A la hora de votar en Cuba, y si se está en contra del Gobierno y no le queda más remedio que ir a las urnas porque ya le han tocado a la puerta siete veces más de una docena de pioneros diferentes, uno se enfrenta a dos dilemas. El primero es si votar en blanco o poner la cruz en cualquier candidato. Por lo general pone la cruz en cualquier nombre, al estar convencido de que el proceso electoral está tan viciado que no importa lo que el votante haga, al final se impondrán los candidatos que quiere el régimen. Eso se llama desidia. El segundo es si anular la boleta o no, ya que aunque el centro de votación sea de una pobreza absoluta, seguramente en algún lado, posiblemente el techo, este instalado un sistema de cámaras que registre la votación de cada elector. Eso se llama miedo.
Oswaldo Payá luchó tanto contra la desidia como contra el miedo. Tuvo éxitos y fracasos, pero logró lo que ningún otro opositor ha podido: llevar al régimen a efectuar una gran movilización de recursos por la sencilla razón de que unos pocos miles de ciudadanos vencieron el miedo y se sobrepusieron a la inercia y firmaron por un cambio.
El fracaso, suyo y de Cuba, es que ese gesto no ha podido repetirse hasta ahora.
Tras su muerte, en parte de la oposición, disidencia y exilio ha ido creciendo un sentimiento que es cada vez más opuesto a sus ideas.
Uno es aferrarse a una acusación de asesinato político que hasta el momento no tiene muchos puntos en que sustentarse. Pero que de continuar repitiéndose con tal falta de fundamento termina por otorgarle a la seguridad cubana, y en general los cuerpos represivos dentro de la isla, una eficacia extraordinaria.
No hay que sobrevalorar esa eficacia, que por supuesto existe y es propia de cualquier estado totalitario, como un poder casi divino. Es precisamente lo que le ocurre al elector frente a la boleta, que no se atreve a anular porque teme no al policía sino al dios represor, que de alguna manera mira lo que hace.
No hay una cámara colocada en cada sitio de votación, pero sí hay el temor a la cámara en la mayoría de las mentes cubanas.
Eso sí lo ha logrado la seguridad cubana, con el auxilio no solo de agentes, sino de novelas, películas y series de televisión.
Así que de pronto estamos construyendo el asesinato perfecto, en que mueren dos opositores y quedan vivos dos extranjeros, pero lo suficientemente comprometidos como para no servir de testigos.
La conclusión es que cada vez va a resultar más difícil que un político europeo se arriesgue al viaje no oficial a La Habana y que el opositor lo piense dos veces antes de salir a la calle.
Ya de entrada se puede asegurar que esta es una ganancia neta que ha obtenido el Gobierno cubano con relación a lo ocurrido, con independencia de su participación o no en el hecho específico.
Lo lamentable de ello es que la oposición y el exilio han contribuido a ello, de forma consciente o inconsciente.
Otro es magnificar la figura de Payá, al punto de exagerar su papel. Es por ello que resulta tan conveniente un análisis noticioso como el que hace Juan Tamayo en la edición del lunes de El Nuevo Herald.
La muerte de Payá no es el agotamiento de la vía pacífica y el intercambio.
Quienes ahora, de forma oportunista, apelan a la legitimidad del conflicto armado no están haciendo otra cosa que apelar a esa misma desidia e inercia que el votante que no anula la boleta porque está convencido que la elección está manipulada hasta en sus más mínimos detalles.
Una cosa es la posibilidad de un estallido social en Cuba, algo que puede ocurrir en cualquier momento. En este caso la culpa sería de la propia testarudez del régimen.
Sin embargo, ponerse a tocar tambores de guerra desde Miami no solo es irresponsable, sino también inmoral.