La problemática sobre el escritor cubano y la situación imperante en la isla y el exilio perderá importancia una vez que Fidel Castro muera, ya que la figura del gobernante cubano es el eje noticioso que alienta a la prensa mundial a situar a la nación caribeña en las seis columnas reglamentarias.
No quiere decir que con el fin de Fidel Castro desaparecerán las noticias de Cuba, pero salvo en situaciones extremas bajarán de categoría. Y el debate sobre el intelectual y la sociedad no tiene sentido alejado de la prensa.
Con menos pompa y circunstancia, la discusión quedará reducida en gran parte a una existencia que se justifica en base al éxito. Las leyes del mercado como una forma de censura.
Ocurrió con el programa de televisión de Alexandr Solzhenitsin, cancelado en Moscú debido a la carencia de televidentes, o con el diario de Bujarin (¿o era de Zinoviev?) sin imprimir por el temor a la falta de lectores. Se repite con la poca importancia que tienen las opiniones de los escritores norteamericanos para la opinión pública de esta nación, donde hace unos años provocaron más polémica unas palabras desfavorables al gobierno del expresidente George W. Bush de las Dixie Chicks que unas declaraciones de Norman Mailer. Y eso que, al igual que Hemingway, Mailer era un escritor mediático como pocos.
Junto al hecho de que en Estados Unidos se puede expresar libremente cualquier opinión, esté o no en desacuerdo con el gobierno de turno, hay otra verdad fundamental: los políticos saben que cualquier declaración o denuncia de los intelectuales tiene los días contados, si es que llega a los diarios.
En este país el público vive sumiso a una aparente variedad de información y entretenimiento ―aunque determinada por la fórmula del espectáculo― que no admite la prolongación de cualquier acto, salvo en casos muy selectos, como fue el drama del niño balsero Elián González, donde precisamente se mezclaban todos esos ingredientes capaces de convertir a la noticia en capítulos de telenovela.
En la medida en que Cuba comience a ser más libre, el escritor disidente u oficialista verá una disminución de su importancia extra literaria.
Sólo en las sociedades cerradas no tienen cabida oficial el cinismo y la superficialidad como sustitutos de un afán intelectual —casi siempre inútil— por mejorar la sociedad. Pero más que hablar de una ventaja en estos casos, la situación puede resumirse en una culpa mayor: la imposición de la parodia disfrazada de alegato político, medidas pueriles y represión sin límites.
Stalin, por ejemplo, catalogaba a los escritores y artistas de gente voluble, de una naturaleza sumamente peligrosa. Luego en Cuba, Ernesto Che Guevara, con una vocación frustrada por convertir en literatura sus recuerdos de guerras, atacaba a los intelectuales con lo que para él era su mayor pecado: no ser verdaderos intelectuales. Ahora ―de la tragedia a una izquierda ridícula― su hija Aleida acaba de confesar que le pidió al presidente venezolano Hugo Chávez que nacionalizara la prensa, es decir, que impusiera la censura informativa. Entre paréntesis, Aleida Guevara hasta ahora solo ha demostrado ser una buena administradora de la marca comercial que constituye su padre.
En el caso de las sociedades democráticas occidentales, no disminuye el interés del gobierno y los políticos por los medios de prensa, pero sí es más señalada la diferencia entre el escritor y el periodista. Aunque aún se combinan ambos oficios, muchos escritores recorren otros caminos más moderados a la hora de buscar la forma de ganarse la vida.
Es decir, mientras el columnista y el reportero continúan formando y dándole movilidad a las opiniones públicas, el escritor por lo general se refugia en la cátedra universitaria.
Al mismo tiempo, lo que ocurre en una sociedad democrática es que la necesaria libertad intelectual viene por lo general asociada a un menor interés de los centros de poder —y en última instancia de toda la sociedad— en las obras literarias y artísticas.
Este hecho no ocurre de igual forma en todas las naciones, pero en general se puede hablar de un proceso de parcelación cultural y social. Como parte de ese proceso, las universidades y diversas instituciones asumen los valores de determinados grupos, o consideran necesaria su divulgación, y facilitan la creación y publicación de obras literarias y artísticas, con el objetivo de distribuirlas en un circuito más o menos amplio. Por otra parte, actúan como contrapartida al rechazo y desconocimiento de la cultura, en un mundo donde la lectura y la participación en actividades culturales ocupan un lugar secundario, cada vez con mayor intensidad.
En muchos casos, todo ello lleva a la existencia de una censura invisible: la creencia de que no vale la pena publicar una obra cuando no existen posibilidades de divulgarla y discutirla. No hay mejor imagen del infierno que el cuento del borracho con la botella sin fondo y el amante que tiene sentada en sus piernas a una mujer sin vagina: la necesidad perenne y no satisfecha, eso es el infierno. Pero el castigo convierte a los condenados en algo peor: un borracho que sigue siendo borracho aunque llegó a olvidar el sabor de la bebida, y un amante dedicado a un gesto estéril mientras en su memoria se pierde la sensación de tibieza femenina.
La represión gubernamental y esta censura invisible son dos problemas diferentes a los que se enfrenta cualquier creador. Pero una diferencia entre ellos es que mientras el primero a veces alcanza a los titulares de los periódicos, el segundo permanece como una carga constante —anónima e implacable— que hay que enfrentar a diario.
Fotografía: decenas de cineastas y hombres disfrazados de zombies "asaltan" el sábado 29 de octubre de 2011, el pueblo cubano de San Antonio de los Baños, cerca a La Habana, donde desde hace cuatro años se realiza la única caminata de muertos vivientes que tiene lugar en la isla. EFE/Alejandro Ernesto