Resulta curioso que mientras La Habana aún mantiene un discurso revolucionario de cara al exterior, en el lenguaje dirigido a la población enfatiza tesis reaccionarias, en su intento de infundir temor ante el cambio que no sea pausado, a largo plazo y bajo un control férreo.
Asistimos entonces a una confrontación que se define fundamentalmente por las retóricas de la intransigencia, según Albert O. Hirschman (The Rhetoric of Reaction), en donde casi nunca se escuchan las voces de un pensamiento opositor más avanzado, que se libre del estigma de ser considerado parte del pasado en lugar de promotor del futuro.
Tres son los recursos fundamentales que destaca este académico de Princeton:
La tesis de la perversidad, donde se sostiene que toda acción deliberada para mejorar el orden social, político y económico sólo sirve para agudizar la situación que se desea remediar. La tentativa de empujar a una sociedad en cierta dirección tendrá como resultado que se mueva efectivamente, pero en la dirección opuesta.
La tesis de la futilidad, la cual argumenta que los intentos para llevar a cabo reformas sociales serán nulos o de alcance limitado debido a su fragilidad teórica. Todo pretendido cambio es, fue o será en gran medida de superficie, de fachada, cosmético, y por tanto ilusorio, pues las estructuras “profundas” de la sociedad permanecen intactas.
La tesis del riesgo, que afirma que el costo político y social de las reformas propuestas sólo sirve para poner en peligro los logros precedentes. El cambio propuesto, aunque acaso deseable en sí mismo, implica costos o consecuencias inaceptables.
Lo curioso en el caso cubano es que estos tres argumentos han sido utilizados a la vez por el gobierno de La Habana y sus opositores.
En este sentido, tanto los que a diario se les catalogan de “castristas”, como a otros que se les cuelga el cartel de “anticastristas”, difieren en objetivos y valores, pero en la formulación de sus discursos recurren a un esquema retórico similar.
Ello hace que en gran medida un ideal conservador estrecho defina hasta el momento la discusión sobre Cuba, y no sólo en el plano teórico sino igualmente en la toma de decisiones.
En última instancia, y pese a los reiterados llamados al “cambio” —una palabra de la que se ha abusado en ambas costas del estrecho de la Florida—, el objetivo es la estabilidad, considerada como un estirar todo lo posible la situación vigente.
Las tres tesis de Hirschman han sido usadas ampliamente para criticar a la revolución cubana, no sólo pero principalmente desde una posición conservadora. Estas constituyen el discurso diario que se escucha en Miami y son repetidas una y otra vez por los exiliados.
De esta forma, desde el exilio se argumenta que tras un largo proceso —cuyos triunfos más amplios se posponen siempre, dirigidos hacia un futuro y casi carente de resultados presentes—, la mayoría de los residentes de la isla se encuentran en peores condiciones de vida que antes del primero de enero de 1959.
La crítica a La Habana desde Miami enfatiza que los costos y consecuencias de contar con una cobertura médica y educación gratuitas —de por sí cada vez más deficiente en estos momentos—no compensa las limitaciones sociales, económicas y de libre expresión a que se ven expuestos los cubanos.
La conclusión es que, al haber existido en la isla un cuerpo de leyes avanzado (Constitución de 1940), sindicatos, clínicas mutualistas y un desarrollo económico en marcha, no había razones para el surgimiento de una revolución.
Una conclusión que puede deducirse, al escuchar tales afirmaciones, es que la situación en Cuba, con anterioridad a la llegada de Fidel Castro al poder, era superior a la actual. Otra es que el exilio proyecta una visión de la isla que se fundamenta en una época anterior y sólo aspira a una vuelta al pasado.
La utilización de éstos y otros argumentos similares permiten al menos dos acotaciones:
La primera es que la retórica, que por lo común emplea el exilio para criticar al gobierno cubano, no se aparta en su formulación a los recursos verbales y al pensamiento propios de la reacción, incluso cuando son esgrimidos por quienes se niegan a ser catalogados de derechistas, reaccionarios o contrarrevolucionarios.
La segunda ejemplifica lo difícil que ha resultado y resulta que los motivos de los exiliados sean aceptados en otros países, al tiempo que pone de manifiesto el sentimiento de aislamiento que éstos enfrentan.
Lo que agrega mayor frustración a muchos exiliados es que, pese a que muchos de los argumentos anteriormente mencionados se encuadran en una retórica reaccionaria, son verdaderos.
La paradoja es que muchos que nacieron sin propiedades y sin la más remota posibilidad de ser “explotadores” ―y ahora viven en Miami― son vistos como enemigos de un sistema que hace mucho tiempo no promulga una sola medida que implique el mejoramiento social y económico de la ciudadanía.
La retórica “revolucionaria” que proclama el régimen no es más que un conjunto de tesis reaccionarias, que se apoyan en la apatía y desmoralización de la población; la inercia y la falta de esperanza de los habitantes del país. Junto al descrédito de ser el propio régimen quien produzca un cambio significativo, se encuentra el hecho de que el gobierno castrista ha matado —o al menos adormecido— el afán de protagonismo político, tan propio del cubano. El exilio como futuro es un aliciente mayor que un enfrentamiento callejero.
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