El problema fundamental que encara el Gobierno
cubano, ante la necesidad de llevar a cabo reformas que alivien la crítica
situación del país, es la respuesta a esta pregunta: ¿puede permitirse la
actividad privada, aunque sea en una escala reducida, sin poner en peligro al
socialismo?
La respuesta del marxismo-leninismo a la
anterior cuestión es negativa: la pequeña propiedad mercantil engendra
capitalismo, de forma constante y sin detenerse.
Respuesta demasiado simple, en especial
en lo que atañe a la situación actual del país, ya que tampoco pueden eludirse
otras dos preguntas. La primera lleva a cuestionarse si realmente existe
socialismo en la isla y la segunda tiene una urgencia creciente: ¿qué hacer
entonces para detener esa crisis perpetua, con la amenaza latente de un estallido social?
Desde hace varios años subsisten dos
modelos económicos en Cuba: uno fundamentado en los medios de producción
estatales y otro que se asienta en la propiedad privada. Hablar de socialismo
tiene sus limitaciones, particularmente en el sentido económico. No se puede
resolver la cuestión con una afirmación tajante: decir que en la isla el
socialismo no existe desde hace décadas —si alguna vez existió— y que lo que
hay es sencillamente un capitalismo de Estado, o más sencillamente un régimen
totalitario mercantilista, incluso una especie de sultanato caribeño.
Si una argumentación de este tipo puede
resultar apropiada para ciertos aspectos de la discusión política, a la hora de
tener en cuenta modelos productivos, formas de distribución de mercancías y
servicios, fuerza laboral y procesos de
comercio mayorista y minorista —para citar solo algunos aspectos— surge la necesidad
de reconocer que hay en el país una enorme estructura económica socialista —anquilosada
e inútil— que sobrevive gracias a ejercer una suerte de fagocitosis sobre otro
núcleo empresarial, que obedece a las leyes de capitalismo más salvaje, y a explotar
un mecanismo rentista y también parasitario sustentado en ingresos provenientes
tanto de aliados como de supuestos contrarios o ex enemigos: los subsidios chavistas
y las remesas de los exiliados.
Con un éxito relativo, el régimen de La
Habana ha logrado mantener separadas a las dos esferas productivas, gracias a
una estrategia dirigida tanto a reducir la esfera de producción privada
nacional como a concentrar la inversión extranjera —y a las empresas conjuntas
con capital privado (extranjero)— en un número limitado de corporaciones.
Sin embargo, esta solución ha llevado a
un debilitamiento social y económico del control gubernamental.
Al hablar de la situación actual en la
isla, hay que reconocer que se han ido produciendo cambios en el país. La
totalidad de estos no ha sido dirigida por el Gobierno. Algunos han sido
espontáneos pero permitidos, muchos en respuesta a diversas presiones.
Uno de los principales fue la detención
del proceso de retroceso, hacia una mayor centralización económica, en que
estaba empecinado el ex gobernante Fidel Castro.
Otro es el de permitir, dentro de
determinados moldes, la formulación de críticas y las opiniones en favor,
precisamente, de “reformas”.
El tercero —y no menos importante— es el
intento aún limitado de restringir la esfera burocrática nacional.
En este último radica una contradicción
fundamental. A ella se enfrenta Cuba y por la misma pasaron la desaparecida
Unión Soviética y los países de Europa del Este, antes de que desapareciera el
socialismo en ellos.
Mientras que el sector privado crece de
forma “espontánea”, y más allá de lo previsto cuando se posibilita la menor
reforma, la burocracia —que es también resultado espontáneo y natural de la
economía socialista— aumenta a pesar de los esfuerzos por reducirla.
En la práctica son dos modelos de
supervivencia en competencia. Las economías socialistas clásicas, pre reformistas,
combinan la propiedad estatal con la coordinación burocrática, mientras las
economías capitalistas clásicas combinan la propiedad privada con coordinación
de mercado.
Uno de los aspectos negativos de la
mezcla de ambos sistemas, en una misma nación, es el aumento del desperdicio de
recursos.
