Durante un concierto reciente en Lima, el
cantautor cubano Silvio Rodríguez dedicó la interpretación de una de sus
canciones, El Necio, al presidente
impuesto de Venezuela, Nicolás Maduro. Se podría pensar que nunca se ha
aplicado a Maduro un mejor título, pero sería hacerse una ilusión vana: desde
hace años Silvio desterró la ironía.
Durante la década de los 60 del pasado
siglo Silvio Rodríguez representó una pequeña posibilidad contestaria dentro
del sistema y lo que es más importante, de individualidad creadora. Más que un
rebelde, siempre fue un individualista, y los jóvenes de entonces lo admiraron
—y también envidiaron— por ello.
Sin embargo, en el fondo y a flor de
piel, siempre ha sido un débil, no solo de voz. Alfredo Guevara, que fue un
malvado inteligente, se dio cuenta de ello. Haydee Santamaría, que era una
mujer bruta, insensible y pueblerina, debió encontrar algo atractivo en amparar
aquellos muchachos trovadores, quizá una forma de reafirmar sus poderes o un
nuevo intento de compensar su incultura.
En ambos casos, más que el interés
personal de los funcionarios, lo importante fue la utilización del joven como
instrumento de propaganda, sobre todo hacia el exterior. A los dos le debe
Silvio parte de su carrera artística. También a los jóvenes de Cuba, y luego de
Latinoamérica y España, que admiraron y aún admiran sus canciones. En ambos
casos, supo pagar sus cuentas: a los funcionarios, con obediencia; a los otros
con un repertorio donde hay para diversos gustos y se encuentran temas
valiosos. A todo esto se añade una influencia indiscutible —casi siempre
malsana— en los miles de imitadores que lo han seguido hasta hoy.
Existe una terca costumbre en hallar
valores personales y éticos en quienes poseen la capacidad de crear obras de
arte. No siempre es así. Como ser humano, Silvio ha dado muestras de conducta
despreciable. No es el único Pero en este caso no estamos exclusivamente ante
un artista, sino ante alguien que desde el inicio ha explotado las
circunstancias que le permitieron no solo convertirse en un mito para la
juventud cubana, sino en un símbolo internacional.
Al mismo tiempo, en múltiples ocasiones
Silvio Rodríguez ha traspasado la infamia y caído en la ignominia, con necedad
y empeño. Las dos o tres frases sinceras que también ha pronunciado no lo
libran de culpa.
Más allá de su cobardía y acomodamiento,
lo peor en Silvio es su falta de pudor. Ya no es un trovador de jeans gastados
y guitarra al hombro, sino un empresario y cantante famoso. Paradójicamente,
esto lo lleva a aferrarse a un régimen que sabe en ruinas, pero con el que está
comprometido moral y materialmente, y al que piensa sobrevivir con dos o tres
declaraciones plañideras cuando llegue el caso, y tres o cuatro canciones
oportunas que desde hace años deben estar bien resguardadas.