Hace ya doce años las cazuelas sonaron en Buenos
Aires y en horas barrieron con el gobierno de Fernando de la Rúa. No sucedió lo
mismo en la Venezuela de Hugo Chávez, donde
las protestas indicaron un grado de desacuerdo con el mandatario —a veces
creciente, pero no sin llegar al grado de una revuelta popular— y luego
disminuyeron a medida que el chavismo fue transformando las instituciones
públicas e imponiendo un régimen corrupto y represivo, en dosis que el
fallecido gobernante sabía controlar muy bien. Han vuelto a sonar ahora con el
gobierno impuesto de Nicolás Maduro, pero en la actualidad el país se debate
entre el caos y el inicio de una represión mucho más brutal, a la que Chávez
nunca tuvo que recurrir.
En Cuba las marchas de las Damas de Blanco ―y los
actos de repudio en contra de ellas lanzados por turbas del gobierno― han
logrado difusión y reconocimiento internacional, pero hasta el momento han
mostrado también la incapacidad de la población para apoyar una queja y
convertirla en un reclamo masivo.
Precisamente contra esta ciudadanía ―que aún permanece en calma― es que en última
instancia van dirigidos los actos de repudio, los golpes, los insultos y las
obscenidades.
Varios factores conspiran para que en Cuba no
ocurra lo que sucedió en Argentina y ni siquiera lo que aún ocurre en Venezuela.
El primero es que ya pasó. Por ejemplo, al
principio de la revolución, salieron las amas de casa a las calles de Cárdenas
batiendo cacerolas y ollas y gritando: “Queremos comida”. Desde la capital de
la entonces provincia de Matanzas el ya fallecido capitán Jorge Serguera envió
a los tanques para que avanzaran sobre el pueblo. La intervención del también
fallecido expresidente Osvaldo Dorticós impidió que se produjera una masacre.
El segundo factor es que más allá de las simples
turbas controladas, el régimen cuenta con tropas adiestradas y equipos de lucha
contra disturbios listos para poner fin a cualquier manifestación popular. A
ello se une la existencia de una fuerza paramilitar, que ha demostrado su rapidez
y capacidad represora en otras ocasiones, y que de inmediato entraría en
combate ante una amenaza seria de insurrección callejera.
Pero otro importante factor que demora o impide un
movimiento espontáneo de protesta masiva es la apatía y desmoralización de la
población. La inercia y la falta de esperanza de los habitantes del país. Su
falta de fe en ser ellos quienes produzcan un cambio. El gobierno de los
hermanos Castro ha matado —o al menos adormecido— el afán de protagonismo
político, tan propio del cubano, en la mayor parte de los residentes de la
isla.
El exilio
como futuro —como alejamiento colectivo para ganar en individualidad— es un
aliciente mayor que un enfrentamiento callejero. Más fácil se arriesga la vida
en una balsa que en una calle. El desarraigo es preferible a la afirmación
nacional limitada al concepto de patria, porque se llega al convencimiento
—aunque sea intuitivamente— de que no hay nada en que afirmarse.
En primer lugar, la geografía como parte de la
política. Puede que las cacerolas se oigan primero en el interior del país,
pero deben escucharse en La Habana. La posibilidad de que el estallido popular
ocurra primero extramuros obedece a factores económicos: la pobreza mayor en el
campo que en la capital. Sin embargo, es un error hacer depender cualquier
protesta de un empeoramiento absoluto del nivel de vida de la población. Más
bien sería todo lo contrario.
Desde el punto de vista económico —y contrario a
lo que podría pensarse inicialmente—, un agravamiento general de la situación
económica no tiene que ser necesariamente el detonante. Son las diferencias
sociales, que se intensifican a diario, las que más fácil prenden la mecha. Por
lo tanto, a diferencia de que lo que ha ocurrido en Argentina y Venezuela,
serían los estratos más desposeídos los iniciadores de la protesta. La gente no
va a lanzarse a la calle pidiendo libertades políticas —ya ese momento pasó—, sino
expresando sus frustraciones sociales y económicas.
En caso de producirse un movimiento de protestas populares, y de ser
espontáneo, es posible que carezca de vínculos directos con el exilio de Miami.
Tampoco contaría con la participación mayoritaria de los miembros de la
sociedad cubana más identificados con el rechazo al régimen, porque éstos son
al mismo tiempo los que tienen más dólares, ya sea gracias a las remesas
familiares, el comercio ilícito o los trabajos por cuenta propia.
Otro factor a tener muy en cuenta es la composición étnica. ¿Cuál es el
segmento que en la actualidad sufre más privaciones en Cuba? No hay duda que la
población negra constituye el caldo de cultivo para un estallido social. Sus
miembros son quienes tienen menos posibilidades de recibir dólares del
extranjero y también a los que discriminan de los trabajos en hoteles, restaurantes y transporte
de turistas. En igual sentido, carecen en su mayoría de viviendas con la
capacidad suficiente para alquilar cuartos a extranjeros, ni poseen automóviles
u otros recursos que les faciliten la adquisición directa de los dólares de los
visitantes. Hay pocos negros dueños de paladares o propietarios de casas de
huéspedes. Como una evidencia más del fracaso del régimen, han vuelto a ser
relegados a las esferas tradicionales donde antes del primero de enero de 1959
el triunfo era un anhelo costoso y renuente. Para la población negra, el
bienestar del dólar se limita a quienes se destacan en tres esferas muy
competitivas: el deporte, la prostitución y el arte.
De producirse cacerolazos en Cuba, el régimen los reprimirá con firmeza. No
hacerlo sería la negación de su esencia y su fin a corto plazo. Imposible no
usar la violencia. En cualquier caso lleva las de perder. Una de las habilidades del régimen siempre ha sido el
evitar las situaciones de este tipo. El “maleconazo” de 1994 Fidel Castro logró
sortearlo con una avalancha de balsas hacia la Florida. Esa salida está
agotada.
Por su parte, Raúl Castro se ha caracterizado por la práctica de una
represión preventiva, instantánea y que en su efecto inmediato
―encarcelamiento― puede durar horas, días o meses, pero en cuanto a impresión
en el ciudadano y en la sociedad, como
forma intimidatoria, tiene una repercusión permanente. La represión en su forma
más desnuda —arrestos y muertos— no conlleva necesariamente el inmediato fin de
un régimen totalitario, pero en el peor de los casos lo tambalea frente a un
precipicio. Ningún dictador tiene a su alcance un manual que lo guíe, sino
ejemplos aislados: los hay tanto de supervivencia—el caso de China—como de
desplome —el de Rumania. El gobierno de los hermanos Castro cuenta con una
sagacidad a toda prueba, ¿pero por qué empeñarse en creer que es invencible?