sábado, 4 de mayo de 2013

El encuentro infeliz de Lecuona, Gershwin y Buster Keaton

En 1931 la carrera cinematográfica de Buster Keaton era un silencio opresivo y él lo sabía y tenía que resignarse al papel de payaso ocasional a que lo condenaba su contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) y posar con su cara triste y su rostro estereotipado junto a Sol Pinelli y un grupo de músicos cubanos de visita en Hollywood.
Ernesto Lecuona aparece en el extremo izquierdo de la fotografía. Su actitud sonriente y triunfadora ofrece un contraste estridente con el cómico que trata de perderse al centro del encuadre.
Lecuona tiene motivos para sonreir. Es el año que la MGM produce Cuban Love Song, dirigida por W. S. Van Dyke e interpretada por Lawrence Tibbett, Lupe Velez y Jimmy Durante. A los 36 años no sólo se considera el iniciador de la música afrocubana sino es todo un consagrado, con obras para la postereridad como La comparsa —que interpreta por vez primera a los 17— y montones de piezas y producciones teatrales que le han dado fama y dinero.
Ese año también marca el fin del primer ciclo de películas con la música de George Gershwin —con resultados poco convincentes como Delicious  y Of Thee I Sing— sin que al compositor le quite el sueño que éstas cuenten poco para su prestigio porque para eso tiene la Rhapsody in Blue, el Concerto in F, An American in Paris y un gran número de excelentes canciones y revistas musicales en los teatros.
A Gershwin le queda poco por vivir y Lecuona tiene una vida por delante. Ambos ya han compuesto “rapsodias”, pero con resultados divergentes. La del cubano será una entrada más en su amplio catálogo. La del norteamericano su pieza más conocida.
Hay algo más importante en esta diferenciación. Mientras que la Rapsodia negra de Lecuona carece de trascendencia en la música de la isla, Rhapsody in Blue es una pieza que todo aspirante a compositor o intérprete cubano debe conocer a fondo, no sólo por su valor musical sino por las implicaciones que se desprenden de su estreno. Desgraciadamente, nos hemos limitado a escuchar versiones mediocres de una obra que el propio Lecuona dirigió en La Habana pocos meses después de su estreno, como la de Frank Emilio, quien la viene repitiendo ocasionalmente, cada vez con menos fortuna, o la del propio Lecuona.
Si se quiere oír la verdadera Rhapsody in Blue, hay que buscar la interpretación de la banda de Paul Whiteman, que tuvo a su cargo el estreno el 12 de febrero de 1924, con Gershwin al piano, en el Aeolian Concert Hall —la misma sala donde en 1917 Lecuona había iniciado su exitosa carrera internacional. Pero además cerciorararse de que sea la grabación acústica, la única que expresa a plenitud los contrastes entre orquesta e intérprete y el carácter improvisado de la ejecución que son lo mejor de la obra. Gershwin —que tenía un conocimiento muy limitado de contrapunto y teoría, y en esa época no sabía orquestar—escribió de forma febril durante tres semanas una partitura para dos pianos, que Ferde Grofé, el pianista y arreglista de Whiteman, amplió al formato de orquesta.
Quienes han comentado la Rapsodia le han otorgado más de un mérito inmerecido al compositor norteamericano. No es el primer intento de incorporar el jazz a la música de concierto: ya figuras europeas tan notables como Claude Debussy, Maurice Ravel, Darius Milhaud, Paul Hindemith e Igor Stravinsky se le habían adelantado. La famosa cadenza para clarinete del comienzo, que es quizá su característica más distintiva, fue escrita e interpretada por vez primera por Ross Gorman, el clarinetista de Whiteman: nada le debe a Gershwin. Por lo demás, la versión que ejecutan las orquestas sinfónicas en la actualidad adolece de una grandilocuencia que reduce el carácter febril y dinámico que distinguieron a la pieza en su primera presentación. Lo mejor de la Rapsodia no es Gershwin tocando el piano como un imitador de Chaikovski nacido en Brooklyn, sino el sonido de los miembros de la banda, que caricaturizan la música con un desenfado típicamente norteamericano. Sólo que ese sonido es también, por supuesto, el mejor Gershwin.
Whiteman caracterizó al concierto en el Aeolian Hall como “un experimento en la música moderna”. Sin embargo, poco había de moderno y experimental en el programa antes de que se escuchara la Rapsodia. Más bien se trataba de contrastar melodías populares y fox-trots con piezas de jazz o con un tratamiento jazzistico. La audiencia estaba formada por una mezcla de oyentes con educación musical, incluyendo varios compositores, y otros que por lo general se limitan a asistir a los salones de baile.
