Según Ernest Renan, una nación no es una lengua, una religión o una geografía, sino la memoria común que una población tiene y le permite a sus miembros vivir juntos. De inmediato la definición remite a su opuesto. Resulta una paradoja que un país se funde sobre la memoria, porque ello al mismo tiempo incluye que descansa sobre el olvido. De esta manera, todos los Estados son producto de un equilibro difícil entre memoria y olvido. Cuba, por supuesto, no es una excepción.
En muchos casos, la solución nacional estriba en rechazar la demasiada memoria, al tiempo que se evita la muy poca memoria.
Para las naciones, la justicia y el desarrollo marchan muchas veces por caminos contrarios. La estabilidad y la mejora del nivel de vida de los ciudadanos se alcanza casi siempre a través de las vías más mediocres y menos gloriosas.
Por ejemplo, resulta provechoso que un fabricante japonés sea conocido por sus automóviles y no por los aviones que una vez creó para ser lanzados en ataques suicidas contra los buques de la armada estadounidense.
El empeño en recobrar la totalidad de la memoria de la guerra civil española tardó muchos años en imponerse sobre el "pacto de silencio", que llevó a no hablar ⎯ni siquiera en las reuniones familiares⎯ de los asesinatos cometidos por ambos bandos en la contienda.
Por otra parte, la imagen que se tiene de la transición a la democracia en España es de un proceso ejemplar y libre de violencia, cuando en realidad no ocurrió así. Se calcula en 591 los muertos en aquellos años. En La Transición Sangrienta, Mariano Sánchez llega a esta cifra como resultado de la violencia política producida por el terrorismo de extrema izquierda y extrema derecha, la guerra sucia y la represión.
En Francia se mantiene vivo el análisis de cuánto hay de verdad en lo que algunos consideran el “mito de la resistencia francesa” y hasta dónde llegó el colaboracionismo y odio a los judíos, no sólo en lo que respecta al gobierno de Vichy sino a todos los franceses.
Según expresa Alan Riding en Y siguió la fiesta, entre 1940 y 1944, y pese a la ocupación nazi, florecieron en París la pintura, el teatro, la literatura y hasta los cabarets. Sartre daba clases en sustitución de un judío deportado y Picasso recibía oficiales nazis en su estudio.
En cualquier caso, lo mejor para una nación es llegar al momento en que los hechos ocurridos durante dictaduras y guerras sean temas de libros y películas.
En el caso de Cuba, esta inquietud apenas está planteada en un sentido más amplio. Enfrentarla es más provechoso que perseguir rumores y alentar bravatas. Preferible sustituir el rencor por la memoria y no por el olvido. Aunque a veces resulta inevitable recordar con rencor, incluso lo que pueden ser considerados hechos menores.
Para muchos exiliados cubanos, y en lo que respecta a su desarrollo personal, resulta importante no buscar una relación entre su vida actual y los años vividos en la isla, bajo la dicotomía de justicia (¿venganza?) u olvido. Se trata de esa mayoría que no sufrió el fusilamiento o asesinato de sus familiares más cercanos, por ninguno de los dos bandos, y que tampoco participó activa y militarmente en ellos, y que tampoco resultó afectado por castigos mayores o recompensas importantes, recibidas por su actuación durante las décadas en que el proceso se definió por algo más que remesas, recortes y reformas.
Estas personas constituyen aproximadamente entre el ochenta y el noventa por ciento de la población cubana. Víctimas o victimarios de ocurrencias diarias como el poder comer o no en un restaurante, perder la noche en una guardia absurda y dedicar un domingo a un trabajo inútil, que se empeñaban en llamar “voluntario”, “productivo” o “agrícola”, pero que siempre era obligatorio y gratuito.
No resulta fácil. Cuando tras los años se lee, por ejemplo, que se ha puesto fin a la práctica de ese “trabajo voluntario” la información puede revolverle a uno el estómago.
Pura bilis es lo único que me queda ante ese abuso cometido durante años y años, que obligó a muchos a tener una o más fotos durante un trabajo agrícola entre los recuerdos de juventud.
La foto puede tener ahora la patina de la nostalgia, el recuerdo de algún ausente o la evocación de este u otro sueño que se materializó o no. Quizá todo eso sea lo permanente, pero la injusticia de obligar a muchos jóvenes ⎯o no tan jóvenes⎯ a perder días, meses y años de vida para complacer los caprichos ideológicos de un tirano ahora senil no es fácil de borrar.
Lo peor del caso, en lo personal, es no poder mirar con desdén estas medidas, caer finalmente en lo que uno ha tratado de rechazar una y otra vez: recordar con rencor.