El gobierno cubano lleva años practicando
una banalización de la censura, con actos y gestos tardíos: conciertos de rock
y rap, una estatua de John Lennon, la aparición de obras prohibidas y la
publicación de autores fallecidos en el exilio. El acto se conoce por lo
repetitivo: acudir a los sepultureros de turno y comenzar a desempolvar libros
censurados, canciones prohibidas y películas enterradas en bóvedas.
Divulgar en la isla la obra de un
escritor censurado no deja de ser meritorio, por encima de la mediocridad del
recordatorio oportunista. Pero hay que deslindar entre la ilusión de un pasado
enterrado —una esperanza destruida brutalmente por la realidad de la detención
temporal de cientos de ciudadanos, empeñados en divulgar la verdad y protestar
pacíficamente, que se repite mes tras mes— y una actitud ante la vida que se limite a mirar
hacia otro lado mientras se cometen injusticias.
Ahora más que nunca es necesario que los
intelectuales cubanos asuman su papel. No se trata de confundir la labor del
escritor con la del político, un peligro siempre presente en un país donde uno
de sus mejores escritores fue a la vez el héroe independentista elevado a la
santidad nacional.
Responder a esta urgencia hace
indispensable plantearse varias preguntas que no tienen una respuesta fácil.
La primera es hasta qué punto el creador
debe sacrificar la realización de su obra frente a una situación transitoria.
De nuevo el ejemplo de Martí puede
resultar contraproducente. La famosa frase del arte a la hoguera no hay que
seguirla al pie de la letra. De ser así Cuba sería un páramo cultural, porque
siempre han existido razones para el fuego.
El grupo Orígenes, tan fructífero en
martianos, no siguió las palabras del “Apóstol”: más bien hizo todo lo
contrario durante toda la tiranía de Batista y en algunos casos y situaciones
también tras el primero de enero de 1959: se alejó lo más posible de las
llamas.
Otra cuestión es el peligro de la
manipulación en cualquier sentido. El argumento, no pocas veces usado como
justificación, de que los fines políticos de ambos bandos no dejan de ser eso:
fines políticos, medios para alcanzar el poder.
A todo esto se añade que la cultura la
hacen los miembros de una comunidad o un país, no un gobierno. Hay que
diferenciar entre las acciones individuales y las de un Estado.
Apoyar a los mediadores culturales del
régimen es otra forma de apoyar al régimen, pero rechazar en bloque a todos los
creadores es menospreciar la cultura.
Aquí están presenten las dos principales
reacciones ante los artistas e intelectuales procedentes de Cuba, manifestadas
en Miami.
La primera es de franco rechazo, de
oposición abierta, de desprecio y odio. La segunda es la búsqueda pasiva de un
espacio abierto que permita el encuentro. Ambas han mostrado su ineficacia. Bajo
los términos intercambiables de tolerancia e intolerancia no se ha logrado
alcanzar la necesaria delimitación de linderos: el rechazo lleva a la pérdida
de la confrontación, por la que a veces vale la pena pasar por alto las trampas
del enemigo. Juntos pero no revueltos.
Queda también la urgencia de debatir una
situación que no resulta fácil de comprender fuera de Cuba, y cuya capacidad de
asimilación comienza a alejarse desde el día en que uno sale de la Isla: el
ambiente de encierro, frustración y desesperanza en que viven quienes no
abandonan el país.
Las respuestas para algunas de estas
preguntas vienen forzadas por las mismas condiciones imperantes en Cuba en la
actualidad. Resulta muy difícil, por no decir imposible, la creación de una
obra sólida dando la espalda a la realidad nacional. Al menos para un escritor.
Nadie puede librarse del acecho de “algún poema peligroso”. El intelectual
cubano está obligado a tomar partido.
Que el intelectual cuba haya visto
relegado su papel en los aspectos políticos no tiene necesariamente
consecuencias negativas. Quizá todo lo contrario. Sobre todo a partir de reconocer que esa
supuesta función de “intelectual orgánico” fue sumisión y acomodo en los
mejores casos, simple desempeño de trabajo burocrático con disfraz de artista o
escritor en otros, y desempeño represivo o labor de censor en muchos ejemplos.
Más allá de la función de conciencia
crítica, inherente al acto de creación, la participación de los escritores y
artistas en los medios de gobierno —aun limitada a los aspectos de orientación—
no solo había resultado en muchas ocasiones errónea, sino incluso
contraproducente y hasta peligrosa.
Resultaba entonces saludable pensar que
lo mejor que hacían los escritores y artistas en Cuba era dedicarse sus libros,
películas, composiciones musicales y de artes plásticas, y no “perder su tiempo”
en otros asuntos, salvo por razones de subsistencia.
Pareció adecuado entonces mantenerse en
la ribera. Cuba continuaba siendo una excepción, pero incluso en este caso se
alzaban voces que intentaban propiciar un acercamiento en que el debate político
—si no podía quedar completamente excluido— fuera al menos relegado a un
segundo plano.
Las intenciones resultaron claras en
pocas ocasiones y torcidas la mayoría de
las veces, aunque la posibilidad del aislamiento intelectual no debe
despreciarse simplemente con un rechazo, tampoco excluye el reproche. Si bien
este aislamiento intelectual no invalida una obra, no necesariamente salva a un
autor de un aspecto negativo al considerar su persona. Aunque el intelectual no
debe sentirse obligado a opinar, sobre todo lo que pasó y ocurre, tampoco puede
librarse de la maldición que arrastra todo creador: dar a conocer su punto de
vista e incluso participar de alguna forma en la vida social y política.
No se trata de una característica
universal. En Estados Unidos, muchos escritores optan por alejarse cada vez más
del acontecer diario. No siempre ha sido así y tampoco es una actitud
generaliza. Pero en Europa, y especialmente en España, esto no ocurre. Por
tradición y cultura, los intelectuales cubanos siempre han estado más
inclinados a la opinión —incluso a veces en exceso— que a la indiferencia.
Más allá de las tímidas reformas
políticas y los cambios que sin duda experimenta la sociedad cubana, hay una
constante de arrestos temporales, intimidaciones y presiones de todo tipo que
no cesa. Ante ella es imposible la indiferencia, o esa forma mezquina de alejarse
de la costa que es la justificación ante lo injustificable. La denuncia de la
represión en la isla debe servir también para cuestionarse la farsa de borrón y
cuenta nueva con que el régimen de La Habana viene intentando diluir la
necesidad de una orientación moral y cívica del país. No se trata de dictar
normas desde la comodidad del exilio. Es negarse a la complicidad del silencio.
No importa que lo que se considera erróneo, inadecuado o injusto ocurra en La
Habana, Madrid o Miami. Es la necesidad primordial de opinar, ante la que no es
válido retroceder.