No hay mejor negocio que el de la frita. En el país de las hamburguesas, basta con conseguir un poco de carne molida de inferior calidad, echarle mucho condimento, ponerla en un pan y agregarle papitas. Nunca faltan los clientes: primero en avión y luego en bote y ahora en balsa. La frita tiene diferentes nombres: fritafarmacia, fritabodega, fritagasolinera, fritabotánica, fritabanco, fritafuneraria, fritaiglesia, fritatemplo, fritarevista, fritaradio, fritatelevisión, fritateatro, fritaperiódico, fritalibro, fritaescuela, fritapolítico, fritamédico, fritalocutor, fritanalista, fritacantante, fritaescritor, fritapintor, fritaurbanista, fritavendedor, fritamecánico, fritapropietario, fritaempresario, fritactivista, fritagitador, fritaterrorista, fritacombatiente y tantos y tantos que han terminado por hacer una ciudad y una isla en medio de un continente. El exilio ha resultado un gran negocio para unos pocos. Para la mayoría una vida de frustraciones y esperanzas. Hay que imaginar lo difícil que es hacer una buena hamburguesa, gastar en publicidad, pagar salarios y seguros, y terminar arruinado porque una cadena pone una hamberguera en la esquina. Pero todo se resuelve abriendo una fritería: las viejitas vienen porque les dan las medicinas sin receta y compran jabones y desodorantes y regalos para los nietos a cuenta del Medicaid; los oyentes sintonizan, contentos de que le recuerden lo bien que se vivía en la Cuba de antes, les repitan los desmanes del castrismo, la necesidad de mantener el embargo, la avaricia de los empresarios que quieren comerciar con el tirano y la maldad de la prensa norteamericana que ellos no leen; todos van a la bodega donde cambian los cheques del welfare, se compran más cosas con los sellos de alimentos y la cajera pregunta por el hijo al que no le dan la salida o no le acaba de llegar la visa; no hay como un banco en que brinden un cafecito al hacer un depósito o cambiar un cheque; nada mejor que conseguir un transportation cuando se acaba de llegar, con alguien que lo financia aunque no se tenga crédito, pese a las mensualidades muy altas y a que el automóvil comience a dar dolores de cabeza y a romperse en la esquina. Y lo mejor es no preocuparse cuando pagan por la izquierda y así se evitan los impuestos y no se piensa en el retiro y no hay nada que hacer con la falta de seguro y el dinero aunque es poco parece más, con la felicidad de que es cash porque así se evita el cruzar los dedos para asegurarse de que tiene fondos cuando dan un cheque.
Eso era Miami: un refugio: con las ventajas de una isla desierta y sin los inconvenientes de una isla desierta. Una ciudad donde pocos conocían —y menos lo conocen hoy— de la existencia del escritor inglés y líder sionista Israel Zangwill, aunque a veces algunos repiten el título de su obra de teatro más famosa: The Melting Pot. Para Zangwill, a principios del siglo pasado, Estados Unidos era el crisol donde los inmigrantes de todas las naciones venían a fundirse. Pero si hubiera imaginado que varias décadas después casi un millón de cubanos se iban a establecer en este país, habría cargado con su caldero para otra parte: las naciones y razas que se mencionan en The Melting Pot proceden de Europa: los asiáticos, negros, caribeños y latinoamericanos quedan fuera de la definición; como los mexicanos en el recuento de los 21 asesinatos de Billy The Kid.
Cuando en 1959 se inicia la diáspora cubana, los primeros en llegar no pensaban como Zangwill ni tenían el menor interés de fundirse en el pot. Creían que su permanencia en este país sería breve. Pronto los acontecimientos les hicieron modificar ese punto de vista, pero ello no evitó el surgimiento de una leyenda, donde Miami pasó de un resort a un sitio de veraneo en la “capital del exilio cubano”: la dualidad que define la ciudad.
¿Qué hay de malo en la frita? Nada, mientras no se le trate de negar a los demás la posibilidad de comerse una hamburguesa. Ningún problema, mientras no se intente callar a quienes la critican. Algo sabroso para un día o para todos los días, siempre y cuando no sea lo único que se obligue a poner en la mesa. En Cuba a muchos la revolución nos negó conocer el sabor de la frita. Poco nos importa, tras la decepción del McDonald’s, para quienes la patria son dos o tres calles, un cine y unos cuantos amigos. Los que llegamos después del Mariel somos la generación de la pizza. No de la pizza cubana: de cualquier pizza en cualquier pizzería: la que más nos guste, la que más cerca nos quede.
(Miamenses y Más)