Una y otra vez se repite que la razón por
la cual el castrismo no se ha derrumbado en Cuba es la represión absoluta
existente en el país. Al mismo tiempo, se asocia esa represión a los hermanos
Castro. Cuando éstos desaparezcan—dicen quienes afirman esta idea—, así lo hará
gran parte del miedo que su régimen inspira en la población.
Sin embargo, lo ocurrido en Cuba tras el
primero de enero de 1959 en buena medida
se aparta de esta óptica en blanco y negro.
Uno de los aspectos que ha permitido a
los hermanos Castro mantenerse en el poder es la capacidad para no ejercer las
formas más burdas y brutales de represión, salvo en los momentos en que se han
visto seriamente amenazados. Dejar abierta una puerta de escape a los
opositores, siempre que existiera esa posibilidad, y anticiparse a las
situaciones límites han sido dos de sus mayores habilidades.
Durante la “Primavera Negra” de 2003, el
régimen castrista condenó con toda severidad a 75 disidentes y ejecutó a tres
simples ciudadanos que habían secuestrado una embarcación con la intención de
salir del país, no por un afán represivo indiscriminado y generalizado, sino
para impedir el desarrollo de una situación que en poco tiempo lo obligaría a
tener que ejercer una represión masiva, desplegar un rigor mucho mayor.
Esto no libra al Gobierno cubano y a sus
dirigentes de culpa alguna. Es simplemente un intento de conocer mejor la
naturaleza del mecanismo empleado por el régimen para permanecer en el poder
por tanto tiempo.
La explicación de la represión como
profilaxis no debe verse como un atenuante de ésta. Mucho menos asociarla a una
justificación de las largas condenas y los fusilamientos ocurridos ese año y a
lo largo de la existencia del proceso revolucionario. Pero la maquinaria
intimidatoria que ha permitido la permanencia de dos hermanos al frente de un
país, por más de medio siglo, no puede ser denunciada en términos tan simples.
El segundo error de análisis, que con
frecuencia ocurre, es hacer depender esa maquinaria de control de la función de
uno o dos protagonistas.
Es cierto que la muerte de Fidel y Raúl
Castro sacará a relucir una serie de expectativas, que por muchos años la mayor
parte de la población —y también de la dirigencia alta y media del país— han
mantenido a la espera. Pero no hay que ilusionarse y pensar que éstas se
canalizarán de inmediato, lo que tendría como resultado un cambio total de la
situación imperante en la isla.
En primer lugar porque hay mecanismos
establecidos que van más allá de la obediencia a un tirano: parcelas de poder,
privilegios y temores sobre el futuro. En segundo, porque no hay el desarrollo
de una conciencia ciudadana empeñada en una transformación democrática.
La
tragedia de una ilusión perdida
La realidad cubana, en su forma más
cruda, es la tragedia de la ilusión perdida. El primero de enero de 1959 fue el
día en que el ciudadano se creyó dueño de su destino y terminó encerrado, preso
de sus demonios y de los demonios ajenos. A partir de entonces se inició un
proceso que alentó las esperanzas y los temores de los pobres y de la clase
media baja.
A unos y otros les dio seguridad para
combatir su impotencia y les permitió vengarse de su insignificancia. Pero al
tiempo que nutrió el sadismo latente en los desposeídos, y les brindó la
posibilidad de ejercer un pequeño poder ilimitado sobre otros, intensificó su
masoquismo. De esta forma, quedó establecido el principio de la aniquilación
del individuo por el Estado, mediante el afianzamiento de un sistema que
alienta el oportunismo porque no posee principios.
Con una población que mayoritariamente no
había nacido o se encontraba en la infancia ese comienzo de año de 1959, el
país está formado por ciudadanos que han vivido bajo el doble signo del poder
de un padre putativo, dominante y despótico. Aunque también sobreprotector y
por momentos generoso. Es el Estado cubano, que se ejemplifica y concreta en
una figura, un hombre, un gobernante.
Padre al que se ha tratado no sólo de
complacer en ocasiones, sino de obedecer siempre. O al menos de aparentar
obediencia.
Tras la épica engrandecida hasta el
cansancio de la lucha insurreccional y los primeros años de confrontación
abierta, se abrió paso una obligación repetida, generación tras generación, de
servir de puente a un futuro que se definía luminoso.
En lo cotidiano, más allá del discurso
heroico repetido a diario, lo que por décadas ha imperado en Cuba es el
aburrimiento: el trabajo productivo y la guardia nocturna con el fusil sin
balas. Desde el punto de vista psicológico, se descartó primero el derecho a la
adolescencia —el afán de la rebelión— y
luego se transformó el principio de la realidad que rige la adultez por una
simulación infantil. Ese detener el tiempo transformó a muchos cubanos en
eternos niños.
El concepto de que la libertad actúa como
un valor fundamental de motivación en cualquier pueblo —con independencia de
credo, cultura, historia y origen—, cuya formulación mejor aparece en The Case For Democracy, de Natan
Sharansky y Ron Dermer, ha demostrado ser más un ideal que parte de un análisis
de la realidad. Las secuelas de la envidia, el odio y el delito compartido por
muchos años serán difíciles de arrancar.