—¿Ustedes no creen que Julio Cortázar es
un agente de la CIA?
El funcionario hizo la pregunta
sonriendo, mientras observaba a los dos estudiantes.
La pregunta no era gratuita, y obedecía a
hechos ocurridos recientemente en la isla. Tras varias semanas de detención, el
escritor Heberto Padilla, autor de un libro de poemas considerado crítico a la
revolución, había sido obligado a una inculpación lamentable, al estilo de los “procesos
de Moscú”. Como consecuencia, se desató una reacción de denuncia internacional
de escritores de diversos países. La firma de Cortázar se encontraba en una de
las cartas de protesta.
—Yo creo que Julio Cortázar se puso de
parte del imperialismo yanqui al firmar la carta que los intelectuales al
servicio del imperialismo hicieron para atacar a Cuba. Y quien está a favor del
imperialismo está a favor de la CIA, así que Julio Cortázar es un agente de la
CIA. ¿Ustedes no lo creen? ¿No están de acuerdo conmigo?
La sonrisa provocativa continuaba en la
cara del funcionario, que miraba detenidamente a los dos estudiantes, quienes
simplemente había acudido a solicitar en préstamo un grupo de películas para un
cine-club universitario.
Siempre me asombró, durante los días
tristes de los actos de repudio en Cuba, a raíz de los acontecimientos de la
embajada de Perú y la instauración del puente marítimo Mariel-Cayo Hueso, lo
limitado de los insultos con que se acosaba a quienes queríamos abandonar el
país. El repertorio no llegaba a 10 palabras, y las preferidas eran prostituta,
homosexual y esposa o esposo engañado (claro que quienes gritaban no empleaban
un lenguaje tan notarial, y exclamaban desaforados: “puta, maricón, tarrúo”).
No importa si se había sido funcionario del gobierno hasta un día antes,
opositor del régimen o simple desafecto: los insultos eran los mismos: “puta,
maricón, tarrúo”. En un sentido más general, el mecanismo se limitaba a
recurrir a las emociones más bajas del ser humano: odios, envidias, rencores y
frustraciones que se canalizaban mediante el ejercicio torpe y cobarde de
ofender al que se atrevía a salirse de la norma establecida, a ser diferente.
Julio Cortázar terminó retractándose de
su opinión inicial sobre el caso Padilla. Acosado y temeroso de las
repercusiones por su posición en contra de un acto del régimen castrista, pidió
disculpas al régimen. Escribió una autocrítica en forma de poesía, donde la
pobreza de los versos lo hundía aún más en la ignominia.
Nada más fácil que recurrir al insulto
breve, la envidia y la desinformación. Despreciamos al que tiene una opinión
contraria a la nuestra. No tratamos de combatir su idea, sino de menospreciar
su persona. Esta ha sido el arma socorrida de los dictadores y los regímenes
totalitarios.
Todas las semanas se fabrica en Miami un
motivo para que ciertos instigadores de la opinión pública justifiquen su
incompetencia cultural y política con nuevos llamados a la persecución y el
insulto. No merecen el título de intransigentes, porque su intransigencia es
acomodaticia; son mercaderes de la intolerancia, no verdaderos intolerantes:
fracasados en sus aspiraciones de alcanzar el poder en Cuba, sueñan con que
otros realicen su trabajo y se dedican a la caza de brujas, amparados en la
inmadurez y la frustración desarrolladas por un exilio demasiado largo, y en la
ilusión de poder del micrófono. Quienes pretenden utilizar las simpatías
étnicas para ocultar las incorrecciones de nuestros compatriotas y los
funcionarios del régimen cubano que acuden a los conceptos de nacionalismo y
soberanía para justificar la inamovilidad del sistema castrista tienen algo en
común: se guían por la misma óptica encubridora. Los dos se apoyan en un factor
emocional con vistas a ocultar una realidad que nos afecta a todos.
Nos dejamos seducir por una jerarquía
invertida, que sobrevalora nuestra esencia no por sus méritos sino como una
pantalla que nos impide ver, o al menos divulgar, nuestros errores. En ambos
casos, hay un desprecio común a la inteligencia del ciudadano. Debemos estar
alerta ante ciertos elementos que se visten con el ropaje de orientadores y
salvaguardas de la comunidad exiliada, inquisidores de gueto que realizan
cruzadas en que exigen disculpas, arrepentimientos y retractaciones. Porque
cuando algo anda mal en un país o una ciudad, el apartarse de la línea común,
el desacato y la herejía, no son más que formas de decencia.