martes, 7 de mayo de 2013

La generación puente



Aunque sus miembros tenían edades, orígenes y aspiraciones sociales y económicas disímiles, la avalancha migratoria producida por el puente marítimo Mariel-Cayo Hueso parece haber definido su destino 33 años después de llegar a las costas de la Florida. Constituyen un grupo intermedio entre los exiliados políticos que los antecedieron y los que —en su mayoría inmigrantes— llegaron después de 1990. La tentativa de aproximación con quienes los recibieron —y en muchos casos luego los rechazaron— ha definido un afán necesario y justificado de integrarse a la sociedad que vieron como una esperanza. El compartir valores y actitudes con quienes vinieron después indica su autonomía. La asimilación no se tornó en mimetismo, más bien extendió las fronteras de su nacionalidad, aunando valores y actitudes que vistos desde el exterior pueden parecer incongruentes a veces.
Dos motivos fundamentales impulsaron a miles de cubanos a una travesía incierta. El deseo de vivir en libertad y la necesidad de un mejor futuro económico. Ambos aspectos se complementan, aunque no son sinónimos. Con una audacia que en más de una ocasión se interpretó como falta de agradecimiento, poca capacidad de adaptación e indisciplina, los marielitos —la palabra se ha ganado el honor de poder rechazar las comillas— se ganaron su lugar bajo el sol de Miami. Lo consiguieron con trabajo y dedicación.
Ahora que se destaca el triunfo económico de quienes llegaron sin un centavo —con apenas la ropa que traían puesta, hecha jirones por la espera de varios días y el viaje— no debe olvidarse que su integración a la sociedad norteamericana tuvo un carácter transformador. Miami es otra ciudad 33 años después. No sólo por el paso natural del tiempo y el aporte de los inmigrantes procedentes de Latinoamérica y el Caribe, además de las oleadas de balseros hace unos años y el arribo constante de inmigrantes cubanos. La llamada “generación del Mariel” fue la que cambió de forma irrevocable a la ciudad, al ampliar el consumo, la fuerza de trabajo y el uso del idioma español hasta rincones que hasta ese momento habían resistido “la invasión cubana”.
Los marielitos llegaron cargando diversas “culpas”, de las que le costó trabajo librarse. La primera fue haber vivido hasta ese momento bajo el régimen de La Habana. No importó que fuera por fecha de nacimiento, ideales políticos o imperativos familiares. Durante los primeros años a cada momento se les recordó sus errores o los de sus familiares, que imposibilitaron una “salida a tiempo del comunismo”. Si hoy en Miami es normal que al iniciar una nueva vida cualquier cubano no tenga que ocultar su pasado en la isla, es gracias al Mariel.
Mientras que hasta ese momento la mayoría de los exiliados habían llegado gracias a sus esfuerzos y los de sus familiares, luego de un recorrido que podía incluir una estancia de varias años en un tercer país y una larga espera —que para muchos significó también largos períodos de trabajo obligatorio en la agricultura antes de lograr la salida—, estos recién llegados habían simplemente aprovechado una oportunidad única.
Tras tomar la decisión de abandonar la isla —algunos fueron incluso obligados a irse—, los habían montado en un bote, propiedad de unos desconocidos la mayor parte de las veces y desembarcado en Cayo Hueso. No habían venido, los “habían traído”. Esa fue la segunda culpa a cargar. Lo ocurrido años antes —en el puerto de Camarioca y luego durante los Vuelos de La Libertad— fue un éxodo escalonado que no llegó a causar esa división tan precisa y repentina entre unos y otros: “yo estaba aquí y tú acabas de llegar”.
También a diferencia de quienes salieron primero, los marielitos se encontraron una estructura creada de negocios cubanos que les facilitó su inserción laboral —con mayores o menores ventajas, con un grado más elevado o más moderado de explotación— e hizo posible que en cierto sentido fuera menos “traumática” su nueva vida. Las diferencias personales hacen que esta generalización sea imprecisa, pero se puede decir que tuvieron que adaptarse a una comunidad antes que a un país. No fue fácil y en su contra tuvieron la falta de una adecuada ayuda federal. Pese a los esfuerzos por distribuir la carga que significó la llegada repentina de un número tan grande de refugiados, el Mariel marca el momento en que la mayoría de los que llegan opta por “pasar trabajos” en Miami.
