Aunque
sus miembros tenían edades, orígenes y aspiraciones sociales y económicas
disímiles, la avalancha migratoria producida por el puente marítimo Mariel-Cayo
Hueso parece haber definido su destino 33 años después de llegar a las costas
de la Florida. Constituyen un grupo intermedio entre los exiliados políticos
que los antecedieron y los que —en su mayoría inmigrantes— llegaron después de
1990. La tentativa de aproximación con quienes los recibieron —y en muchos
casos luego los rechazaron— ha definido un afán necesario y justificado de
integrarse a la sociedad que vieron como una esperanza. El compartir valores y
actitudes con quienes vinieron después indica su autonomía. La asimilación no
se tornó en mimetismo, más bien extendió las fronteras de su nacionalidad,
aunando valores y actitudes que vistos desde el exterior pueden parecer
incongruentes a veces.
Dos
motivos fundamentales impulsaron a miles de cubanos a una travesía incierta. El
deseo de vivir en libertad y la necesidad de un mejor futuro económico. Ambos
aspectos se complementan, aunque no son sinónimos. Con una audacia que en más
de una ocasión se interpretó como falta de agradecimiento, poca capacidad de
adaptación e indisciplina, los marielitos —la palabra se ha ganado el honor de
poder rechazar las comillas— se ganaron su lugar bajo el sol de Miami. Lo
consiguieron con trabajo y dedicación.
Ahora
que se destaca el triunfo económico de quienes llegaron sin un centavo —con
apenas la ropa que traían puesta, hecha jirones por la espera de varios días y
el viaje— no debe olvidarse que su integración a la sociedad norteamericana
tuvo un carácter transformador. Miami es otra ciudad 33 años después. No sólo
por el paso natural del tiempo y el aporte de los inmigrantes procedentes de
Latinoamérica y el Caribe, además de las oleadas de balseros hace unos años y
el arribo constante de inmigrantes cubanos. La llamada “generación del Mariel”
fue la que cambió de forma irrevocable a la ciudad, al ampliar el consumo, la
fuerza de trabajo y el uso del idioma español hasta rincones que hasta ese
momento habían resistido “la invasión cubana”.
Los
marielitos llegaron cargando diversas “culpas”, de las que le costó trabajo
librarse. La primera fue haber vivido hasta ese momento bajo el régimen de La
Habana. No importó que fuera por fecha de nacimiento, ideales políticos o
imperativos familiares. Durante los primeros años a cada momento se les recordó
sus errores o los de sus familiares, que imposibilitaron una “salida a tiempo
del comunismo”. Si hoy en Miami es normal que al iniciar una nueva vida
cualquier cubano no tenga que ocultar su pasado en la isla, es gracias al
Mariel.
Mientras
que hasta ese momento la mayoría de los exiliados habían llegado gracias a sus
esfuerzos y los de sus familiares, luego de un recorrido que podía incluir una
estancia de varias años en un tercer país y una larga espera —que para muchos
significó también largos períodos de trabajo obligatorio en la agricultura
antes de lograr la salida—, estos recién llegados habían simplemente
aprovechado una oportunidad única.
Tras
tomar la decisión de abandonar la isla —algunos fueron incluso obligados a
irse—, los habían montado en un bote, propiedad de unos desconocidos la mayor
parte de las veces y desembarcado en Cayo Hueso. No habían venido, los “habían
traído”. Esa fue la segunda culpa a cargar. Lo ocurrido años antes —en el
puerto de Camarioca y luego durante los Vuelos de La Libertad— fue un éxodo
escalonado que no llegó a causar esa división tan precisa y repentina entre
unos y otros: “yo estaba aquí y tú acabas de llegar”.
También
a diferencia de quienes salieron primero, los marielitos se encontraron una
estructura creada de negocios cubanos que les facilitó su inserción laboral
—con mayores o menores ventajas, con un grado más elevado o más moderado de
explotación— e hizo posible que en cierto sentido fuera menos “traumática” su
nueva vida. Las diferencias personales hacen que esta generalización sea
imprecisa, pero se puede decir que tuvieron que adaptarse a una comunidad antes
que a un país. No fue fácil y en su contra tuvieron la falta de una adecuada
ayuda federal. Pese a los esfuerzos por distribuir la carga que significó la
llegada repentina de un número tan grande de refugiados, el Mariel marca el
momento en que la mayoría de los que llegan opta por “pasar trabajos” en Miami.
