Una paradoja persiguió al fenómeno de los
indignados españoles en sus inicios: cómo conciliar que existiera un movimiento
de rechazo al capital financiero internacional, los consorcios trasnacionales y
los políticos que son cómplices de esos intereses, y al mismo tiempo ver
vaticinar una victoria amplia del Partido Popular (PP) en las elecciones
presidenciales. Las encuestas no se equivocaron. Mariano Rajoy obtuvo la
presidencia española y su partido la mayoría absoluta para legislar a su
antojo. Pero su pésimo gobierno ha servido para echar abajo la paradoja: su
popularidad está en picada, aunque a los socialistas les va peor aún.
Así que ese reproche constante —por mucho
que se repudiara a Zapatero y la política de complacencia del Partido
Socialista Obrero Español (PSOE) con los grandes intereses bancarios y de
bienes raíces, había que tener una mentalidad muy estrecha para querer castigar
al PSOE eligiendo al PP—, por parte de algunos progresistas españoles, ha
quedado atrás en la oleada en contra de los partidos tradicionales que recorre
España.
Todavía hay quien se aferra a la queja. El
diputado del PSOE Ramón Jáuregui acaba de declarar que no existe una
alternativa de izquierdas mejor que su partido. “Cuál es el modelo de referencia
que propone esa otra izquierda, ¿el chavismo?”, ha preguntado. Pero sus
palabras encierran toda la hipocresía y demagogia que han hundido al PSOE. El
mismo Jáuregui asegura que ha apostado por cambiar los partidos políticos,
modificar el sistema electoral y revisar el sistema parlamentario debido a que
"tenemos Parlamentos del siglo XIX. En este contexto, ha remarcado que el
denominado “caso Bárcenas” hace daño no sólo al PP sino al resto de formaciones
políticas, según la información del diario español El País.
Precisamente en esa transformación
radical de los partidos políticos y las leyes que los gobiernan es que radica
uno de los problemas fundamentales que afronta España, donde —afortunadamente,
hay que agregar— la posibilidad de un “chavismo” es solo un recurso para meter
miedo.
Sin embargo, lo que no se ha encontrado
es una salida a esa irritación ciudadana, que no se limite a un sentimiento
antisistema extremo, sin posibilidades reales de triunfo (aquí es donde
entraría el miedo al “chavismo”), sino a una transformación dentro del sistema
democrático —que por otra parte transcienda las viejas fronteras de izquierda y
derecha— y busque un cambio amplio pero dentro del sistema representativo de
poderes.
Es decir, la entrega del país a la fuerza
política que es el aliado natural de esos intereses, por los votantes españoles,
no se ve ahora como un error sino como consecuencia de un sistema que merece
ser modificado mucho más allá de la alternativa de mando entre los dos
principales partidos políticos.
La forma de lograrlo, sin caer en
extremismos de derecha e izquierda, continúa siendo la gran interrogante en el
panorama político español.
La falta de esperanza en los indignados
españoles, como fuerza política capaz de transformar la sociedad, radica en
buena medida en lo poco que éstos han obtenido más allá de la denuncia.
El fenómeno de los indignados, que cobró
fuerza a partir del surgimiento del 15-M, debe ser analizado desde una
perspectiva presente y no referirlo simplemente a una nostalgia de apenas dos
años.
Más que considerarlo un ejemplo de nuevas
formas de plantearse la política y una fórmula innovadora de enfrentar los
problemas sociales, se debe destacar cuánto hay de añoranza en las acciones de
sus miembros. Su fundamentación ideológica no se apartó mucho del canon
tradicional de la izquierda de repartir la riqueza, y en sus lemas , frases y
reclamos iniciales hubo una acusada melancolía por las demostraciones
callejeras, que históricamente influyeron o cambiaron el rumbo de la historia —desde
la Revolución de Octubre hasta las marchas por los derechos humanos o en contra
de la Guerra de Vietnam en Estados Unidos y el mayo francés. Sus asambleas de
barrio fueron caricaturas de los soviets originales y en sus cantos y consignas
proliferaron repeticiones que ya carecen de sentido, desde la cantaleta del
pueblo unido jamás será vencido hasta el par de camisetas deportivas con la
imagen del Che Guevara, que nunca han faltado en los cuerpos casi siempre
envejecidos de algunos participantes en las marchas.
Uno de los aspectos fundamentales, que
limitó el ejercicio político de los manifestantes, fue la transformación de la
ira en ironía, algo que si bien podía provocar cierta satisfacción a nivel
individual, reducía fundamentalmente la carga de acción política de las actividades,
que casi siempre se reducían a mini carnavales donde la algarabía hacia posible
que los niños pequeños, hijos de los participantes, podían corretear libremente
entre las filas o los espacios vacíos que se creaban durante las marchas como
si ellos fueran los únicos realmente conscientes del carácter lúdico de las
concentraciones. Fiesta de carnaval que liberaba un poco, desde el punto de
vista psicológico, de la cuaresma cotidiana del trabajo mal retribuido o el
desempleo.
Ironía que si bien puede resultar
novedosa y hasta efectiva a la hora de enfrentar un sistema totalitario —debido
en buena parte a las limitaciones imperantes a la hora de formular las
denuncias— choca contra la poca efectividad del cinismo a la hora de hacer avanzar
una agenda de reivindicaciones dentro del juego democrático —lo que es bueno
para la literatura y el arte, desgraciadamente, no sirve en la vulgar
política—, como única alternativa para evitar el peligro que encierra cualquier
utopía de “alcanzar el cielo por asalto”, que siempre se acaba en conquistar la
tierra por la fuerza.
