jueves, 28 de marzo de 2013

Democracia y totalitarismo



Se afirma como un dogma que la vía para lograr la democracia en Cuba pasa por la reinstauración de un sistema político dominado por el mercado. No es cierto. Capitalismo y democracia no son sinónimos. Pueden coincidir, pero no necesariamente.
De hecho, cada vez cobra mayor fuerza la evidencia de que el proceso de “actualización” que lleva a cabo el Gobierno de Raúl Castro está muy cerca de una vuelta al capitalismo con cortapisas ―en sus aspectos más superficiales y despiadados― y en nada interesado en el menor cambio en lo que respecta a las libertades ciudadanas.
Los fanáticos del neoliberalismo, que suelen confundir la falta de regulaciones y controles del mercado con la libertad política, deben leer una reseña de varios libros, que tratan sobre la supuesta decadencia mundial de Estados Unidos, realizada por Ian Buruma en el número del 21 de abril de 2008 en The New Yorker.
Buruma hace referencia a The Return of History and the End of Dreams, el libro de Robert Kagan, el ideólogo neoconservador de mayor talento en Estados Unidos. Dice Buruma que Kagan hace una buena observación al señalar lo que pasan por alto quienes creen que, con sólo las bendiciones combinadas del comercio, capitalismo y propiedad privada creciente, se llega inexorablemente a una democracia liberal.
De acuerdo a Buruma, lo que se subestima es el atractivo internacional de la autocracia. La Unión Soviética, después del impulso inicial que recibió la industrialización fue un modelo de fracaso económico. Pero la China actual, hasta el momento, no lo es. Como dice Kagan, “gracias a décadas de destacado crecimiento económico, los chinos pueden argumentar hoy que su modelo de desarrollo económico, que combina una economía cada vez más abierta con un sistema político cerrado, puede resultar exitoso para el desarrollo de muchas naciones”.
A diferencia de China, de lo que Rusia ha estado beneficiándose en gran medida en los últimos años es el elevado precio del petróleo. En este sentido, su situación económica por supuesto que es mucho mejor que en la época de Boris Yeltsin, pero por una coyuntura internacional específica.
Un sistema similar al chino o al vietnamita, con las variantes tropicales al uso, es lo que debe estar en la mente en más de un tecnócrata o funcionario cubano. No es siquiera que el ideal de Raúl Castro sea la puesta en práctica de ese modelo. Es posible que el resultado en que desemboque un poscastrismo sea algo más parecido a la Rusia actual que a China o Vietnam.
Si algo se desprende de la realidad cubana y de los avances y retrocesos que han traído lo que la prensa extranjera llama “reformas” y la oficialista denomina “actualización”, es la existencia de un conjunto de medidas de supervivencia para navegar en el caos sin que se produzca un estallido social. Hasta ahora ―hay que señalarlo― lo han logrado como si fueran los dueños absoluto del tiempo. No hay mérito en ello si se recuerda el ejemplo más de moda en estos momento, Corea del Norte, pero la casta militar cubana ha dado muestras de desempeñar con efectividad un rol productivo y no limitarse al poderío parásito de los militares norcoreanos.
Aquí vendría entonces la pregunta de hasta dónde está el exilio de Miami preparado para lidiar con ese grupo de funcionarios y militares que están establecidos como los herederos del poder en Cuba.
Ante todo hay que señalar algunas verdades, dolorosas para algunos aquí en Miami. Más allá de los méritos cívicos y el valor de sus integrantes, el movimiento disidente es un buen indicador del control absoluto del Gobierno sobre la ciudadanía del país: hasta el momento, la disidencia se ha convertido en un formidable instrumento de denuncia, pero no ha logrado —mejor sería decir que se le ha impedido por todos los medios adquirir— la fuerza suficiente para constituirse como una alternativa independiente para el cambio de régimen.
Tampoco llegan lejos ―nunca lo han logrado― quienes desde el exilio llevan a cabo una labor de cabildeo dentro del gobierno estadounidense y en el Congreso en Washington para conseguir que el Gobierno de este país asuma una actitud realmente agresiva frente al régimen de La Habana, con el objetivo de transformar la situación actual.
A estas alturas debe quedar claro que las bases para un vínculo económico, entre el exilio y los residentes en la isla, que sobrepase el simple envío de remesas, están establecidas y solo esperan una mayor flexibilidad en ambas costas del estrecho de la Florida. La reforma migratoria realizada por La Habana es un paso en este sentido.
Solo cabe añadir que la visión de que Cuba está gobernada por una gerontocracia es incompleta, y que quien piense―en parte por pereza, por culpa de los corresponsales internacionales que no hacen bien su trabajo y hasta por desconocimiento de nombres y caras― que los mandos del régimen se limitan a un puñado de ancianos, y que todo se reduce a un problema de edad, lo más probable es que muera en la espera de una solución biológica. No se trata de creer que nombramientos recientes —el de Miguel Díaz-Canel como primer vicepresidente del Consejo de Estado es el mejor ejemplo— signifiquen de inmediato un traspaso del poder, pero sí indican que hay un camino trazado y en marcha.
Si, salvo que se produzca un estallido social incontrolable, el destino cubano más probable es un cambio generacional, que ampliará la vía capitalista pero mantendrá reducidas o controladas las libertades públicas, la ecuación capitalismo y democracia salta en pedazos. No creo que nos estemos preparando para ello. Para evitarlo —algo que en gran medida escapa a las posibilidades de acción del exilio— o al menos enfrentarlo.
Mural en una pared de la calle San Lázaro, en La Habana, 2012 (fotógrafo José Parlá). 

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