Uno de los problemas con la ideología
neoliberal, esa que propugna la reducción al mínimo del Estado y la panacea del
mercado, es que carece de una base real en la que fundamentar su teoría. En
este sentido, recuerda sospechosamente a la comunista. Esto se debe en parte porque
las dos doctrinas comparten una fuente común en los planteamientos del
economista inglés Adam Smith. Pero hay más: tras cada neoliberal se esconde o
evidencia un revolucionario. Al igual que hicieron los ideólogos marxistas, los neoliberales tienden a suplantar al
hombre real por el que vendrá; a sacrificar la sociedad actual, de miseria y
políticas de choque económico, en nombre de una sociedad futura. En ambos
casos, son ideólogos de cara al futuro: prisioneros de la arcadia del presente.
Ello explica, en parte, que a menudo ganen en los procesos electorales y luego
pierdan a la hora de poner en práctica sus proyectos.
Si hay una diferencia encomiable entre un
neoliberal y un comunista, es que mientras el segundo esconde su resentimiento
en un sueño de igualdad, que ya se vino abajo universalmente, el primero es
víctima o partidario de una visión ingenua.
Es tanto una ingenuidad económica como
sicológica. Desde el punto de vista económico, el liberalismo de los siglos
XVIII y XIX se basó en el principio del mercado libre y de la armonía natural
de intereses, en oposición al mercantilismo de las naciones gobernadas por los
reyes absolutistas, donde el Estado intervenía soberano.
Frente al estado mercantilista, los
liberales propugnaron una economía de mercado libre, basada en la división del
trabajo y carente de influencias teleológicas; impulsada por el egoísmo
individual, que a su vez se encauzaba hacia el bienestar social. Gracias al
intercambio económico, el hombre estaba obligado a servir a los otros, a fin de
servirse a sí mismo. Un sistema económico regido por el consumo, donde el
consumidor era el nuevo soberano.
Estos enunciados liberales, retomados por los
neoliberales, adolecen de un grave error: presuponen un racionalismo económico
que en la práctica es imposible de alcanzar o mantener. Su concepto del
individuo es típico de la filosofía de la Ilustración: un ser racional, cuya
irracionalidad es vista como un defecto y no como parte de su esencia.
Si bien es cierto que en una economía de
mercado libre la creación de mercancías está determinada por los precios y el
consumo, en la actualidad estos mecanismos ya no son regidos por la simple ley
de la oferta y la demanda, sino también
por la propaganda, las técnicas de mercadeo y los monopolios.
Toda esa verborrea barata de que la
riqueza crea empleo, que no hay que regular a las fuerzas del mercado y que la
prosperidad está a la vuelta de la esquina siempre que se le permita una plena
libertad a los individuos para producir y vender es pura engañifa, lenguaje de pillos.
En la actualidad, la creación de demandas
artificiales ha sustituido en gran parte a los intercambios de mercancías que
satisfacen necesidades básicas. Si se puede identificar una fuente de ansiedad
o inseguridad, ésta puede ser explotada a través de la publicidad. Las
consideraciones sobre calidad de vida, protección ambiental y desarrollo
espiritual quedan fuera de su consideración. Ello sin contar la corrupción
política y el espionaje industrial.
"Lo que es bueno para la General
Motors es bueno para América", dijo en 1950 el secretario de Defensa
Charles Wilson, en una frase que remeda a otra de Bernard de Mandeville, quien acuñó los principios liberales en una
frase si no gloriosa al menos sagaz: “Vicios privados, beneficios públicos”.
Wilson sabía lo que decía, y a quien se
lo decía, no sólo porque los conglomerados y las corporaciones multinacionales
dominan ahora la escena económica norteamericana, sino porque la burocracia
gubernamental y la corporativa son intercambiables. Esto último también lo
sabía: fue presidente de la junta ejecutiva de la General Motors antes que
secretario de Defensa.