Para los exiliados cubanos la lección es doble. Primero porque muchos evocan el sufrimiento del pueblo judío mediante una comparación ridícula. De una manera ofensiva, tanto para Israel como para Cuba, se consideran sus iguales. Hablan del “Holocausto cubano”, cuando la Crisis de los Balseros de 1994 catalogaron a los campos de refugiados en la Base Naval de Guantánamo como ”campos de concentración“, quieren igualarse al cabildeo hebreo y cada vez que hay algo que los incomoda —un cantante que llega a esta ciudad, un deportista que participa en unos juegos aquí, un conferenciante en una universidad del área— repiten la misma jerigonza de que “a los judíos no le pueden hacer eso”.
Segundo, porque cualquier generalización que se intente para equipararse a una población, que por el simple hecho de pertenecer a una raza fue exterminada por millones, sólo sirve a los demagogos de turno. En Miami esto ha sido —y es— un truco barato.
El análisis de Arendt sobre el Holocausto y la cuestión judía —y aquí sí estamos hablando de un caso real de exterminio masivo— va mucho más allá de la ecuación simple de víctimas y victimarios.
Un buen artículo sobre el tema apareció en The New Yorker de 12 de enero de 2009. Es de Adam Kirsch y se titula Beware of Pity. Para leerlo, pinche aquí.