Las momias terminan en los museos, en el
mejor de los casos. Siempre dan la impresión de estar polvorientas, aunque no es así. Lo que ocurre es que al embalsamar un cadáver se le condena de inmediato
al pasado —como si ya no estuviera allí— y de repente se les destierra. No hay acto de vanidad más
torpe e inútil. La fotografía y el cine lo han hecho innecesario.
Desde el punto de vista político,
embalsamar a un caudillo —y más si es un caudillo de izquierda— es un disparate
histórico. En primer lugar crea un problema con el cuerpo, que por ese mero
hecho amenaza convertirse en un estorbo futuro. En segundo, remite al pasado y
al fracaso: Lenin, Mao Zedong, Ho Chi Minh, Kim Il-sung, Kim Jong-il, Evita, Stalin. Algunos sobreviven como atracción turista o
símbolos de otra época. Otros finamente alcanzaron el merecido entierro.
De momento miles de venezolanos desfilan
para darle un vistazo apurado al cuerpo de Chávez. Es natural que ello ocurra
en el caso de un líder populista. En el futuro, si se mantiene la malsana idea
de colocar al caudillo en una urna de cristal, el sitio en donde repose se
convertirá en objeto de curiosidad o acto obligatorio, pero en pocos casos en
lugar de devoción y peregrinaje. Ha ocurrido en otras ocasiones y el caso de
Hugo Chávez no tiene porqué ser una excepción. Les ha ocurrido a otros líderes
mayores, más poderosos e importantes.
Cuando existía la Unión Soviética, ir al
mausoleo de Lenin era parte del protocolo que debía cumplir cualquier visitante
extranjero, desde jefes de Estado y funcionarios de alto rango hasta el más
mediocre burócrata. No era extraño experimentar un sentimiento de
sobrecogimiento, pero era por el resplandor del poder, no por la figura que se
contemplaba con una reverencia casi siempre fingida.
En la enorme Plaza Tiananmen uno se
encuentra rodeado de grandiosos edificios que recuerdan la arquitectura
estalinista. Entre ellos está el Mausoleo a Mao, y apenas hay tiempo para
imaginar las paradas militares, los desfiles gloriosos y el despliegue de
banderas, cuando se avanza rápido en la fila para visitar al “Gran Timonel”.
Mao yace en medio de un gran salón, y la
potente luz cenital que ilumina su cara lleva por un momento a pensar que se ha
tragado un bombillo o que se está frente a una lámpara china acostada.
Pensamiento impío y típicamente occidental, pero pese a la historia y la
leyenda en la actualidad el camarada Mao no intimida ideológicamente y una vez
que el visitante sale lo atrae la tentación de visitar la tienda de recuerdos,
a la izquierda, esta señal de tendencia política convertida en referencia
turística.
No siempre embalsamar un cuerpo le
garantiza el descanso eterno. El cadáver de Evita se convirtió en itinerante y
Stalin no pudo permanecer por mucho tiempo junto a Lenin. Ahora está enterrado,
no en la Muralla del Kremlin sino en el conjunto de tumbas que hay en los jardines, en la sección donde se encuentran los grandes generales triunfadores de
la Segunda Guerra Mundial. La victoria bélica lo salvó de un destino más
modesto y más que merecido, pero la tumba no lo libra del escarnio.
Desde el punto de vista ideológico, y
político, la decisión de embalsamar a Chávez y exponerlo en una urna de cristal
es la mejor prueba de que al “socialismo del siglo XXI” es más adecuado
llamarlo “del siglo V o XV”. Igual apelación a la fe, o mejor al fanatismo,
para justificar un mandato terrenal mediante una invocación divina. El ahora
presidente Nicolás Maduro ha comenzado a convertir a Chávez en reliquia, para
su provecho electoral y ansia de poder. Es una jugada torpe y ambiciosa. Vendrán
otras.
Los egipcios nunca pensaron exhibir a sus momias, sino mantenerlas en sitios secretos dentro de las pirámides. Ahora se visita algunas en los
museos, como una aspiración de aprendizaje, conocimiento histórico o inspiración
literaria, pero nunca como reafirmación de futuro: a nadie se le ocurre
proclamar o aspirar a una vuelta de la época de los faraones.
Las reliquias tienen su razón de ser en
las iglesias como estímulos para la fe o simplemente en su carácter de
fetiches. Por lo demás, muchos cultos prescinden de ellas.
Hay un elemento común, que une a
cualquier ídolo primitivo con un hueso de una santa, y es el fundamento
irracional del culto. En sus aspectos dramáticos y expresivos, tanto la
cualidad figurativa como el valor simbólico de las reliquias, las momias y los
cuerpos embalsamados han sido superados por otros medios expresivos, desde la
pintura a la televisión, por mostrarlos en una escala descendente. Como
intentos de superar la muerte, desde hace siglos han demostrado que son apenas formas de
vanidad, reflejos de impotencia. Pero frente al análisis político es que se ve
más a las claras que recurrir a este tipo de efecto no solo echa por la borda
el más elemental racionalismo, sino que de pronto intenta pasar por alto todo
el desarrollo filosófico a partir del cartesianismo. Para un movimiento
político que pretende postular una conexión con el marxismo —nula en su
proyección, pero vocinglera en sus portavoces— la incongruencia es enorme. El
poschavismo degenera, si alguna vez pudo realmente pretender representar una
visión de futuro. Lo que le queda es el sonido y la furia, que grita un nuevo
gobernante idiota.