Si existiera otra isla y estuviera
desierta, y pudiera olvidar la tensión política, imaginaría por un momento la
ilusión pueril de responder a la pregunta tonta de qué incluir en el equipaje
de viaje a ese lugar extraño, y sin dudar por un momento a cuál disco echar
mano respondería: Bebo, el álbum de un
pianista legendario sin otro auxilio que su instrumento para abarcar la
historia musical y la cultura de un país demasiado perdido en la política. Bebo
Valdés y su piano en solitario: nada más hace falta para olvidar a Castro y
recordar a Cuba. Bebo acaba de fallecer en Estocolmo. Tenía 94 años y padecía
de Alzheimer’s. Cristóbal Díaz Ayala, que lo visitó el verano pasado, cuenta
que al principio no lo reconoció, pero que todavía era capaz de sentarse al
piano y tocar por una hora.
Todo pianista que se precie, al decir de
Fernando Trueba, tiene que hacer un disco de piano solo, al menos una vez. Con
este álbum Bebo no se dedica simplemente a cumplir este encargo de virtuosismo.
En 17 composiciones recorre el quehacer de la música de la isla, desde sus
orígenes hasta nuestros días, sin eludir las piezas que cualquier otro artista
hubiera desestimado por otras más aptas para mostrar sus habilidades, pero
también sin dejar a un lado los ejemplos fundamentales que permiten hablar de
una pianística cubana: de Manuel Saumell e Ignacio Cervantes a Ignacio
Cervantes y Moisés Simón hay para todos los gustos.
Este es un disco que sacrifica una parte
de los méritos artísticos que han hecho famoso a Bebo Valdés —el arreglista y
director, y en buena parte también el compositor— para destacar el oficio de
ejecutar temas clásicos, y en muchos casos abusados en interpretaciones
estereotipadas, con un aire nuevo donde lo innovador no depende de arreglos
espectaculares sino de un aire, un ritmo y una picardía que aprovecha y
transforma la melodía con un afán creativo que supera —o, mejor sería decir,
destaca— la modestia del artista que puede prescindir de adornos llamativos
y alardes de interpretación.
Pocas veces logra reunirse en un solo
disco una muestra tan amplia de ejemplos —dos siglos: de principios del XIX a mediados del XX— de una forma tan
compacta, que al mismo tiempo elude la monotonía de marcar un sólo estilo
interpretativo para multiplicarse en formas disímiles, las cuales buscan
aprovecharse de un instrumento tan completo como el piano para brindar una
amplitud de registros imposibles de captar sin esa sabiduría antigua y esencial
que caracteriza a un maestro no sólo en pleno dominio de su oficio —eso Bebo
hace muchos años que no tiene que demostrarlo— sino dueño de un conocimiento
profundo de toda la música cubana, sin distinción de épocas y etiquetas.
Hubiera sido fácil para Bebo limitarse a
la interpretación de danzas, contradanzas y danzones; lanzar al mercado un
disco depurado y digno de elogios: la obra de un pianista de primera. Aquí
estamos en presencia de algo que trasciende la habilidad frente al teclado.
¿Cómo suena un son que prescinde de las voces y la sección rítmica? ¿Dónde
están la trompeta, el contrabajo, las claves y las tumbadoras? ¿Qué ritmo puede
darse el lujo de echar a un lado el bongó? Aquí se saca al piano de la sala
familiar e incluso del escenario teatral para ponerlo en medio del solar y
ponerlo a sonar usurpando el lugar del septeto y el espacio del grupo de
guaguancó. No sólo es que el ritmo lo pone el propio pianista, sino que la
melodía puede obviar la necesidad del violín para reinar soberana sobre las
teclas.
Bebo es no sólo un muestrario de la mejor
música cubana. También es evocación y añoranza. Música del recuerdo y el
recuerdo hecho música. Un disco desde el exilio que canta y llora y no se
limita a la nostalgia porque llega al corazón de cualquier cubano —y de
cualquier oyente dispuesto a captar su arte— sin necesidad a apelar al
patriotismo fácil o la estampa costumbrista pueblerina. De hecho, hay más de
una melodía aquí que podría aspirar a la categoría de paradigma musical de la
república sin necesidad de retreta de parque. ¿O qué otra cosa son La Bayamesa
de Sindo Garay, Los Tres Golpes de Ignacio Cervantes, Tres Lindas Cubanas de
Guillermo Castillo y Antonio María Romeu, La Comparsa de Ernesto Lecuona y
Echale Salsita de Ignacio Piñeiro que variaciones sobre un mismo tema: el himno
nacional? No por gusto el disco está dedicado a Guillermo Cabrera Infante in memorian,
habanero ilustre.
No sé si al final todavía ahí estará
Cuba, después del último castrista y el último anticastrista y el primer indio
y el primer español y el primer africano, pero sí puedo afirmar que quedará la
música cubana, sobreviviendo a todos los naufragios, bella, imperecedera,
eterna y el piano de Bebo escuchándose en la distancia para contar la historia
de esa triste, infeliz y larga isla.