Mientras abundan los estudios y conferencias sobre la reconstrucción de la
Cuba poscastrista, poco se ha profundizado en esta transformación desde la
óptica del individuo.
Enfrentar la necesidad urgente de crear los medios que posibiliten los
cambios, para que el cubano devenga en un
individuo capaz de enfrentar los retos y beneficios de un estado
democrático y una sociedad civil, es tan apremiante como discutir las bases económicas
y políticas de la nación del futuro. Conocer cómo piensan y actúan las personas
que por demasiado tiempo han sobrevivido en un país en ruinas abarca un
universo más amplio que las discusiones políticas.
Los cubanos han evolucionado en dos grupos, con diferencias y semejanzas
significativas a lo largo de 45 años: un grupo —la mayoría— ha permanecido en
el país. Otro ha creado una nueva forma de vida en el exilio.
Desde hace años, La Habana viene repitiendo que los exiliados abandonan
Cuba por motivos económicos. El argumento ha encontrado eco en Miami. También
aquí se proclama a diario que quienes han llegado en los últimos años lo hacen
en busca de una mejor vida y no por razones ideológicas. Por esa paradoja que
siempre crea la convergencia de los extremos, se alza ahora un discurso
repetido en ambas costas —divididas por el estrecho de la Florida—, que
proclama el surgimiento de una inmigración sólo interesada en el bienestar y no
en un ideal de libertad.
La diferencia más significativa es
que quienes han emigrado a Estados Unidos y otros países habitan en lugares
donde rige un sistema capitalista, de libre comercio y gobierno democrático.
Los que por voluntad o causas ajenas han permanecido en Cuba se ven obligados a
regirse por las circunstancias imperantes en una sociedad totalitaria de corte
comunista —aunque en la práctica esta nominación ideológica ha evolucionado, y
el sistema imperante es la fachada de un sistema sólo preocupado en sobrevivir
a cualquier precio. Más allá de poder expresarse libremente, ―aunque por lo general sin muchas
consecuencias― en el
capitalismo y la censura generalizada en un sistema que se llama socialista, lo
que actúa con mayor fuerza sobre el individuo es el sentimiento de incapacidad
para regir su vida. Esto puede tener como consecuencia una existencia encerrada
en el desencanto y la apatía o una salida violenta en determinado momento.
Lo que se ha estado fraguando durante los últimos años en Cuba es un
escenario extremadamente volátil, que hasta ahora el gobierno de la isla ha
logrado controlar con represión y promesas.
Pese a ser generalizada, la represión se manifiesta de forma más visible
contra la disidencia. El régimen aún cuenta con la capacidad de mantener
fragmentada no sólo a la disidencia ―ello no es noticia desde hace años― sino en lograr que las pequeñas protestas y actos de desacato que ocurren
a diario no alcancen una dimensión mayor. Ni la disidencia guía o logra
aglutinar el sentimiento de descontento nacional ni el gobierno ha logrado
grandes avances en un programa destinado a paliar en alguna medida la pobreza
imperante. En este sentido, hay más bien un estancamiento, tanto en la
oposición ―que en la actualidad
exhibe solo la cara de los actos represivos contra las Damas de Blanco― como en el gobierno, cuyas reformas
avanzan tan lentamente que simplemente puede decirse que están detenidas.
Todo ello lleva a un aumento de las
posibilidades de un estallido social. De producirse esta fragmentación violenta
―y con independencia del
resultado de la misma― el uso del caos y la fuerza como solución de los
problemas se convertiría en un patrón de conducta adoptado por una parte de la
población de la isla, que limitaría o impediría el avance social, al igual que
ocurre actualmente en Haití. La manipulación dejaría de estar
institucionalizada, como ocurre ahora, y se convertiría en tarea en manos de
pequeños matones, demagogos y politiqueros de esquina.
En caso de ocurrir un estallido social ―y hay que repetir que las condiciones de
la realidad cubana se asemejan mucho a una caldera que cada vez adquiere una
mayor presión― la
gente no va a lanzarse a la calle pidiendo libertades políticas —ya ese momento
pasó—, sino expresando sus frustraciones sociales y económicas.
Es posible que un estallido popular ocurra
primero fuera de La Habana que en la capital. De ocurrir así, obedecería a
factores económicos: la pobreza es mayor en el campo que en la capital. Sin
embargo, es un error hacer depender cualquier protesta de un empeoramiento
absoluto del nivel de vida de la población. Más bien sería todo lo contrario.
Por otra parte, desde el punto de vista
económico —y contrario a lo que podría pensarse inicialmente—, un agravamiento
general de la situación económica no tiene que ser necesariamente el detonante
de protestas más o menos generalizadas. Son las diferencias sociales, que se
intensifican a diario, las que más fácil prenden la mecha.
Pese a las limitaciones extremas que han
caracterizado a su labor ―determinadas
en primer lugar por la fuerte represión que enfrenta― la
disidencia se ha caracterizado no solo por alertar, sino por hacer todo lo
posible para evitar que se llegue a esa situación caótica, tras la cual será
muy difícil llevar a cabo esa tarea de reconstrucción del carácter del cubano,
mientras que da la impresión que el gobierno de los hermanos Castro está empeñado en dejar solo el
caos tras su desaparición.