El contierto tuvo un proposito doble. Al tiempo que se trata de mostrar al jazz, con apenas 10 años de reconocimiento, como una alternativa a la música de vanguardia, se pretendía también disciplinar al nuevo arte para que adquiriera un balance adecuado entre la improvisación y la composición. Por ello la primera selección fue Livery Stable Blues, de La Rocca, la primera pieza grabada de jazz, y en la segunda parte del programa se incluyó la Suite de Serenatas (española, china, cubana y oriental) de Victor Herbert, en aquellos momentos el más famoso compositor norteamericano y un representante típico del mundo de la opereta, así como Pompa y Circunstancia de Elgar. Whiteman declaró que la mezcla arbitraria de géneros y estilos musicales perseguía un fin educacional: “Contribuir a lograr que de una forma simple las masas comprendan, y por lo tanto disfruten, de las óperas y sinfonías”.
Todo este esfuerzo pretencioso y bien intencionado se vino abajo con Rhapsody in Blue. El público demostró claramente que prefería los sonidos cortantes de la obra de Gershwin por encima de las melodías edulcoradas. Fue una lástima de que Lecuona no estuviera presente.
La pregunta fundamental frente a la Rapsodia no tiene nada que ver con el sello “comercial”, que define la mayor parte de la obra de Gershwin, o la ausencia en el compositor de una educación musical adecuada, la apropiación de elementos de diversas culturas en un melting pot  sonoro, la etiqueta de vanguardismo o la discusión de si implica o no la entrada de la música popular en la sala de concierto. El enigma fundamental es tratar de comprender como una obra de apariencia tan simple, que en ocasiones parece demasiado primitiva, suena tan bien y resulta tan atractiva.
Plantearse esta pregunta ayuda a comprender el fracaso de Lecuona en trascender la herencia hispana que lo limitó durante toda su vida: su temor a alejarse de los moldes clásicos de la composición, y al mismo tiempo a conocer las limitaciones de Gershwin.
¿Cómo una obra con defectos evidentes como Rhapsody in Blue suena tan bien? Los intérpretes y compositores cultos trataron de resolver la cuestión a través del rechazo. Por su parte, los críticos la acusaron de no tener una forma definida. En realidad, la Rapsodia no es una rapsodia, en el concepto liszteriano del término. Tiene características sinfónicas, pero no es una sinfonía. A lo que más se asemeja es a un concierto para piano y orquesta, pero como tal carece de un desarrollo mayor de lo que constituirían sus “movimientos”: catalogarla como concierto es condenarla a un papel menor, sin gran importancia para la historia de la música.
Considerada una composición menor frente al enorme catálogo de obras de concierto, en su mayoría procedentes de Europa, la Rapsodia se mantuvo alejada del repertorio de los más notables concertistas, como Rubinstein y Horowitz. La obra, al igual que otras piezas orquestales de Gershwin, requiere de un tipo muy peculiar de intérprete: el especialista, que es a la vez un fanático, un admirador incondicional —tal el caso de Levant y Pennario—, o el pianista que al mismo tiempo se destaca como director —dos buenos ejemplos son Bernstein y  Previn.
Así también se explica el rechazo de ciertos compositores célebres, a ser maestros de Gershwin. La respuesta del ruso Alexander Glazunov fue fría y franca: luego de oír la obra y conocer el interés del autor de convertirse en su discípulo, expresó que el joven norteamericano quería estudiar orquestación, pero carecía de la más ligera idea de lo que es el contrapunto, y que ante todo debía remediar su falta de conocimiento de teoría musical. La del francés Maurice Ravel fue amable y cálida: ante la sugerencia de Gershwin de que quería estudiar con él, respondió que no lo consideraba una buena idea, ya que probablemente ello lo convertiría en un mal Ravel, al tiempo que perdería su enorme talento para concebir melodías y la creación espontánea. En ambos casos un elemento común: el rechazo o el temor ante la espontaneidad: los sueños del ignorante musical producen monstruos de una belleza inconcebible, cuando ese ignorante es Gershwin.
Ese diablo imprudente, con el que jugaba Gershwin como un niño —porque no sabía qué otra cosa hacer con él y porque estaba convencido de que era un genio, aunque apenas era genial— no aparece casi nunca en Lecuona, que siempre se apresuraba a cerrar la botella o cuyo monstruo interior no tenía la fuerza suficiente para destapar el corcho. Hay un tino y una contención en sus composiciones que a la larga resultan aburridas. Tendrían que pasar aún dos años para que se soltaran los genios de la música cubana en Nueva York, borrachos de alcohol y diversión. El acontecimiento está olvidado y su principal intérprete no fue pianista sino un trecero, mulato y enano. Ese año el Septeto Boloña grabó una serie de sones con una riqueza rítmica que no volverá a encontrarse en piezas de poco más de tres minutos de duración. Escuchar a El Chino Incharte en el bongó es participar en un festín de la música y la poesía cubana en sus formas más simples y más perfectas: “Clavo martillo, martillo clavo” (repiqueteando).

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