miércoles, 7 de marzo de 2012

La puerta y el portero


Hay un error fundamental, una mala intención además ―y quizá esto segundo sea lo que realmente cuente― en limitar la celebración de los 40 años de la revista Criterios a la exclusión de entrada a tres personas. El hecho en sí es lamentable. La condena válida. Pero centrarse en lo ocurrido en la puerta aparta la discusión o el análisis de lo realmente importante: el debate que se celebró en el interior. El resto es rebajar a los panelistas, y al director de la revista y organizador del evento, al papel de porteros. Nada malo hay en ser portero, salvo que nadie acude al simple hecho de verlo abrir y cerrar una puerta a diario. El portero carece de poder de convocatoria; la puerta, o mejor dicho lo que hay detrás de la puerta, sí.
En la Cuba actual, y en especial si se trata de un evento cultural, vale la pena destacar lo que ocurre tras la puerta por una sencilla razón. Porque si seguimos limitándonos a ver solo el rol que desempeñan los organismos represivos en imponer restricciones a una labor cultural ―si continuamos enfatizando lo que se calla, si una y otra vez apostamos a lo que no ocurre―se termina dando la impresión de regodearse en lo oscuro, bajo el amparo de defender a las víctimas, reclamar el abrir la puerta para tres. Citar la cifra ―al menos tres, quizá fueron más― no rebaja la condena del hecho, sino que simplemente fija parámetros. Igual de condenable sería la exclusión solo de uno
Por otra parte, los más de cincuenta años de régimen totalitario en Cuba son también la historia de las exclusiones y las puertas cerradas. Desde el portero de restaurante que entendía que su función era cerrar la entrada hasta la codiciada invitación para ver el estreno de una película extranjera en la Cinemateca de Cuba. Así que el no dejar pasar ha sido la norma durante décadas. Ello no justifica cualquier política de cierre, sino sitúa la circunstancia bajo la cual se define cualquier actividad en la isla.
Lo que hace particularmente notable ese abre y cierra es su carácter político. La política de la exclusión y pertenencia existe en otras partes sin que de inmediato se produzcan protestas. Es más, este criterio político que acompaña al cargo de portero ―y lo define, con razón o sin ella― en miembro de un cuerpo represivo es también lo que convierte en codiciada la entrada. Ese público que llena cualquier sala en la isla ―ya sea por compulsión, interés o curiosidad―se vuelve esquivo a la vez que llega al exilio, desaparece, se pierde en las autopistas y supermercados.
Todas estas consideraciones pueden ser interpretadas como excusas, incluso como una velada ― no tan velada― justificación de una política de exclusión. Son todo lo contrario. Lo que se busca destacar es que resulta más saludable acompañar la defensa de las víctimas, el reclamo de los excluidos, con una exposición clara de lo que sucedió. De lo contrario, la exclusión adquiere un carácter doble: tanto de deja en la calle al que quiere ser espectador del conversatorio como se limita a este último a un simple acto en que tres no pudieron entrar.
En este sentido, creo necesario reproducir ahora varios fragmentos de lo que se dijo en la presentación de Criterios. Es posible que para unos no se habló de nada nuevo. También es de esperar que para otros cualquier conversatorio carezca de sentido, salvo que se señalen las excelencias del libre mercado, la maravillosa globalización y el paraíso prometido por un capitalismo sin restricciones, sin olvidar el buen sabor de la Coca-Cola. Pero vale tener la esperanza que para algunos, desde el exilio, resulta un alivio escuchar estos criterios desde Cuba.
Dice Arturo Arango:
En relación con Cuba, lo que mi inconsciente espera continúa irrealizado: mi ansiedad, me doy cuenta, tiene que ver más con el medio que con el mensaje; con la forma del discurso que con el relato con que da comienzo el día. Lo digo muy directamente: espero cambios que se realicen, ante todo, en la forma como los órganos de poder político (Partido, Estado, gobierno) intervienen en la esfera pública.
Trato de decirlo de otra manera, de invertir el punto de vista: los cambios que necesitamos, los que ya están en marcha, me parecen insuficientes y, sobre todo, contradictorios, a veces hasta reaccionarios (en el sentido en que comprendo esa palabra) si no se democratizan los modos de participación en la esfera pública: los modos en que, en un proyecto de sociedad que espero sea de una vez por todas democrático, esa esfera sea pública en un sentido horizontal, en la que “han de estar repartidas por igual no sólo las posibilidades de escuchar y de formarse un juicio privadamente, sino también las posibilidades de expresarse” y de “ser escuchado” (Peters).
