Para Cuba, José Martí es tanto el paradigma como la excepción: el líder político que lanza la lucha independentista bajo una plataforma de participación popular, con plena integración de los negros y mulatos; el patriota que logra organizar la insurrección en el exilio y que crea las bases de un cabildeo eficaz en Washington; el escritor que abandona la labor literaria por la lucha armada, para en esos momentos realizar el Diario de Campaña, que es su mejor libro; el guía que concibe la lucha con astucia y sagacidad, y luego se lanza al combate y muere con inocencia torpe; el intelectual que hace estallar el molde de la espera y la lucubración teórica, y emprende una febril labor conspirativa; el héroe que desde su muerte nos entregan todos los días, en forma de molde estrecho, y que en realidad es una figura escurridiza como pocas. El luchador como mito; la nación arquetípica que no se realiza.
De su ideario nos quedan los pensamientos en los que lo luminoso de la palabra deslumbra y dificulta el análisis, también los lugares comunes que nos parecen únicos por lo ejemplar de la escritura. La nación ideal martiana no es más que la mistificación de varios de sus pensamientos, muchos valiosos, otros simplemente bonitos, que constituyen una obra abierta y víctima de tergiversaciones.
Parte de la genialidad de Martí fue agrupar en una sola persona al pensador y al hombre de acción. Su grandeza es a la vez su tragedia.