Tras más de 54 años de proceso revolucionario, la capital cubana representa la más tenaz resistencia a una transformación que, por otra parte, ha vivido todo el país.
La Habana permanece como una referencia a una época desaparecida para siempre y al mismo tiempo es el centro político de las decisiones futuras.
A la vez que han resultado inútiles los intentos ―iniciados tras el primero de enero de 1959― de humillarla, reducir su valor como centro cultural y político. En vano durante un tiempo se trató de disminuir su importancia, aunque tampoco puede señalarse un avance urbano, que permita hablar hoy de una Habana distinta ―en cuanto a grandes edificios, centros culturales y conjuntos arquitectónicos de singular importancia― a la que existía cuando las tropas campesinas entraron a la ciudad, dispuestas a convertir al sitio en sus cuarteles de invierno o de verano, campamento de descanso y entrenamiento guerrillero, cantera desde la cual estudiantes, soldados y profesionales revolucionarios saldrían para llevar los ideales fidelistas al resto de la nación y el mundo.
A lo largo de todo este tiempo, La Habana ha admitido —con renuencia y entusiasmo— a guajiros analfabetos y toscos, jóvenes campesinas que llegaron para aprender corte y costura y no quisieron volver a sus pueblos de origen, técnicos y funcionarios soviéticos y de los países socialistas, idealistas de cualquier parte del mundo, turistas en busca de la experiencia revolucionaria o simples fornicadores, aventureros y estafadores, becados de los remotos confines y año tras año y hasta el momento a los aspirantes a policía y represores: individuos que a cambio de un techo colectivo y una comida mejor están dispuestos a romperle la cabeza a cualquiera, especialmente a quienes ellos desprecian y no entienden.
Durante todo ese tiempo, la revolución ha sido incapaz de crear una arquitectura en que fundamentar su permanencia. Los pocos edificios que pueden asociarse con el presente —o a estas alturas con el pasado— revolucionario han sido víctimas de una apropiación que los desvirtúa del objetivo original: es imposible hablar de la heladería Coppelia sin asociarla a los homosexuales; las viviendas hechas por las microbrigadas son apenas una mención para destacar el deterioro de las edificaciones; la Ciudad Universitaria José Antonio Echeverría (CUJAE) un proyecto a medias; el Instituto Superior de Arte (ISA) un recinto sospechoso de creadores disidentes; el Parque Lenin cumple fundamentalmente la misión de ser una referencia, mencionada al señalar el refugio temporal del escritor Reinaldo Arenas; un nuevo Centro de Convenciones, construido ya hace bastante años, principalmente ha servido para reuniones que al final han tenido poco alcance internacional. Lo demás es una reanimación del centro histórico de la ciudad colonial que sólo sirve de fachada turística.
El verdadero centro de poder del país se limita a la Plaza de la Revolución, un conjunto de edificios llevado a cabo por el dictador Fulgencio Batista, del que se apropió Fidel Castro y adaptó a sus fines de supervivencia.
Definido entre la ausencia y el deterioro, el actual conjunto arquitectónico capitalino posrevolucinario obliga a los escritores cubanos a una evocación basada en afinidades literarias (Abilio Estévez), un discurso sobre las ruinas (José Antonio Ponte) y una descripción del deterioro (Leonardo Padura), sin la existencia en la actualidad de una obra narrativa que permita constituirse en paradigma de una época, de forma similar a La Habana presente en los textos de Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Cabrera Infante. Una capital que, a los ojos del mundo, permanece en la esfera literaria más imaginada en el pasado que en el presente.
Tantas décadas con un cuerpo narrativo centrado fundamentalmente en acontecimientos y personajes —y con un paisaje urbano donde lo nuevo es el envejecimiento urbano— conlleva a que el marco referencial más inmediato y panorámico continúe siendo la literatura escrita treinta, cuarenta o cincuenta años atrás. Un hecho acentuado por los años de una épica revolucionaria centrada en lo rural y el interés de varios escritores en crear —con mayor o menor fortuna— una narrativa histórica.
Si bien la falta de un desarrollo urbano avanzado tras el primero de enero de 1959 ha cumplido —como un objetivo secundario— una función de preservación, ello ha contribuido también para que en la imaginación literaria ―especialmente para los exiliados y extranjeros― La Habana continúe gravitando sobre los pilares edificados por Carpentier, Lezama y Cabrera Infante. Este panorama podrá servir de punto de partida y solo será superado en una fecha imprecisa: cuando la ciudad comience una transformación acelerada, que de momento apenas es posible imaginar.