Si este nuevo Congreso quiere hacer algo en favor de los cambios en la isla debe apresurarse por proponer un cambio de la ley Helms-Burton.
Desde su promulgación en 1996, de forma apresurada, a raíz del derribo de dos avionetas de Hermanos al Rescate y el asesinato de cuatro residentes de Estados Unidos —tres de ellos ciudadanos norteamericanos—, la famosa Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act ha servido al presidente norteamericano de turno —primero Bill Clinton, luego George W. Bush y ahora Barack Obama— para mostrar ante el exilio una imagen de firmeza frente al castrismo.
Al mismo tiempo, los tres mandatarios ha evitado una crisis con sus aliados diplomáticos y comerciales mediante la prórroga de la puesta en práctica del célebre Título III. Bush acaba de cumplir esta tarea, que ya ni siquiera se recoge en las informaciones de prensa, hace apenas unas semanas.
El problema con esta ley no es solo que contiene en su cuerpo jurídico los lineamientos que rigen el embargo norteamericano hacia la isla, sino que al mismo tiempo es una camisa de fuerza para cualquier presidente norteamericano, que lo limita a la hora de decidir la política más adecuada para tratar con una situación cambiante como la que posiblemente se avecina en la isla.
Hasta marzo de 1996, la responsabilidad por la vigencia de estas normas estaba en manos del presidente de turno En la actualidad, el derogar tales medidas depende del Congreso y no del mandatario.
Este cambio ha colocado en el poder legislativo lo que debe ser una potestad del ejecutivo: el análisis de la efectividad del embargo y la utilidad o no de mantenerlo si la Casa Blanca estima que se están produciendo cambios democráticos en Cuba o si considera que un cambio en la ley puede servir de estimulo para propiciar o acelerar estos cambios.
El Presidente siempre tiene el derecho de vetar cualquier modificación, pero es responsabilidad del Congreso el levantar o mantener las sanciones. Esto complica y dilata un proceso que debe tener la flexilibilidad suficiente para ser utilizado como un incentivo político y económico en manos de la Casa Blanca.
Este hecho obedece a una situación específica, en la cual los legisladores favorables al embargo trataron de limitar el poder del presidente Clinton, que había mostrado interés en un mejoramiento de las relaciones con la isla, y al mismo tiempo se aprovecharon de la situación comprometida en que lo situó el derribo de las avionetas.
Al pasar de ser un instrumento político del ejecutivo a un cuerpo legal, el embargo queda convertido en un instrumento jurídico cuya eficacia y vigencia depende de una discusión congresional que los republicanos han ganado gracias a tres factores: su preponderancia en una o ambas cámaras del Congreso en diversos períodos de gobierno, el aumento de la represión en la isla y el valor relativo del comercio con Cuba. Estos aspectos han jugado individualmente una mayor o menor importancia según el momento, pero todos se han conjugado para mantener la vigencia de una medida de ineficacia comprobada.
El controversial Título III, que nunca se ha puesto en práctica, es el que despierta no sólo los temores sino la ira de los canadienses y europeos, ya que contempla la demanda por parte de los ciudadanos norteamericanos (incluidos los cubanos nacionalizados) de las firmas que realizan negocios con bienes expropiados a partir de 1959.
La medida surgió con el de evitar las inversiones en la isla y de esta manera ahogar económicamente al régimen castrista. Con independencia de su efectividad para lograr la libertad de Cuba (a lo largo de los años las sanciones económicas han demostrado su ineficacia), desde el punto de vista práctico desencadenaría una avalancha de demandas en los tribunales norteamericanos y una guerra comercial de graves consecuencias. Europa siempre se ha mostrado enérgica en su rechazo. La Unión Europea mantiene congelada una denuncia ante la Organización Mundial de Comercio, por el carácter extraterritorial de la ley, como parte de su campaña de disuasión para que el título III no sea puesto en vigencia.
La prórroga del Título III ha sido una práctica sin tregua de los presidentes estadounidenses desde que la ley fue aprobada.
Por supuesto que desde el punto de vista moral resulta condenable que el robo de propiedades en Cuba quede impune y que extranjeros estén aprovechándose de ello, pero un cambio un cambio en las normas que rigen el embargo, o incluso su eliminación, es casi seguro que abriría las puertas a una negociación. Pero además ⎯y mucho más importante⎯, la situación actual va mucho más allá de un problema de litigios. Concentrar las esperanzas en la Helms-Burton es una ilusión vana que por demasiado tiempo ha abrumado al exilio. Hora es ya de buscar otros caminos.