martes, 19 de marzo de 2013

Renegados y arrepentidos



—¿Ustedes no creen que Julio Cortázar es un agente de la CIA?
El funcionario hizo la pregunta sonriendo, mientras observaba a los dos estudiantes.
La pregunta no era gratuita, y obedecía a hechos ocurridos recientemente en la isla. Tras varias semanas de detención, el escritor Heberto Padilla, autor de un libro de poemas considerado crítico a la revolución, había sido obligado a una inculpación lamentable, al estilo de los “procesos de Moscú”. Como consecuencia, se desató una reacción de denuncia internacional de escritores de diversos países. La firma de Cortázar se encontraba en una de las cartas de protesta.
—Yo creo que Julio Cortázar se puso de parte del imperialismo yanqui al firmar la carta que los intelectuales al servicio del imperialismo hicieron para atacar a Cuba. Y quien está a favor del imperialismo está a favor de la CIA, así que Julio Cortázar es un agente de la CIA. ¿Ustedes no lo creen? ¿No están de acuerdo conmigo?
La sonrisa provocativa continuaba en la cara del funcionario, que miraba detenidamente a los dos estudiantes, quienes simplemente había acudido a solicitar en préstamo un grupo de películas para un cine-club universitario.
Siempre me asombró, durante los días tristes de los actos de repudio en Cuba, a raíz de los acontecimientos de la embajada de Perú y la instauración del puente marítimo Mariel-Cayo Hueso, lo limitado de los insultos con que se acosaba a quienes queríamos abandonar el país. El repertorio no llegaba a 10 palabras, y las preferidas eran prostituta, homosexual y esposa o esposo engañado (claro que quienes gritaban no empleaban un lenguaje tan notarial, y exclamaban desaforados: “puta, maricón, tarrúo”). No importa si se había sido funcionario del gobierno hasta un día antes, opositor del régimen o simple desafecto: los insultos eran los mismos: “puta, maricón, tarrúo”. En un sentido más general, el mecanismo se limitaba a recurrir a las emociones más bajas del ser humano: odios, envidias, rencores y frustraciones que se canalizaban mediante el ejercicio torpe y cobarde de ofender al que se atrevía a salirse de la norma establecida, a ser diferente.
Julio Cortázar terminó retractándose de su opinión inicial sobre el caso Padilla. Acosado y temeroso de las repercusiones por su posición en contra de un acto del régimen castrista, pidió disculpas al régimen. Escribió una autocrítica en forma de poesía, donde la pobreza de los versos lo hundía aún más en la ignominia.
Nada más fácil que recurrir al insulto breve, la envidia y la desinformación. Despreciamos al que tiene una opinión contraria a la nuestra. No tratamos de combatir su idea, sino de menospreciar su persona. Esta ha sido el arma socorrida de los dictadores y los regímenes totalitarios.
Todas las semanas se fabrica en Miami un motivo para que ciertos instigadores de la opinión pública justifiquen su incompetencia cultural y política con nuevos llamados a la persecución y el insulto. No merecen el título de intransigentes, porque su intransigencia es acomodaticia; son mercaderes de la intolerancia, no verdaderos intolerantes: fracasados en sus aspiraciones de alcanzar el poder en Cuba, sueñan con que otros realicen su trabajo y se dedican a la caza de brujas, amparados en la inmadurez y la frustración desarrolladas por un exilio demasiado largo, y en la ilusión de poder del micrófono. Quienes pretenden utilizar las simpatías étnicas para ocultar las incorrecciones de nuestros compatriotas y los funcionarios del régimen cubano que acuden a los conceptos de nacionalismo y soberanía para justificar la inamovilidad del sistema castrista tienen algo en común: se guían por la misma óptica encubridora. Los dos se apoyan en un factor emocional con vistas a ocultar una realidad que nos afecta a todos.
Nos dejamos seducir por una jerarquía invertida, que sobrevalora nuestra esencia no por sus méritos sino como una pantalla que nos impide ver, o al menos divulgar, nuestros errores. En ambos casos, hay un desprecio común a la inteligencia del ciudadano. Debemos estar alerta ante ciertos elementos que se visten con el ropaje de orientadores y salvaguardas de la comunidad exiliada, inquisidores de gueto que realizan cruzadas en que exigen disculpas, arrepentimientos y retractaciones. Porque cuando algo anda mal en un país o una ciudad, el apartarse de la línea común, el desacato y la herejía, no son más que formas de decencia.

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...