En vigor desde el 19 de marzo de 1962, tras la implementación de una ley “para la mejor distribución de los abastecimientos”, la libreta de racionamiento en Cuba ha pasado por una transformación que refleja esa especie de montaña rusa, oxidada y en desorden, que es en la actualidad el modelo de gobierno imperante en la isla.
Si por décadas la libreta fue vista con odio por buena parte de la población, y como un instrumento destinado a obtener ingresos extras para algunos, hoy languidece cada vez más su acción y efectividad: con ella solo se puede obtener poco y malo de los escasos alimentos subsidiados que brinda el régimen.
La cuestión fundamental es que la libreta tiene dos aspectos, aunque se tiende a enfatizar uno y a olvidar el otro. Por una parte, se le considera un instrumento que regula la cantidad que se puede adquirir de un producto alimenticio, desde frijoles hasta algún tipo de carne. Esta función reguladora y restrictiva ha sido objeto de crítica, en Cuba y Miami, desde hace décadas. Pero hay otra función que cumple la libreta, la de canasta básica de alimentos: un medio que permite la adquisición de alimentos subsidiados. En los últimos años, es esta segunda función la que más ha sido destacada por la prensa, nacional e internacional, y por los propios cubanos, al punto de existir el temor de que ésta desaparezca. Se trata de un sentimiento de difícil comprensión para quienes abandonaron el país cuando la libreta era aún la presencia omnímoda de Fidel Castro en la mesa familiar.
De hecho, si la libreta se elimina, es posible que el gobierno cubano se vea obligado a poner en práctica alguna forma de subsidio, para un grupo básico de alimentos, destinado a las familias menos favorecidas. El gobernante Raúl Castro se ha referido a este sentido y no a la función igualitaria que con poco éxito la libreta desempeñó durante tantos años.
No deja de resultar conveniente que se imponga un enfoque más realista: la libreta sólo resuelve, a duras penas, la alimentación por algunos días, y siempre ha provocado más rechazo que cualquier otro sentimiento y opinión. Sin embargo, este enfoque no va muy lejos cuando no se aplican las reformas necesarias para superar las deficiencias.
Los productos por la libreta no cubren ni remotamente las necesidades mínimas y el problema de la falta de alimentos en los establecimientos estatales es ya una situación endémica en Cuba. El gobierno de Raúl Castro ha intentado organizar un poco mejor la economía, combatir la corrupción e incentivar ciertos sectores productivos como el campesinado. Hasta ahora, los resultados han sido muy limitados.
Hasta la prensa oficial cubana reconoce que el mercado negro ha sustituido, en más de la mitad de las empresas estatales de La Habana a la gestión socialista, lo que pone en evidencia el abismo entre los ingresos y el precio de los productos y los servicios. Y esto es solo para poner un ejemplo.
Desde que surgió la libreta, como medida igualitaria, el ya existente mercado negro reafirmó su posición de contrapartida. Al supuesto racionamiento ―que colocaba a todos los cubanos en fila, a la espera aburrida del mismo cartucho de frijoles, las iguales pocas onzas de café y eltem similar muslo de pollo raquítico― se enfrentó un aparente cuerno de la abundancia, no libre de peligros y a precios excesivos, que brindaba la posibilidad de tener, y en abundancia, lo que otros no tenían.
La fuente principal de suministros para el mercado negro siempre ha sido el robo. Un bodeguero o administrador sustraía determinado producto y lo vendía de contrabando. En ocasiones las mercancías se le robaban directamente al Estado, sacándolas de sus almacenes, pero en otras eran los consumidores los robados, quienes recibían menos de lo establecido. El ejemplo clásico del carnicero que alteraba la balanza y a cada comprador le daba un par de onzas menos de carne, para al final del día contar con varias libras que vender a sobreprecio.
El egoísmo y la desigualdad eran entonces las motivaciones principales para cometer el delito, mientras que el afán de una sociedad igualitaria impulsaba a los guardianes del orden. La libreta entraba en este esquema pueblerino del robo y la corrupción, transformada en un código de conducta, casi una segunda constitución cubana, la ´´carta magna´´ a exhibir en la bodega de la esquina ―porque siempre fue ajena al concepto de supermercado―, donde su ámbito era limitado pero su alcance se extendía a todo el país.
Hoy la libreta de abastecimiento no es más que un documento, en la mayoría de las veces manchado y desgastado por la calidad del papel en que se imprime, que ha llegado a situarse en la subasta de ebay con la esperanza de obtener algún comprador.
Esta pérdida de valor de la libreta no es más que un reflejo de la Cuba actual. No hay un gran mérito en esa forma de desaparición paulatina, al estilo del gato de Cheshire. Con la única diferencia de que, en lugar de sonrisa, al final quedará sólo una mueca sucia.