Quien se estableció en esta ciudad en los primeros meses de 1980 tuvo que pasar por dos procesos distintos de asimilación. Uno fue la adaptación clásica a un nuevo país, nuevas costumbres y un nuevo idioma. El otro fue el descubrir de que junto con una serie de principios elementales —que en Cuba se habían ido deteriorando y continúan aún en crisis—, en Miami subsistían una serie de valores caducos que él pensaba superados. Fue en parte una vuelta a los años 50 en el mundo de los 80: el futuro en forma de pasado. Siempre hubo alguien que le leyó el catecismo de la humildad: trabajar duro y honradamente en lo que se presente, no volverse loco gastando dinero —si lo tenía, cosa difícil— y no independizarse antes de tiempo. A ello se añadía el seguir los consejos y obedecer a los que llegaron antes: ellos sabían más, porque lograron irse primero del infierno y ya estaba establecidos. Esta fue otra carga —económica y emocional— de la que en parte ha conseguido librarse y en parte no la generación del Mariel.
El álbum fotográfico de lo ocurrido en los días del Mariel y las imágenes de la vida actual de esos miles de protagonistas constituye un poderoso instrumento de propaganda. Entonces la historia se captó en blanco y negro. Fueron días extremos, de grandes contrastes. Ahora el destino de quienes vinieron hacinados en yates y barcos camaroneros no es posible sin el uso del color. ¿Una comparación superficial y chillona? Es posible. Ello no la hace menos verdadera.
Si se pregunta a los que vinieron por el Mariel su grado de asimilación a Miami, casi todos responden rápidamente que es completa. La inmensa mayoría no manifiesta interés en regresar a la isla tras el fin de Castro. Son norteamericanos por adopción, pero sobre todo cubanos y más: miamenses.
El logro de convertir a esta ciudad en una nueva patria tiene sus limitaciones. Es sumarse a una sociedad creada con anterioridad, en la que la generación del Mariel participa pero en la que comparte muy poco poder político. Aunque más moderada en sus opiniones que el llamado “exilio histórico”, no ha producido un cambio notable —o al menos limitado— en la formulación de la estrategia del gobierno norteamericano hacia el régimen cubano. Incluso todo parece indicar que simpatiza con los criterios que determinan el actual estancamiento de la administración respecto al caso cubano, que se limita a presiones económicas de poco alcance y deja que pase el tiempo y Castro siga envejeciendo. Después de todo, la integración tiene un precio.
Quizá la explicación de este hecho sea la “saturación política” que trajeron de Cuba. Además del terreno económico, la literatura y el arte son dos de los campos en que los llegados por el Mariel han realizado una labor más destacada.
La adopción de Miami como patria no deja de tener un carácter contradictorio, aunque puede justificarse. A diferencia de los que llegaron durante las décadas de 1960 y 1970, la Cuba que los marielitos dejaron atrás no significa añoranza, salvo en los recuerdos personales. Con el paso de los años, la esperanza de un futuro mejor para la isla no parece posible en lo que les resta por vivir. No hay tiempo para empezar una tercera vida, y aunque no se desvinculan de ese futuro —muchos manifiestan su deseo de invertir en el país tras el fin de Castro—, aceptan con agrado que su hogar definitivo está en Miami.
El triunfo del inmigrante es mayor en la medida que se integra más al país de adopción. Los logros de los que llegaron por el Mariel han contribuido en parte a la pérdida de la identidad cubana, en el sentido más tradicional o decimonónico del concepto. No se puede decir que han abandonado por completo el sentirse cubano, más bien han aumentado la geografía de su patria.

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