Porque si algo me llamaba la atención, cuando
presenciaba esas actividades —en lo que podría considerarse actos de
fundamentación del 15-M— era la fragmentación de los mismos, que permite una
amplia participación de viejos y jóvenes, parejas y grupos de cualquier
preferencia sexual y catedráticos y obreros. Una variedad encomiable si no
evidenciara también la existencia de criterios diversos, y conocimientos y
potencialidades distintas a la hora de enfrentar los problemas sociales
actuales, y donde los únicos vínculos comunes son la frustración y el rechazo.
El diputado Jáuregui se refiere también a
este hecho, aunque en otros términos: “la fragmentación política en España es
fatal” y agrega que tampoco existe una alternativa de izquierdas mejor que su
partido. Una afirmación que, por supuesto, hay que ser miembro fiel del PSOE
para compartirla. De la ceguera política con fines partidistas.
Todo este panorama lúdico se ha transformado
completamente tras la llegada de Rajoy al poder. Cada vez más ha ido en aumento
la modalidad antisistema dentro de las manifestaciones. Ha aumentado la
represión policial y la violencia por parte de grupos de manifestantes.
El escrache es el mejor ejemplo de este
cambio. No se trata de una apacible manifestación. En la mayoría de los casos
se convierte en una verdadera confrontación, donde se invade la privacidad, los
participantes son fichados, algunos detenidos y aún en los de carácter más
pacífico la expresión de la ira es el sentimiento predominante. El drama ha
sustituido a la ironía.
Lo que ambas partes buscan en un escrache
es una demostración de fuerza —tanto en la irritación verbal de los
manifestante como en el amplio despliegue policial que ocurre casi siempre— que
produzca un cambio en el contrario, no simplemente la expresión de un
sentimiento.
Los cambios en España, tanto los
económicos como los políticos, no parecen ser reversibles. No hay que dudar que
el país saldrá de la actual situación financiera. Lo que nadie sabe es cuándo y
cómo.
Lo que también resulta imposible de pronosticar
es cuánto va a cambiar en España, como resultado de los aspectos sociales de
esta crisis que en la actualidad no brinda una esperanza de salida. No solo en el
carácter de muchas instituciones sino en sus ciudadanos.
Por lo pronto, hay una señal que
preocupa. El español está cada vez más amargado, y no se detiene a la hora de amargarle, un poco
también, la vida a los demás. Pequeños gestos, actitudes, prohibiciones recién
descubiertas, descuidos y omisiones.
Lo peor es que no se percibe una solución
política de los problemas.
Con los años he visto diversas huelgas en
Madrid, así como manifestaciones y marchas variadas, celebraciones por el
Primero de Mayo y protestas de todo tipo. Durante las semanas en que los
“indignados” ocuparon la Puerta del Sol, presencié reuniones, asistí a debates
y discusiones públicas. Todas pacíficas. Siempre como espectador. Nunca he
participado en una actividad que no me corresponde.
Ahora, sin embargo, cabe la posibilidad
—cada vez más segura— que una marcha o manifestación se convierta en un acto
violento. En parte ha sido ese señalado aumento de la represión policial, en
algunos casos excesiva, que ha traído el gobierno de Rajoy, ya sea de forma
directa o indirectamente. En parte también la participación de extremistas en
las protestas, que inician actos de violencia con el único objetivo de generar
caos y más violencia.
En estas condiciones, España no sólo
sufre un deterioro del bienestar de una parte cada vez mayor de la población,
sino que de forma progresiva está dejando de ser una nación de esperanza.
El peligro potencial del caos y la
violencia constituye la cara fea del problema. Hay sin embargo otro aspecto a
señalar. No hay duda que este repudio al Gobierno de los populares —que de
forma constante se manifiesta en las calles españolas— también ha logrado
frenar algunas medidas planteadas como soluciones al deterioro financiero, pero
en última instancia destinadas a desbaratar no solo el Estado de Bienestar sino
gran parte de la estructura económica, social e ideológica creada a retazos tras
el fin de la dictadura franquista.
A una crisis profunda se ha unido la
ineficiencia del gobierno de Rajoy, para crear esta situación actual en la que
la sociedad española comienza a mostrar grietas cada vez más profundas. Aún no
es la tormenta perfecta, pero los pronósticos resultan de una preocupación
creciente. El presidente del Gobierno promete el cielo a la vuelta de la
esquina, pero basta con mirar un poco alrededor para darse cuenta que no bastan
los paraguas que ofrece.
No todo lo ha hecho mal Rajoy, y en su
favor puede decirse que ha evitado un rescate al estilo de Portugal, Grecia y
Chipre. Aunque en lo principal que afecta al español de la calle —desempleo,
subida en el costo de los servicios, deterioro de los beneficios y
estancamiento o retroceso del nivel de vida— sus resultados son nulos o casi
nulos. Pero lo que es peor, para él y su gobierno: el deterioro que sufre su
gestión administrativa es hasta ahora imparable, al punto que algunas de las
figuras importantes del PP han comenzado a distanciarse de él.
¿Qué saldrá de todo esto? ¿Un deterioro
que volverá a hundir a España en el pasado y que requerirá de decenas de años
para recuperarse, o una sociedad transformada para lo mejor? Un signo de
optimismo ya señalado: la presión popular ha obligado al Gobierno de Rajoy a
frenar medidas, posponer leyes. Otro contrario: ha vuelto con fuerza la
polémica ideológica en su forma más visceral, como los posibles cambios a la
ley del aborto. Lo peor es que persiste el estancamiento y crece la amenaza de
que la España de charanga y pandereta sea cada vez más de cerrado y sacristía.
El partido de fútbol como consuelo nacional.