En 1931 la
carrera cinematográfica de Buster Keaton era un silencio opresivo y él lo sabía
y tenía que resignarse al papel de payaso ocasional a que lo condenaba su
contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) y posar con su cara triste y su
rostro estereotipado junto a Sol Pinelli y un grupo de músicos cubanos de
visita en Hollywood.
Ernesto
Lecuona aparece en el extremo izquierdo de la fotografía. Su actitud sonriente
y triunfadora ofrece un contraste estridente con el cómico que trata de
perderse al centro del encuadre.
Lecuona tiene
motivos para sonreir. Es el año que la MGM produce Cuban Love Song, dirigida por W. S. Van Dyke e interpretada por
Lawrence Tibbett, Lupe Velez y Jimmy Durante. A los 36 años no sólo se
considera el iniciador de la música afrocubana sino es todo un consagrado, con
obras para la postereridad como La
comparsa —que interpreta por vez primera a los 17— y montones de piezas y
producciones teatrales que le han dado fama y dinero.
Ese año
también marca el fin del primer ciclo de películas con la música de George
Gershwin —con resultados poco convincentes como Delicious y Of Thee I Sing— sin que al compositor le
quite el sueño que éstas cuenten poco para su prestigio porque para eso tiene
la Rhapsody in Blue, el Concerto in F, An American in Paris y un gran número de excelentes canciones y
revistas musicales en los teatros.
A Gershwin le
queda poco por vivir y Lecuona tiene una vida por delante. Ambos ya han
compuesto “rapsodias”, pero con resultados divergentes. La del cubano será una
entrada más en su amplio catálogo. La del norteamericano su pieza más conocida.
Hay algo más
importante en esta diferenciación. Mientras que la Rapsodia negra de Lecuona carece de trascendencia en la música de
la isla, Rhapsody in Blue es una
pieza que todo aspirante a compositor o intérprete cubano debe conocer a fondo,
no sólo por su valor musical sino por las implicaciones que se desprenden de su
estreno. Desgraciadamente, nos hemos limitado a escuchar versiones mediocres de
una obra que el propio Lecuona dirigió en La Habana pocos meses después de su
estreno, como la de Frank Emilio, quien la viene repitiendo ocasionalmente,
cada vez con menos fortuna, o la del propio Lecuona.
Si se quiere
oír la verdadera Rhapsody in Blue, hay
que buscar la interpretación de la banda de Paul Whiteman, que tuvo a su cargo
el estreno el 12 de febrero de 1924, con Gershwin al piano, en el Aeolian
Concert Hall —la misma sala donde en 1917 Lecuona había iniciado su exitosa
carrera internacional. Pero además cerciorararse de que sea la grabación
acústica, la única que expresa a plenitud los contrastes entre orquesta e
intérprete y el carácter improvisado de la ejecución que son lo mejor de la
obra. Gershwin —que tenía un conocimiento muy limitado de contrapunto y teoría,
y en esa época no sabía orquestar—escribió de forma febril durante tres semanas
una partitura para dos pianos, que Ferde Grofé, el pianista y arreglista de
Whiteman, amplió al formato de orquesta.
Quienes han
comentado la Rapsodia le han otorgado más de un mérito inmerecido al compositor
norteamericano. No es el primer intento de incorporar el jazz a la música de
concierto: ya figuras europeas tan notables como Claude Debussy, Maurice Ravel,
Darius Milhaud, Paul Hindemith e Igor Stravinsky se le habían adelantado. La
famosa cadenza para clarinete del comienzo, que es quizá su característica más
distintiva, fue escrita e interpretada por vez primera por Ross Gorman, el
clarinetista de Whiteman: nada le debe a Gershwin. Por lo demás, la versión que
ejecutan las orquestas sinfónicas en la actualidad adolece de una
grandilocuencia que reduce el carácter febril y dinámico que distinguieron a la
pieza en su primera presentación. Lo mejor de la Rapsodia no es Gershwin
tocando el piano como un imitador de Chaikovski nacido en Brooklyn, sino el
sonido de los miembros de la banda, que caricaturizan la música con un
desenfado típicamente norteamericano. Sólo que ese sonido es también, por
supuesto, el mejor Gershwin.
Whiteman
caracterizó al concierto en el Aeolian Hall como “un experimento en la música
moderna”. Sin embargo, poco había de moderno y experimental en el programa
antes de que se escuchara la Rapsodia. Más bien se trataba de contrastar
melodías populares y fox-trots con piezas de jazz o con un tratamiento
jazzistico. La audiencia estaba formada por una mezcla de oyentes con educación
musical, incluyendo varios compositores, y otros que por lo general se limitan
a asistir a los salones de baile.
