Cuando se quiere dejar en claro las diferencias que existen entre condenar a una persona por sus
opiniones, convertidas en delito por una voluntad totalitarista, y el acusarla
mediante la fabricación de un expediente que intenta sustentar los cargos de colaborar
con el enemigo —no en vista a un proceso legal sino simplemente con objetivos
propagandísticos—, resalta de inmediato el hecho de que por décadas el Gobierno
cubano ha buscado siempre cambiar las reglas y adaptarlas al momento.
Es lógico pensar
en acciones de espionaje, terrorismo y sabotaje cuando se habla de ‘‘colaborar con
el enemigo”. No en el caso cubano. Para el régimen de La Habana, esta colaboración —potencialmente peligrosa para quien la lleve a cabo, con independencia de si en el momento de producirse es considerada ‘‘delictiva”— puede ser un acto tan simple como publicar una crónica en un periódico de Miami y España. Como
en cualquier sociedad, el Gobierno de la isla se encarga de definir lo que es
un delito, y lo que disgusta a sus funcionarios es que alguien en cualquier lugar
del mundo se cuestione esa definición. Sin embargo, en Cuba estas definiciones
adquieren categorías singulares.
El primer problema
con el criterio aplicado por La Habana es que se elabora con una constante
referencia a una “guerra terrible con una potencia nuclear”, cuando en realidad
desde hace muchos años en el diferendo entre Cuba y Estados Unidos se puede
hablar de la hostilidad de Washington mantenida en ciertas acciones, normas y leyes,
pero no de acciones bélicas. Esto no lo reconocen los gobernantes de la isla
con palabras, pero sí con actos.
Difícil
comprender que una nación está en guerra con otra y al mismo tiempo le compra alimentos a su
enemigo, agasaja a los legisladores del bando contrario y celebra subastas de
tabacos donde los principales invitados y compradores no vienen de una trinchera sino
viajan cómodamente al país anfitrión. Una guerra sin disparos y ataques mortíferos, sin
cañones y acorazados. Una contienda donde los únicos “barcos enemigos” que entran en
aguas cubanas traen mercancías que se cargan en los puertos de la nación
agresora.
Cuba está en una “guerra”,
dicen quienes gobiernan en Cuba, y no le queda más remedio que
encarcelar a los “agentes” que luchan en favor del otro lado.
Sin embargo, un
buen número de disidentes cubanos han cumplido largas condenas por el solo ‘‘delito”
de divulgar análisis políticos y noticiosos y buscar cambios pacíficos en la isla.
El segundo
problema con las definiciones adaptadas a conveniencia en La Habana es que el Gobierno
cubano comete un error, cuando confía en la eficiencia probada de su mecanismo
de represión preventiva para dilatar la solución ―o al menos el
mejoramiento― del problema de las
sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Lo que es una victoria de la
censura se traduce en una derrota de la creatividad, en el sentido más amplio
de ambos términos.
Desde hace mucho
tiempo los disidentes luchan frente a dos enemigos poderosos: la represión y la
inercia. Por décadas el régimen ha alimentado la ausencia de futuro en la población como el
medio ideal para alimentar la fatalidad, el cruzarse de brazos y la espera ante lo
inevitable. Pero si estas actitudes influyen negativamente en las posibilidades de
un cambio democrático, también afectan a la capacidad de la nación para resolver sus
problemas por medios propios.
Uno de los
argumentos más repetidos por el gobierno cubano y sus seguidores es que “No hay
una sola familia cubana que en los últimos 50 años llore a un familiar
desaparecido, no hay una sola que llore a un familiar asesinado
extrajudicialmente, no hay una sola
denunciando trato inhumano degradante, torturas como las que se aplicaron en otros países
de América Latina”. Estas palabras las pronunció el excanciller Pérez Roque en un
foro internacional, el mismo que años después sería separado de forma abrupta
del gabinete cubano, sin necesidad de muchas explicaciones al respecto, salvo
el dictado casi bíblico de Fidel Castro sobre la predilección por las “mieles
del poder”. Pero no importa si lo diga un funcionario u otro. No se trata más
que de máquinas repetidoras que no se apartan una palabra del guión dictado
desde la Plaza de la Revolución.
La afirmación
tiene una porción de verdad, en el sentido de que no hay un historial de
desapariciones y barbarie similar al que arrastran diversas dictaduras latinoamericanas.
Sin embargo, este criterio no absuelve al gobierno de La Habana de su historia
represiva. Es más, lo que en otros países es pasado, en Cuba es presente. En la isla se practica
una represión sin tregua, aunque las largas condenas han sido sustituidas por
breves arrestos preventivos.
Por otra parte, la
referencia a las desapariciones tiene cierta dualidad, ya que busca tanto la absolución
como el destacar la eficiencia de la maquinaria represiva cubana. Esta le ha permitido prescindir
de acciones que tanta “mala fama” acumulan sobre los violadores.
Pero aunque se
puede especular sobre la existencia de otras formas de “desaparición” en la isla ―incluso
más allá de fusilamientos, juicios sumarios, condenas excesivas y encarcelamientos
sin la celebración de un proceso penal, para citar algunos de los hechos ocurridos
desde la llegada de Fidel Castro al poder―, hay un elemento importante a destacar: la
diferencia entre recurrir al delito y la marginalidad para impedir un cambio de
gobierno y el establecimiento de un régimen que cambia las leyes y normas con
el objetivo de perpetuarse.
Aunque estos
cambios son fundamentalmente en esferas de la vida cotidiana, ciertas
actividades económicas y acciones represivas contra la libertad creadora o la
discriminación de ciertos sectores poblacionales. Lo que en cierta época fue delito
en Cuba, ahora es permitido. Pero en esencia, la capacidad o el derecho a
expresar el deseo de cambiar ciertas leyes, así como aspectos y condiciones sociales,
o a la sociedad y el gobierno en su conjunto, sigue siendo tan refrenado en
Cuba como cuando esta persecución se vestía del ropaje de la lucha de clases.