La dualidad monetaria en Cuba es un
problema que el Gobierno de la isla admite, pero cuya solución está subordinada,
al menos en teoría, a un aumento de la productividad. Sin embargo, este enfoque
no sólo parece cada vez más alejado de cualquier posibilidad de éxito, sino que
en la práctica no cumple la función de plan de largo alcance para lograr un
objetivo, aunque sí un fin más inmediato: dilatar el asunto y trasladarlo a una
especie de limbo que intenta ocultar la falta de capacidad o de disposición
para hallar una solución. Una estrategia destinada al fracaso económico que es
en realidad una táctica política, la cual hasta ahora ha logrado su meta:
considerar transitorio un callejón sin salida. Se repite así la paradoja del
modelo cubano, donde la falta de eficiencia productiva actúa muchas veces como
carta de triunfo político.
Al tratar de justificar la doble moneda,
y explicarla de acuerdo a lo ocurrido en Cuba luego del fin de la Unión
Soviética y el campo socialista, se enmascara el verdadero problema.
La devaluación real de la moneda cubana,
y los métodos empleados para suplir con diversos sistemas de apariencias esta
realidad —en un intento de convertir en relativo un problema absoluto—, no se
origina en la década de 1990. Es cierto que hace crisis entonces, y que es en
ese momento cuando al Gobierno no le queda más remedio que admitir que el
dinero, en sus diferentes denominaciones (divisa, peso convertible, peso
cubano), empiece a moverse más acorde a las reglas que rigen su valor de
cambio, aunque siempre de forma controlada. Las dificultades de una moneda más
o menos ficticia y devaluada al extremo existían desde décadas atrás. Desde el
punto de vista simbólico, y al mismo tiempo práctico, ni siquiera se trata de
algo exclusivo de Cuba, sino de una situación propia de los llamados países
socialistas y en primer lugar de la Unión Soviética.
El concepto de peso convertible no nace
en la isla y mucho menos durante la mencionada crisis. En cualquier hotel
moscovita uno encontraba, en 1980 por ejemplo, mercancías valoradas en “rublo
dólares”. Es decir, con un valor que no respondía al del dinero que circulaba
en las calles de la capital soviética, porque para comprarlas había que tener
otros rublos, los adquiridos con dólares norteamericanos.
En la URSS y los países socialistas, esa
doble moneda reflejaba el valor reducido de la moneda nacional frente a otras
divisas, al tiempo que le permitía al Gobierno negociar en un mercado reducido
(el turístico) sin recurrir a una devaluación. Sólo que para los soviéticos y
los ciudadanos de Europa del Este, el dinero que recibían por concepto de
salario les servía para suplir un buen número de necesidades (aunque de forma
limitada), mientras que la divisa era sobre todo un pasaporte a la ilusión: la
posibilidad de tener una serie de artículos más o menos comunes en cualquier
sociedad occidental, pero para ellos transformados en objetos de ensueño. De
esta forma, la dualidad típica de cualquier país capitalista —entre tener o no
tener dinero para comprar desde comida a desodorante— era para los soviéticos
la disyuntiva entre la capacidad para adquirir el jabón sin envoltura y otro
con perfume y etiqueta.
Por otra parte, las dos caras del
problema son conocidas también en los países capitalistas, aunque con una
definición más realista y cruda. En muchas naciones subdesarrolladas y pobres,
el valor depreciado de la moneda se asume como miseria, explotación de mano de
obra barata y precios bajos. En otras, determinados controles estatales sirven
más de pantalla que de control eficiente para mitigar la realidad. Durante
décadas, en Latinoamérica se han sucedido gobiernos de estricto control
monetario por otros de un liberalismo absoluto, con resultados nefastos en
ambos casos.
En el caso de Cuba, a consecuencia de la
supervivencia del modelo tras la crisis por la desaparición de la URSS, se ha
creado una amalgama que hace que el asunto sea más complejo, aunque no menos
crudo: el peso convertible no es solo el pasaporte a la ilusión sino también, y
en muchos casos, la única vía para satisfacer las necesidades: la opción entre
diversos jabones sustituida por la posibilidad de tener el artículo para
bañarse. No es que el Estado cubano tenga una enorme deficiencia a la hora de
producir artículos de mejor calidad y más atractivos: es que resulta incapaz de
producir alguno. Aunque se admite a regañadientes esa incapacidad, y se permite
la libre circulación de un peso convertible como moneda de supervivencia
política, no se renuncia, desde el punto de vista ideológico, al postulado del
Estado como proveedor absoluto.
La clave radica en que la dualidad no es
sólo monetaria. Tiene que ver con el sistema político adoptado y las
aspiraciones sociales dentro de este sistema. El problema surge, como ha
ocurrido en Cuba, cuando las soluciones políticas sustituyen —o tratan de
ocultar— la realidad económica. Las subvenciones del Estado a ciertas
mercancías, determinadas industrias y ciertos productos agrícolas —una práctica
que también existe en las sociedades capitalistas— funcionan mejor cuando
desempeñan el papel exclusivo de mecanismo compensatorio, sin definir el
panorama económico. De ocurrir esto último, por lo general trae por
consecuencia el fortalecimiento de otros mecanismos propios de la economía
informal —y la culminación de estos en actividades ilegales como el mercado
negro— que si bien deben su razón de ser al Estado (o a la ineficiencia estatal
para aumentar la producción), no revierten ganancia alguna en éste.
El problema de la doble moneda, como se enfoca
en la actualidad por el Gobierno de la isla, carece de solución. Refleja la
doble moral de un Estado que promete y no cumple, mientras aspira a que sus
ciudadanos se sientan satisfechos no con la ilusión de la propaganda, sino con
el conformismo de resolver a diario.