Desde mi punto de vista, más que una “actualización del modelo económico”, en Cuba ocurre una disputa por la hegemonía, idea que se refuerza por el hecho de que los cambios parecen emprendidos desde el pragmatismo tecnocrático, sin un programa ideológico que los sustente. Al menos, eso es lo que sabemos a partir de lo que el Partido ha hecho público. La pregunta: ¿Hacia qué tipo de sociedad nos encaminamos? contiene otras muchas interrogantes, como ¿qué clase o grupo social detentará el poder? ¿Cómo se ejercerá ese poder? ¿Quiénes serán sus aliados, quiénes sus enemigos?
Dice Leonardo Padura:
Porque el debate público implica no solo la existencia de diversas opiniones, sino la posibilidad de expresarlas y, como bien lo dice su nombre, debatirlas. Habría que preguntarse, para empezar, hasta dónde se ha alentado y desarrollado esa posibilidad en Cuba, donde, por el contrario, a lo largo de décadas se ha aupado y casi que exigido la unanimidad a todos los ciudadanos en los asuntos fundamentales de la cosa pública. La escasez de vías de comunicación o expresión para que los opinantes puedan verter sus criterios acentúa esa limitación, aunque la existencia de las redes sociales y de comunicación han comenzado a diversificar el panorama, no siempre del mejor modo, pero, en cualquier caso, a diversificarlo, y eso es lo importante.
(…)
Uno de los conceptos emparentados con la esfera pública, que más afectan la salud del debate posible y que en nuestro caso hoy se está tratando de enjuiciar es el secreto. Políticamente el llamado “secretismo” administrativo ha sido duramente criticado, en aras de conseguir una transparencia en el manejo de los asuntos de interés e incidencia pública. Sin embargo, las zonas de silencio siguen existiendo en muchos asuntos de incumbencia general y los encargados de ejercer la comunicación pública oficial se ven obligados a mantener su mutismo respecto a ellas. Hoy, en Cuba, un ejemplo vivo es el destino del cable que permitiría la conexión rápida a internet, cuya operatividad estaba prevista para el verano del 2011, y de cuyo estado real solo conocemos rumores, nadie sabe si bien o mal fundados. El acceso a esa forma de comunicación no puede verse, pienso, solo como un problema de las conectividades individuales, tan traumáticas, sino como un problema social y económico que nos compete a todo. Un problema de la esfera pública, al cual nos limitan del acercamiento, y respecto al cual los comunicadores que alguna vez nos trasmitieron la promesa de la prodigiosa conectividad nunca han vuelto a hablar (o al menos no se les ha oído).
Mientras el secreto oficial se ha entronizado, el ámbito de lo individual privado —otro concepto relacionado con la esfera publica, a veces por vía antagónica— se ha debilitado. En este proceso, por supuesto, han intervenido, en nuestro caso, desde razones climáticas y culturales hasta impunidades de todo tipo, más o menos legales, y derechos abrogados oficialmente. Esta tendencia a la intervención en el ámbito privado es hoy de carácter universal, y los eventos terroristas de las últimas décadas han servido de argumento oficial para justificar su presencia. Cualquier inocente consumidor de series como CSI o Without trace sabe que en Estados Unidos es posible saber incluso si la última hamburguesa comida por una persona tenía o no una carga doble de kepchut. Una tarjeta de crédito y una cámara de filmación bastan para quebrar el secreto de una gula privada.
Al menos para mí no resulta ya extraño que algo tan sagradamente privado como la correspondencia postal suela llegar revisada a mis manos, cruzada luego con una cinta donde se me advierte que el sobre arribó en malas condiciones. Tampoco es extraño que mi ámbito sonoro y olfativo privado sea constantemente violado por largas sesiones de reguetón reproducido a altos volúmenes o por el hedor de los cerdos con los que los vecinos tratan de alegrarse o arreglarse sus vidas, sin importarle la mía. Y sin que exista una autoridad reguladora.
Creo que la degradación a la que ha sido sistemáticamente sometida la esfera privada está en el fondo de su debilitamiento. Por años algo tan privado como la preferencia sexual de un individuo, sus creencias religiosas, sus gustos en el vestir, se convirtieron en objeto de condicionamiento de su actividad pública. El hecho de que una aspiración laboral pasara por un proceso de verificación en el que diversos individuos con poder parar hacerlo debían opinar sobre la actitud —actitud, no aptitud— de la persona, advertía de la debilidad del manto que cubría la vida privada del ciudadano.
Esta práctica instituida y sostenida, sumada a una preponderancia absoluta del Estado en el ámbito social, llevó al mentado debilitamiento de la esfera privada, y con él, a la actitud generalizada de no considerar respetable la privacidad (e incluso la propiedad) de los otros.
Los fragmentos de ambas ponencias muestran un debate público en la isla que hay que alentar, más allá de envidias, rencores y ese afán de protagonismo que siempre nos acompaña. De ahí el abuso que he cometido de citarlos in extenso. Resulta más importante para todos divulgar lo que nos une, más allá de lo que nos separa.
Fotografía: participantes en el acto por los 40 años de la revista Criterios.

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