viernes, 12 de abril de 2013

El peligro de la intransigencia



En 1935 el escritor rumano Mihail Sebastian comenzó a escribir un diario. No sabía entonces —no lo supo nunca— que los nueve cuadernos de notas que llena hasta 1944 se convertirán en su obra más famosa. Tampoco había razones para sospecharlo. Era un narrador, periodista y autor teatral de prestigio. Tenía 28 años y un gran escepticismo hacia las causas ideológicas. Si anotaba lo que le ocurría, era por un interés personal y no para dar cuenta de una época. Ahora es el testimonio de lo ocurrido a ese intelectual y judío asimilado lo que importa. Más allá de sus triunfos y fracasos amorosos. Las humillaciones cotidianas de un hombre que vio cómo se alejaban de él casi todos sus amigos, mientras luchaba por sobrevivir en una ciudad cada vez más hostil.
Hablar de las amistades de Sebastian no es citar escritores menores, compañeros de café y redactores de versos ocasionales. Mircea Eliade, Eugène Ionesco, Camil Petrescu y E. M. Cioran formaban parte de ese círculo. Era el grupo literario más brillante de Rumania y la mayoría de sus miembros alcanzaron fama internacional. Todos, con la excepción de Ionesco, estuvieron vinculados con el movimiento legionario la Guardia de Hierro; un grupo de extrema derecha, antijudío, violento y fascista que ayudó a establecer en el país una dictadura militar aliada con la Alemania nazi, para luego ser eliminado con el apoyo de Hitler.
A diferencia de otros casos de judíos sobrevivientes del Holocausto, la historia que cuenta Sebastian no es una descripción de hornos crematorios y campos de exterminio, sino una narración que habla del temor a la muerte más que de la muerte misma, del miedo a la deportación, la miseria y la imposibilidad de ganarse la vida escribiendo.
Que Sebastian no pereciera durante esos años fue una especie de suerte en lo personal, pero también refleja un hecho: el número de sobrevivientes al Holocausto en Rumania es mayor que en otros lugares. De los 756,000 judíos inscriptos en el país en 1930, casi la mitad se encontraba aún con vida en 1944.
Pero si la alianza de Rumania con Alemania obedeció tanto a razones políticas como ideológicas, el antisemitismo era un prejuicio arraigado en la población. Un mal que floreció con mayor fuerza que nunca durante los años de crisis económica.
El judío se convirtió entonces en el “culpable perfecto”, no importa lo irracional que en ocasiones resultaba sustentar el argumento de culpabilidad.
Un hecho narrado en los diarios de Sebastian lo explica perfectamente. Cuenta la muerte de un soldado durante los combates callejeros que pusieron fin al predominio de la Guardia de Hierro. Tras la caída de un soldado en la esquina de una calle de Bucarest, algunos residentes colocan velas en el lugar. Los que pasan preguntan por lo ocurrido. Un individuo afirma a quien quiere escucharlo: “Una judía disparó desde el techo y mató a un soldado”. “¿Una judía?”, pregunta un transeúnte. “Sí, una maldita judía”, repite el hombre. “¿Y lograron capturarla?”, inquiere otro. “Sí, se la llevaron presa”, agrega quien inició la conversación. Poco a poco se ha ido formando un grupo que aprueba la explicación.
Lo irónico —y también terrible— es que el hombre a quien todos escuchan es un loco conocido en el barrio, que acostumbra a pararse en las esquinas con un silbato, mientras intenta dirigir el tráfico y detener o exigir la circulación de los tranvías que pasan. De pronto, la locura adquiere ciudadanía y se convierte en certeza.
El irracionalismo no se limita al comentario callejero.
“Querido mío, los judíos provocan cosas. Mantienen una actitud dudosa y se mezclan en asuntos que no les conciernen”, cuenta Sebastian que le dice un amigo. No se trata de un loco callejero. Es el novelista Camil Petrescu. “Una de las mentes más lúcidas de Rumania”, agrega el autor del diario. La descripción es irónica, pero el peligro real.
Hoy día es clara la maldad del nazismo. Tan importante, o quizá más, es entender la seducción que —al igual que el comunismo— ejerció como ideología.
Los rumanos no eran tontos ni sus intelectuales estúpidos. A la “lucidez” de Petrescu hay que agregar la de Cioran. En su caso, el antisemitismo no era tan evidente, pero estaba latente en el intento de volcar a Rumania de “un deprimente pasado a un grandioso futuro”. Su Transformación de Rumania, de 1936, es una buena lección de cómo las buenas intenciones con frecuencia caen en el extremismo.
Cioran lo comprendió luego, y durante su larga vida (murió a los 84 años) estuvo avergonzado de la admiración por el fascismo presente en sus escritos de juventud. Ya establecido en Francia, donde desarrolló una notable carrera como pensador, escribió: “No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo”.
Sebastian no vivió tanto, para disfrutar la liberación del nazismo o sufrir la dictadura comunista. El 29 de mayo de 1945, meses después de que los alemanes abandonaran Bucarest, fue arrollado por un camión y murió. Fragmentos de sus diarios aparecieron por primera vez en The New Yorker en octubre de 2000, con una introducción de Norman Manea, el escritor rumano contemporáneo más cercano a su obra.
Return of the Hooligan y en general la obra de Manea es la continuación de los diarios de Sebastian, en la Rumania de Nicolás Ceausescu y tras el fin del comunismo. Como si la resistencia al sufrimiento del ser humano no tuviera límites, y tampoco su capacidad para contarlo.

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