El contierto
tuvo un proposito doble. Al tiempo que se trata de mostrar al jazz, con apenas
10 años de reconocimiento, como una alternativa a la música de vanguardia, se
pretendía también disciplinar al nuevo arte para que adquiriera un balance
adecuado entre la improvisación y la composición. Por ello la primera selección
fue Livery Stable Blues, de La Rocca,
la primera pieza grabada de jazz, y en la segunda parte del programa se incluyó
la Suite de Serenatas (española,
china, cubana y oriental) de Victor Herbert, en aquellos momentos el más famoso
compositor norteamericano y un representante típico del mundo de la opereta,
así como Pompa y Circunstancia de
Elgar. Whiteman declaró que la mezcla arbitraria de géneros y estilos musicales
perseguía un fin educacional: “Contribuir a lograr que de una forma simple las
masas comprendan, y por lo tanto disfruten, de las óperas y sinfonías”.
Todo este
esfuerzo pretencioso y bien intencionado se vino abajo con Rhapsody in Blue. El público demostró claramente que prefería los
sonidos cortantes de la obra de Gershwin por encima de las melodías
edulcoradas. Fue una lástima de que Lecuona no estuviera presente.
La pregunta
fundamental frente a la Rapsodia no tiene nada que ver con el sello
“comercial”, que define la mayor parte de la obra de Gershwin, o la ausencia en
el compositor de una educación musical adecuada, la apropiación de elementos de
diversas culturas en un melting pot sonoro, la etiqueta de vanguardismo o la
discusión de si implica o no la entrada de la música popular en la sala de
concierto. El enigma fundamental es tratar de comprender como una obra de
apariencia tan simple, que en ocasiones parece demasiado primitiva, suena tan
bien y resulta tan atractiva.
Plantearse
esta pregunta ayuda a comprender el fracaso de Lecuona en trascender la
herencia hispana que lo limitó durante toda su vida: su temor a alejarse de los
moldes clásicos de la composición, y al mismo tiempo a conocer las limitaciones
de Gershwin.
¿Cómo una obra
con defectos evidentes como Rhapsody in
Blue suena tan bien? Los intérpretes y compositores cultos trataron de
resolver la cuestión a través del rechazo. Por su parte, los críticos la
acusaron de no tener una forma definida. En realidad, la Rapsodia no es una
rapsodia, en el concepto liszteriano del término. Tiene características sinfónicas,
pero no es una sinfonía. A lo que más se asemeja es a un concierto para piano y
orquesta, pero como tal carece de un desarrollo mayor de lo que constituirían
sus “movimientos”: catalogarla como concierto es condenarla a un papel menor,
sin gran importancia para la historia de la música.
Considerada
una composición menor frente al enorme catálogo de obras de concierto, en su
mayoría procedentes de Europa, la Rapsodia se mantuvo alejada del repertorio de
los más notables concertistas, como Rubinstein y Horowitz. La obra, al igual
que otras piezas orquestales de Gershwin, requiere de un tipo muy peculiar de
intérprete: el especialista, que es a la vez un fanático, un admirador
incondicional —tal el caso de Levant y Pennario—, o el pianista que al mismo
tiempo se destaca como director —dos buenos ejemplos son Bernstein y Previn.
Así también se
explica el rechazo de ciertos compositores célebres, a ser maestros de
Gershwin. La respuesta del ruso Alexander Glazunov fue fría y franca: luego de
oír la obra y conocer el interés del autor de convertirse en su discípulo,
expresó que el joven norteamericano quería estudiar orquestación, pero carecía
de la más ligera idea de lo que es el contrapunto, y que ante todo debía
remediar su falta de conocimiento de teoría musical. La del francés Maurice
Ravel fue amable y cálida: ante la sugerencia de Gershwin de que quería
estudiar con él, respondió que no lo consideraba una buena idea, ya que
probablemente ello lo convertiría en un mal Ravel, al tiempo que perdería su
enorme talento para concebir melodías y la creación espontánea. En ambos casos
un elemento común: el rechazo o el temor ante la espontaneidad: los sueños del
ignorante musical producen monstruos de una belleza inconcebible, cuando ese
ignorante es Gershwin.
Ese diablo imprudente, con el que
jugaba Gershwin como un niño —porque no sabía qué otra cosa hacer con él y
porque estaba convencido de que era un genio, aunque apenas era genial— no
aparece casi nunca en Lecuona, que siempre se apresuraba a cerrar la botella o
cuyo monstruo interior no tenía la fuerza suficiente para destapar el corcho.
Hay un tino y una contención en sus composiciones que a la larga resultan
aburridas. Tendrían que pasar aún dos años para que se soltaran los genios de
la música cubana en Nueva York, borrachos de alcohol y diversión. El
acontecimiento está olvidado y su principal intérprete no fue pianista sino un
trecero, mulato y enano. Ese año el Septeto Boloña grabó una serie de sones con
una riqueza rítmica que no volverá a encontrarse en piezas de poco más de tres
minutos de duración. Escuchar a El Chino Incharte en el bongó es participar en
un festín de la música y la poesía cubana en sus formas más simples y más
perfectas: “Clavo martillo, martillo clavo” (repiqueteando).