Atrás ha quedado la época en que el triunfo en la boleta, entre los hispanos de Miami, era determinado en gran medida por cubanoamericanos, quienes elegían a sus candidatos de acuerdo a una agenda limitada ⎯y en su mayor parte ficticia⎯, donde la promesa de reducir los impuestos, luchar contra el delito y criticar con firmeza el régimen de La Habana constituían la carta de triunfo.
Durante muchos años, a legisladores estatales y nacionales les bastó esa plataforma estrecha. Lo demás quedó a cargo de una maquinaria política simple pero efectiva: apelar a los residentes de edificios del Plan Ocho, montar en autobuses a los ancianos que almuerzan en comedores para personas de bajos ingresos y movilizar a simpatizantes con una fe ingenua de que los legisladores cubanoamericanos en Tallahassee y Washington iban a contribuir al fin del castrismo. Y además, muchas, demasiadas “boletas ausentes”.
Luego, tras el triunfo en las urnas, esos legisladores se limitaban a beneficiarse de la propaganda obtenida en Miami gracias a frenéticas y repetitivas declaraciones en contra de Castro, que carecían de efectividad pero no por ello dejaban de hacer bulla, así como la promoción de alguna que otra medida en favor de la inmigración controlada y una presencia casi constante en una radio que superaba la amabilidad para convertirse en cómplice.
Llama la atención que en una ciudad que tiene algunos de los peores ⎯o muy cerca de los peores⎯ indicadores nacionales en deserción escolar, elevados precios de alquileres, excesivos costos de salud y porcentajes de personas sin seguro, esos legisladores hayan logrado mantener sus cargos sin tener que explicar nunca su pobre o nula participación en los proyectos destinados a mejorar el nivel de vida de la población más necesitada, incrementar los planes de asistencia a quienes carecen de servicios médicos y hacer al menos algo en favor de los centros educacionales públicos.
Puede argumentarse que en esta ciudad es posible alcanzar niveles de bienestar e ingresos que son superiores, relativamente, a los que logran inmigrantes en otros lugares. Sin embargo, junto a la realidad de triunfo económico de los exiliados cubanos, respecto a otros grupos inmigrantes, se esconde la necesidad de deslindar esta riqueza por zonas y grupos. No limitarse a repetir cifras promedio y datos macroeconómicos.
El cambio ocurrido obedece a dos factores principales. Hay otros que merecen comentarios aparte, pero basta aquí señalar una diversidad en Miami y en el sur de la Florida que lleva a hablar no sólo de cubanos, sino también de otros grupos provenientes fundamentalmente de Latinoamérica, y un aumento constante de inmigrantes cubanos y descendientes de cubanos nacidos en el sur de la Florida que por razones de edad no responden a los criterios y valores de quienes llegaron antes de 1990, una fecha que no es definitoria (podría hablarse de 1980 como la década puente entre un antes y un después), pero sirve para ejemplificar las diferencias más marcadas que existen en la comunidad cubana.
Lo que une a los más recientes exiliados procedentes de la isla, con aquellos que vienen de otros países, no son criterios ideológicos ni políticos, sino una actitud más práctica hacia el país de residencia y el de nacimiento.
Este pragmatismo se expresa en una mayor capacidad de asimilación de la realidad del país de origen, no circunscrita a las condiciones del gobierno actual, sino en relación con sus condiciones geográficas e históricas. Se trata, en buena medida, de una valoración realista que no excluye el mantenimiento de una posición ideológica. Clasificar a un grupo de anticastrista y a otro de favorable al gobierno de La Habana es limitar una actitud política a un catálogo de consignas.
Al tiempo que este pragmatismo establece una actitud hacia la nación de origen, también define un comportamiento en el país de adopción. La valoración del papel desempeñado por los políticos que representan a este grupo tiende a realizarse según los logros que estos tengan en obtener beneficios para la comunidad que los eligió. Al ampliarse los conceptos nacionalistas, comienzan a carecer de sentido los llamados demagógicos y las apelaciones al "voto cubano". En su lugar, la eficiencia se convierte en un patrón de medida.
Una definición más práctica, y más humana, de los vínculos con Cuba no implica un sometimiento al régimen de La Habana. Se trata de dejar a un lado el anticastrismo de cazuela, para avanzar hacia una mayor relación ciudadana entre quienes viven aquí y allá. El abandono de ese anticastrismo parlanchín es la necesidad de elegir, de ahora en adelante, a los futuros representantes y senadores, por la Florida y en el estado, de acuerdo a una agenda que responda a los problemas de la región, que son los que afectan a diario a los votantes que viven aquí.