A la vez que el sector privado vive
constantemente amenazado en un sistema socialista, se beneficia de un aumento
relativo de ingresos. Eso se debe a que puede fácilmente satisfacer necesidades
que el sector estatal no cubre.
Sin embargo, estos artesanos o propietarios
de restaurantes no tienen un mayor interés en cultivar a sus clientes y tampoco
en acumular riqueza y darles un uso productivo.
Debido a que la existencia prolongada de
su empresa es bastante incierta, la mayoría emplean sus ingresos en un
mejoramiento de su nivel de vida mediante un consumo exagerado.
Esta actitud y conducta no difiere de la
del burócrata, que sabe que sus privilegios y acceso a bienes y servicios
escasos dependen de su cargo.
A este problema se enfrenta el actual Gobierno
cubano, al tratar de buscar una mayor eficiencia en la economía nacional: ¿cómo
alentar y al mismo tiempo restringir al sector formado por “cuentapropistas”,
campesinos propietarios de tierras y dueños de negocios familiares como
“paladares”?
Tanto el limitado sector privado como el
amplio sector estatal están en manos de personas que conspiran contra esa
eficiencia, por razones de supervivencia.
La fragilidad del llamado “socialismo de
mercado” es que su sector privado, si bien en parte es regulado por ese mercado,
en igual o mayor medida obedece a un control burocrático.
Este control burocrático lleva a cabo
muchas de sus decisiones a partir de factores extraeconómicos: políticos e
ideológicos principalmente. La contradicción se convierte en estancamiento.
Una solución parcial a este dilema sería
aumentar el papel del mercado y concederles mayor espacio a la esfera económica
privada, de forma legal y dejando la vía abierta a la competencia y la
iniciativa individual. Solo que, entonces, el éxito en el mercado tendría un
valor superior a la burocracia, y multiplicaría la pérdida de poder del Estado.
Esto es lo que algunos temen en la isla y
otros ansían.
Al ritmo que el gobernante Raúl Castro
está conduciendo los cambios, necesitaría vivir unos doscientos años para llevar
a cabo una transformación en Cuba, y en ese caso limitada sólo a una mejora del
nivel de vida de los ciudadanos. Así y todo, esta reforma estaría encerrada
dentro de los parámetros dados por la necesidad inherente al régimen de
mantener la escasez y la corrupción como formas de control. Son precisamente la represión, la escasez y
la corrupción, los tres pilares en que se fundamenta el Gobierno cubano.
A la vez que el régimen de La Habana
continúa exigiendo una actitud de aceptación absoluta e incondicionalidad a
toda prueba —que no es más que abrir la puerta a oportunistas de todo tipo—, se
aferra a un concepto medieval del tiempo: confundir el presente con la
eternidad.
Dos son las actitudes que parecen
determinar la conducta de quienes están al frente del Gobierno en la isla. Una
es un afán desenfrenado en ganar tiempo, para mantenerse en el poder por lo que
les queda de vida. Cae dentro de esta actitud su reverso: sobrevivir a la
espera de la muerte natural de Fidel Castro y su hermano, para a partir de ese
momento establecer alianzas de todo tipo —las que no excluyen a una parte de la
comunidad exiliada— y poder participar dentro de la nueva élite de poder.
La otra actitud parece ser el reflejo de
un gran temor a mover lo mínimo, no vaya a ser que se tambalee todo. Una especie
de efecto mariposa insular.
El general Raúl Castro aparenta estar
interesado en lograr una mayor eficiencia en la economía. Pero tanto el
limitado sector privado como el amplio sector de la economía estatal están en
manos de personas que conspiran contra esa eficiencia, por razones de
supervivencia.
Una y otra vez ha pedido a los cubanos
“trabajo” y “paciencia”. El trabajar más siempre ha sido una burla compartida,
una especie de chiste entre los hermanos Castro y la población de la isla. La
paciencia, sin embargo, es algo más serio. Forma parte de la eternidad impuesta
en una fecha: primero de enero de 1959. Ellos, los Castro, los de entonces,
siguen siendo los mismos.
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