuando lo hace. También pierde una vida ―mejor, más priviligiada― cuando no lo hace.