Quien
se estableció en esta ciudad en los primeros meses de 1980 tuvo que pasar por
dos procesos distintos de asimilación. Uno fue la adaptación clásica a un nuevo
país, nuevas costumbres y un nuevo idioma. El otro fue el descubrir de que
junto con una serie de principios elementales —que en Cuba se habían ido
deteriorando y continúan aún en crisis—, en Miami subsistían una serie de
valores caducos que él pensaba superados. Fue en parte una vuelta a los años 50
en el mundo de los 80: el futuro en forma de pasado. Siempre hubo alguien que
le leyó el catecismo de la humildad: trabajar duro y honradamente en lo que se
presente, no volverse loco gastando dinero —si lo tenía, cosa difícil— y no
independizarse antes de tiempo. A ello se añadía el seguir los consejos y
obedecer a los que llegaron antes: ellos sabían más, porque lograron irse
primero del infierno y ya estaba establecidos. Esta fue otra carga —económica y
emocional— de la que en parte ha conseguido librarse y en parte no la
generación del Mariel.
El álbum
fotográfico de lo ocurrido en los días del Mariel y las imágenes de la vida
actual de esos miles de protagonistas constituye un poderoso instrumento de
propaganda. Entonces la historia se captó en blanco y negro. Fueron días
extremos, de grandes contrastes. Ahora el destino de quienes vinieron hacinados
en yates y barcos camaroneros no es posible sin el uso del color. ¿Una
comparación superficial y chillona? Es posible. Ello no la hace menos
verdadera.
Si se
pregunta a los que vinieron por el Mariel su grado de asimilación a Miami, casi
todos responden rápidamente que es completa. La inmensa mayoría no manifiesta
interés en regresar a la isla tras el fin de Castro. Son norteamericanos por
adopción, pero sobre todo cubanos y más: miamenses.
El
logro de convertir a esta ciudad en una nueva patria tiene sus limitaciones. Es
sumarse a una sociedad creada con anterioridad, en la que la generación del
Mariel participa pero en la que comparte muy poco poder político. Aunque más
moderada en sus opiniones que el llamado “exilio histórico”, no ha producido un
cambio notable —o al menos limitado— en la formulación de la estrategia del
gobierno norteamericano hacia el régimen cubano. Incluso todo parece indicar
que simpatiza con los criterios que determinan el actual estancamiento de la
administración respecto al caso cubano, que se limita a presiones económicas de
poco alcance y deja que pase el tiempo y Castro siga envejeciendo. Después de
todo, la integración tiene un precio.
Quizá
la explicación de este hecho sea la “saturación política” que trajeron de Cuba.
Además del terreno económico, la literatura y el arte son dos de los campos en
que los llegados por el Mariel han realizado una labor más destacada.
La
adopción de Miami como patria no deja de tener un carácter contradictorio,
aunque puede justificarse. A diferencia de los que llegaron durante las décadas
de 1960 y 1970, la Cuba que los marielitos dejaron atrás no significa añoranza,
salvo en los recuerdos personales. Con el paso de los años, la esperanza de un
futuro mejor para la isla no parece posible en lo que les resta por vivir. No
hay tiempo para empezar una tercera vida, y aunque no se desvinculan de ese
futuro —muchos manifiestan su deseo de invertir en el país tras el fin de
Castro—, aceptan con agrado que su hogar definitivo está en Miami.
El
triunfo del inmigrante es mayor en la medida que se integra más al país de
adopción. Los logros de los que llegaron por el Mariel han contribuido en parte
a la pérdida de la identidad cubana, en el sentido más tradicional o
decimonónico del concepto. No se puede decir que han abandonado por completo el
sentirse cubano, más bien han aumentado la geografía de su patria.