A comienzos de este mes, algunos intelectuales cubanos comentaron en el diario Juventud Rebelde sobre los problemas que enfrenta el financiamiento de las actividades culturales en la isla y sus posibles soluciones. Aunque las opiniones tuvieron que ver fundamentalmente con el dinero, estas tenían explícito otro aspecto: quien paga manda y censura. Y, por supuesto, en Cuba quien paga es el Estado.
Dos problemas fundamentales aún afectan a los quienes escriben, pintan, cantan y componen en la isla. Uno es que persiste la dependencia del Estado. Aunque en algunos casos, esta no es tan intensa como antes o apenas existe, por supuesto que su casi desaparición no ha implicado el fin de todas las censuras, límites y obstáculos en el camino de la creación. El segundo es el guardar silencio, o hablar demasiado, en momentos en que la situación exige mayor decoro. Si bien un sector de la intelectualidad de la isla ha hecho bastante para no olvidar el pasado, al mismo tiempo se ha caracterizado por practicar cierta amnesia del presente.
El tema central en la información, aparecida en el periódico cubano, fue hasta qué punto la cultura podría autofinanciarse.
Para Abel Prieto, exministro de Cultura y en la actualidad asesor del Presidente, el problema radica en la burocracia estatal: “hay que reubicar a una gran masa de personas en el sector administrativo que no son esenciales y, en ocasiones, entorpecen”. Es un punto de vista acorde con los planteamientos de su jefe, Raúl Castro, pero que encubre una realidad no sólo histórica sino presente. Eso que Prieto denomina entorpecimiento, durante muchos años no se consideró de manera tan negativa, y era fundamentalmente un instrumento de control.
Ahora muchos de estos burócratas se han transformado, de censores en empresarios, y sin abandonar su función primera son fundamentalmente gestores encargados de que buena parte de las ganancias de los artistas pasen a las arcas del Estado, sin éste hacer algo a cambio, salvo imponerse como el guardián de la puerta que permite el acceso al exterior, o al dinero, que es lo mismo.
En este sentido, lo que muestra Juventud Rebelde es la existencia de dos tendencias en una pugna que hasta cierto punto se puede considerar no es política, pero que encierra un cambio ideológico: quienes quieren administrar lo que ganan en sus espectáculos y exposiciones y los representantes de un Estado empeñado en reducir costos y aumentar beneficios.
Entre estos últimos se sitúa el flamante y nuevo primer vicepresidente, Miguel Díaz Canel, que propone buscar la forma de “aliviar la carga presupuestaria estatal en centros que pueden convertirse en empresas o entidades que ingresen determinado capital”.
El problema, por supuesto, no es nuevo en el mundo capitalista. Basta con recordar la lucha perenne, en la época dorada de Hollywood, entre las grandes firmas productoras y los directores y artistas. Así que después de tantos años de un proceso supuestamente revolucionario, en Cuba los intelectuales reducen el debate a un viejo tema en el cine capitalista por antonomasia.
Un intelectual de vieja guardia, como Ambrosio Fornet, señala que “la única riqueza renovable y por tanto inagotable que tenemos no puede ser solo sometida a las leyes de la oferta y la demanda. Hay que darle al mercado lo que es del mercado... y ni un milímetro más”. Y su advertencia resulta válida, tanto para Cuba como para cualquier otro país. Pero las palabras suenan a otra época. Pese a la promesa del exministro de Cultura, de que se mantendrá la subvención de todo lo que represente un valor cultural, resulta evidente que el criterio utilitario se impondrá, salvo en algunas excepciones.
Por supuesto que resulta válido el argumento que, en la época actual de crisis mundial, se ha impuesto la restricción de las asignaciones de fondos destinados a la cultura, en países con mucho mayor desarrollo que Cuba, como es el caso de España. También se puede contestar a este criterio con el hecho de que un proyecto destinado a crear una sociedad más justa y libre de los vaivenes de las crisis capitalistas al final no ha logrado nada. Las leyes del mercado como una forma de censura.
Lo que ocurre es que, cuando comienza a producirse esa necesaria libertad intelectual en lo económico, esta viene por lo general asociada a un menor interés de los centros de poder, y en última instancia de toda la sociedad, en las obras literarias y artísticas.
La represión gubernamental y esta censura invisible, dictada por el mercado, son dos problemas diferentes a los que se enfrenta cualquier creador. Pero una diferencia entre ellos es que mientras el primero a veces alcanza los titulares de los periódicos, el segundo permanece como una carga constante, anónima e implacable.
Mi columna del lunes 11 de marzo en El Nuevo Herald.