Los venezolanos rechazaron el dudoso
honor de ser el segundo país del mundo gobernado por un muerto.
La elección presidencial que se esperaba
fuera un paseo triunfal para Nicolás Maduro terminó con unos resultados que se
impugnan y, en el caso de que uno quiera creerle al bando oficialista, una
victoria pírrica. En pocas semanas más de la mitad de la población venezolana
se ha percatado de que el poschavismo no es la mejor opción.
En parte también, es una derrota para el
fallecido presidente Hugo Chávez, incapaz de crear un sistema donde el
mecanismo de sucesión actuara con precisión y eficiencia.
Venezuela no es Corea del Norte, el único
país del mundo que tiene como Presidente Eterno a un muerto, Kim Il-sung. En
esa jerigonza particular del país asiático, suceden las muertes pero los cargos
se mantienen. Es por eso que cuando en
el 2011 falleció Kim Jong-il, el hijo de Kim Il-sung, fue declarado Secretario
General Eterno del Partido del Trabajo de Corea (PTC) y Presidente Eterno del
supremo órgano militar del país, por lo que su hijo y sucesor, Kim Jong-un, ha
tenido que conformarse con el cargo de Primer Secretario del Partido y Primer Presidente
del Consejo Nacional de Defensa. La eternidad reducida a un nombramiento, unas
pocas palabras.
Igual verborrea está presente hoy en
Caracas. Sí, es cierto, Venezuela no es aún Corea del Norte, pero Maduro y
Diosdado Cabello quieren que se parezca. Lo hacen evidente en los símbolos y
las palabras. Primero fue la idea descabellada de momificar a Chávez. Ahora el
oficialismo se refiere al desaparecido gobernante como el “Comandante Supremo de la Revolución”.
El poschavismo define a diario su
formulación reaccionaria. Si Chávez significó un retroceso para la región, con
una agenda de izquierda radical dentro de un ropaje populista —como una
respuesta inadecuada ante el fracaso del neoliberalismo—, su sucesor trata de
llevar al país no al “Socialismo del Siglo XXI” sino imponer un régimen calcado
a lo ocurrido en Rusia, Alemania e Italia durante el siglo pasado.
El poschavismo degenera con rapidez y
violencia hacia un fascismo rojo. Los que en este momento mandan en Venezuela
han decidido acompañar a la estampita, la imagen del fallecido gobernante y esa
invocación constante, entre plañidera y soberbia, con la fuerza del matón. Del
negro del luto al rojo.
Acallar mediante el atropello. Amenazar
con encerrar a los que expresan pacíficamente su desacuerdo con un “heredero”
que ha llegado despojándose de cualquier disfraz democrático y con la intención
de implantar una dictadura total en el menor tiempo posible.
El gobierno de Maduro no se inicia donde
lo dejó Chávez, sino donde lo comenzó Fidel Castro en Cuba: con la amenaza de
meter en la cárcel a quien se le opusiera —que la cumplió de inmediato— y una
campaña de desinformación destinada a desprestigiar a todo aquel que
consideraba un enemigo.
Maduro y Cabello no han perdido un minuto
en dejar en claro que se está con ellos o contra ellos. No hay que confundirse
con palabras que cambian de un día para otro y declaraciones de momento en que
el nuevo presidente expresa estar dispuesto a conversar con todo el mundo. Con
ellos no hay diálogo y negociación posible: acatar o sufrir las consecuencias.
Ya han comenzado los despidos de venezolanos por la simple sospecha de que
votaron por el candidato opositor, Henrique Capriles.
Por supuesto que Maduro y Cabello han
recurrido a ese viejo expediente de hablar del peligro de golpe de Estado,
incitación al caos y de los desórdenes por parte del bando contrario, así como
tampoco se han demorado un segundo en lanzar acusaciones de que han sido los
opositores pacíficos los responsables de las muertes ocurridas.
¿Cuántas veces ocurrieron “sabotajes” en
momentos muy precisos en Cuba, la quema de un círculo infantil durante los días
del éxodo del Mariel, varias bombas que dieron pie a decretos gubernamentales o
a la creación de los órganos de vigilancia en cada cuadra, sin que nunca se
supiera quién en realidad había estado tras esas acciones?
En ese libreto, que en la actualidad es
dictado por La Habana —incluso con más fuerza que durante la época de Chávez—
no es de extrañar que ocurran situaciones que de inmediato se utilicen para
justificar la represión.
En todo ello, no hay originalidad. No lo
inventaron los Castro. Existe desde mucho antes, pero nunca se aplicó con tanta
eficiencia como durante el fascismo, el gobierno nazi y el comunismo.
Lo que está ocurriendo en Venezuela es
que el régimen ya ha dejado bien claro
su disposición de despojarse con rapidez de los aspectos populistas necesarios
para ganar en las urnas y concentrarse en crear e imponer una maquinaria
represiva que consolide y perpetúe su presencia. Como en Corea del Norte.
Esta es mi columna semanal, que aparece el lunes en El Nuevo Herald.